LA
CRUZADA
E HISPANOAMÉRICA
Cuando en el ordenamiento social y político
de las naciones han prevalecido los principios de autoridad, de orden, de
respeto a la persona humana, de libertad para que el hombre se perfeccione
hacia lo trascendente, entonces los hombres se han ordenado conforme a la ley
natural que es la ley de Dios, Supremo Bien. Los “derechos humanos” no se
proclaman, porque no hay necesidad de ello: existen en el plan de Dios, que
manda amar al prójimo como a uno mismo.
Cuando el hombre desdeña la ley de Dios y,
peor aún, proclama unilateralmente su inexistencia; cuando con soberbia que
aflora en el mismo Génesis se sustituye a Él para construir su propio modelo de
Ciudad humana, el mal ha prevalecido. La razón humana pasa a ser el valor
supremo e intangible y cada hombre puede en adelante ser portador y portavoz de
su propia verdad, con la cual ésta desaparece como valor objetivo y unificador.
Sobre este cenagoso terreno el hombre
intenta poner los cimientos de su construcción social y política. Proclama así
la libertad irrestricta; deposita la soberanía en el pueblo y diseña
instituciones desde las cuales se gobernará en su nombre; confiere extensión
inusitada a los derechos derivados de la jerarquía suprema acordada a la razón:
el derecho de reunión, de expresión, de prensa. No es ya la libertad para proclamar
el mal, porque éste ha dejado de existir objetivamente.
Bien conocidos son los males que se
abatieron sobre la civilización cristiana cuando el hombre dio rienda suelta a
su rebeldía contra Dios. A la fractura de la unidad religiosa en Europa,
cimiento de su unidad política, siguieron guerras, revoluciones, persecuciones
religiosas, degradación de las costumbres y de la dignidad de la persona
humana. La rebeldía lleva en sí la simiente de nuevas rebeldías: si la Verdad
no es una, si cada hombre puede ser portador de la suya y luchar para
imponerla, no se ha instaurado una sociedad estable y fecunda, sino todo lo
contrario: al rechazar la suave autoridad de Dios, las sociedades han caído
bajo la áspera autoridad de los hombres que constantemente disputan tras nuevas
utopías.
Dice Louis Veuillot: “Cuando la insolencia del hombre obstinadamente rechaza a Dios, Dios le
dice al fin: ‘Hágase tu voluntad’, y queda suelta la última plaga. Ésta no es
el hambre, no es la peste, no es la muerte: ¡es el hombre! Cuando el hombre es
entregado al hombre, entonces se puede decir que conoce la cólera de Dios”.
Los principios cristianos permanecen, sin
embargo, siempre latentes y válidos, porque son naturales y eternos. No son
patrimonio ni están bajo custodia de partido político alguno, ni de derechas ni
del signo que sea. Las derechas a menudo buscan imponer los bienes de paz y
orden que de ellos derivan, pero al estar insertas en las luchas que provoca el
constante y afanoso devenir de la razón humana, pronto se ven envueltas en
contradicciones y claudicaciones.
Cuando las instituciones creadas por los hombres
llegan a ser incapaces no ya para ordenar la vida social y política, sino para
mantener vivo el espíritu mismo de la nación, resulta entonces legítimo
intervenir para salvar éste, aun cuando esa intervención suponga desconocer las
instituciones cuya falencia lo pone en riesgo.
Ésta es la primera gran lección que nos
deja el 18 de Julio de 1936. “Al Ejército
no le es lícito sublevarse contra un partido ni contra una Constitución porque
no le gusten –dice Franco– pero tiene
el deber de levantarse en armas para defender a la Patria, cuando está en
peligro de muerte”.
La Patria lo es todo: es la tierra de nuestros
padres y de los padres de nuestros padres; lo será de nuestros hijos y de los
suyos, a su vez. En España se enraiza indisolublemente con la fe cristiana que
abrazó hace quince siglos y en nombre de la cual enriqueció su historia con las
hazañas más gloriosas. Todo lo que configura una nación, una y única, en el
contexto universal.
¿Qué más podían aguardar las armas
españolas cuando se proclama el objetivo de convertir a España en la segunda
república soviética de Europa?
Hay, pues, un punto de ruptura que sólo
juzga la conciencia de los hombres que Dios ha puesto en ese lugar y en ese
momento. No se puede empequeñecer su conducta al pretender juzgarla en función
de instituciones humanas fracasadas y causantes del drama, ni mucho menos
atribuyendo propósitos subalternos cuando están en juego valores eternos.
Dios sabe la lealtad de Franco hacia la
República, no porque fuera el sistema de gobierno de su agrado, sino porque
estaba dentro de las obligaciones que su deber de soldado le imponía. Pero
cuando esa lealtad se enfrenta con la que se debe a valores superiores, es
también su deber de soldado el que manda.
Si miramos la historia reciente de
Hispanoamérica vemos repetirse el dramático dilema entre la defensa de las
instituciones formales y la salvación de valores sustanciales como la Patria
misma. En Chile, el gobierno marxista de Salvador Allende, sacralizado luego por
las democracias masónicas, sean liberales o populares, se aprestaba a
transformar una nación católica, plena de valores culturales hispánicos y
occidentales, sin mengua de su propia y definida personalidad, en la segunda
Cuba marxista de América. Hay numerosos testimonios, si se quieren encontrar:
baste decir que una semana más ya era demasiado tarde.
¿Y nuestro Uruguay, tan ateo y materialista
luego de casi un siglo de formación liberal y positivista de sus generaciones?
Sin embargo, también sintió que se perdía algo más profundo que las
instituciones formales. La rebelión tupamara, apoyada en las propias
instituciones; el Parlamento partitocrático con más temor a las Fuerzas Armadas
que a la izquierda revolucionaria; el comunismo infiltrado y dominando
sindicatos y, especialmente, la enseñanza. No se puede ir más allá de estas
pinceladas en la brevedad de este artículo. Quede dicho, no obstante, que
también a nosotros nos llegó el momento de la opción entre la defensa de las
instituciones formales y la salvación de la Patria misma, que se nos escapaba como
agua entre las manos, a través del adoctrinamiento de la juventud, la
paralización económica del país, el alzamiento armado de larga preparación.
Todo ello con el cuadro de fondo del “descaecimiento
de las normas constitucionales y legales que consagran derechos y confieren
competencias a las autoridades estatales”, configurando un proceso de “falseamiento constitucional originado por
la aplicación de usos contarios o el desuso de normas básicas de la carta” según
los fundamentos del decreto de 27 de junio de 1973, que disolvió las Cámaras.
Cuando vuelvo a leer estos conceptos me
vienen a la memoria los negros años que precedieron al 18 de Julio de 1936,
cuando las izquierdas no aceptaban la integración del Gobierno con miembros de
la derecha triunfante en las urnas, alegando sin rubores que las instituciones
republicanas sólo se podían utilizar para el avance del socialismo y no de sus
enemigos, y amenazando con alzarse en caso contrario. Y esto por citar sólo un
ejemplo de desconocimiento de las instituciones y de su utilización para fines
revolucionarios, en aquellos trágicos días.
Cuando las instituciones
republicano-democráticas caen, nuevas situaciones de poder se instalan en los
hechos. Se trata entonces de dar forma institucional a las nuevas situaciones y
aquí, ¡admirable plan de Dios! afloran espontáneamente las formas de
organización social y política fundadas en la ley natural.
Bajo la sabia conducción de Franco en
España, se instauró un régimen político asentado en una autoridad fuerte y
justa, dirigido no al engrandecimiento del Estado sino al avance moral y
material de los hombres. Pudieron así transcurrir los difíciles años de
posguerra y de vengativo e injusto aislamiento, para irrumpir después de un
deslumbrante proceso de desarrollo económico y social que la llevó a los
primeros lugares en el concierto mundial.
Otro tanto aconteció en Chile, a partir de
1973. Cuando las naciones se ven liberadas de las estructuras ficticias del
racionalismo, retornan serenamente a la ley natural. Así conoció Chile años de
paz y prosperidad.
En nuestro país, abocados a la necesidad de
definir el futuro institucional, la realidad de los hechos nos llevó a
evolucionar en nuestro pensamiento. Formados en un dogmático liberalismo
político, disolvimos las Cámaras convencidos de que se trataba de una situación
transitoria, al cabo de la cual volveríamos al régimen político anterior, que
para nosotros era el natural. Pronto advertimos que lo natural era,
precisamente, lo que había resurgido: una autoridad fuerte y justa, rigiendo una
sociedad libre donde el hombre puede desenvolver su espíritu hacia inquietudes
trascendentes y desarrollar su actividad libremente, sin la alteración constante
de la paz social ni la degradación de las costumbres y de la dignidad del
hombre, que trae consigo el concepto ateo y revolucionario de libertad.
No fue posible la instauración permanente
de esto principios: ni en Uruguay, ni en Chile, ni en Argentina ni en Bolivia,
países todos que habían llegado casi contemporáneamente y en igual modo a la
misma situación y ahora afrontaban la misma necesidad de consolidación.
Nuestros países, en cuanto fueron privados
de la sólida doctrina heredera de la España fundadora, fueron incapaces de
enfrentar y sustituir el pensamiento liberal. En todo momento y los propios
protagonistas, calificaban las situaciones como transitorias, o excepcionales o
de anormalidad institucional, sembrando el germen de la propia inseguridad. Se
atribuye a A. Thiers haber afirmado que “el
mejor recurso contra un enemigo que duda de su derecho y fuerzas, es no dudar
de las propias”. Tal parece el consejo seguido por los enemigos de las
nuevas situaciones, que se limitaron a afirmar la legitimidad de los regímenes liberales
y democráticos y a esperar que la falta de definiciones doctrinarias obstara a
la instauración de una nueva institucionalidad.
Confiábamos en España, en su ejemplo y en
el de su Cruzada, en su autoridad moral y en el peso de su historia, para
liderar una reacción general de América hispana hacia el Cristianismo. Franco
vivía aún: pronto faltó y la propia España sufrió el embate liberal y masónico.
Porque el mal no descansa: ahí está el valeroso
y estremecedor testimonio de Utrera Molina, cuando advierte a Franco sobre sus
dudas acerca de la identificación de su sucesor con los proyectos de
continuidad del régimen. Y la conmovedora respuesta del Caudillo, firme hasta
el fin de la confianza en los principios que habían guiado su propia vida: “…existen juramentos que obligan y
principios que han de permanecer”.
Seguimos, sin embargo, confiando en España:
en lo que en ella se piensa, se escribe, se publica, manteniendo vivo y enriqueciendo
el pensamiento cristiano tradicional sobre el orden político, formando hombres
que no conocieron la guerra y que sin embargo también serán leales a quienes
iniciaron la Cruzada y cayeron en ella nombrando a Dios y a la Patria en el
momento supremo. Confiamos en esa ebullición intelectual, atizada por la propia
injuria de las versiones falaces que pretenden negar la Historia.
En nuestra Patria, lo sucedido no ha sido
en vano. Por primera vez se piensa en el tema, se examina lo sucedido y apunta
un inicio de espíritu crítico hacia la democracia, lo cual es mucho decir.
Seremos o no testigos de cambios
trascendentes en este orden: eso está en las manos de Dios.
Juan María Bordaberry
Nota: Este artículo, firmado por el ex
presidente de Uruguay, apareció en la Revista “Fuerza Nueva” Nº 1000, del 3 al
17 de febrero de 1990.
1 comentario:
Franco salvó a Europa, sin duda, y los europeos en general no lo reconocen porque solamente bailan por el dinero, único valor que se admite. Respecto de Chile, nosotros los argentinos, al igual que con Cuba, tenemos que cobrarles la osadía de habernos atacado arteramente. Las deudas de sangre no prescriben,
Paco Lalanda
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