EL EXTRAÑO CASO DEL DR. ASCH
Las contundentes imágenes de la corrupción, hacen que casi sin darnos cuenta, pasen por delante, otros hechos tranquilamente monstruosos.
Tolkien vio claro esas inquietantes distracciones: “Porque hubo cosas peores que ladrones por estos lados. El invierno pasado había lobos que aullaban alrededor de la empalizada. Y en los bosques merodeaban formas oscuras, cosas horripilantes que le helaban a uno la sangre en las venas”. Leerlo, ayuda a entender, y entendiendo, se hace difícil no estar de acuerdo con el inglés. El va más allá del dato mínimo de los ladrones, bucea en lo profundo, busca lo que hace al hombre único en la creación y se vale de la metáfora para indicar los verdaderos peligros que lo amenazan.
Y cuáles serían esas cosas tan importantes, que en la cultura nacional del siglo XXI han sido oscurecidas. Porqué no empezar hablando del coraje, aquel tan simple y directo y sin vueltas, con el que se expresaba y defendía la verdad. Ya no se trata solamente de ignorancia, ni de confusión, las sombras que nombraba Tolkien, hicieron lo suyo, nos robaron sí, pero ante todo, nos robaron el coraje.
No se puede ocultar la vacilación a la hora de llamar a las cosas por su nombre. Se duda por temor al ridículo, a no dar pie con bola en el uso de los nombres nuevos, con los que ahora hay que llamar a las cosas viejas. Un disfraz perturbador, gracias al cual, decimos lo que las cosas no son.
Este proceso de maniobrar con el lenguaje, es usado y abusado, en las cuestiones relativas a la bioética. Los eufemismos les sirven para disimular los aspectos tenebrosos que hay que tapar, y son algo así como el mascarón de proa, que va por delante distrayendo y ocultando.
En el pasado mayo tuvo lugar en Buenos Aires un Seminario Sobre Reproducción Humana. En general en esos ámbitos no está ausente el tema ético. Pero, habitualmente es una ética estrecha, adaptada al fin perseguido y no al bien del hombre. Es la moral del deseo satisfecho, del yo tenía ganas, del utilitarismo, de las consecuencias, de los tecnócratas, y naturalmente, del relativismo ético.
Sobre esa idea por demás precaria, acerca de lo que es la moral, poco se puede debatir. Resulta axiomático que, si cada uno dicta su norma moral, si “está todo bien”, nada esta mal, partiendo de ahí, protegidos por ese delirio jubiloso, moral, será lo que cada uno desee, aquello de lo que tenga ganas y pueda hacer; e inmoral lo que se oponga a esa voluntad.
Indudablemente uno de los primeros planteos, viene desde el lado de lo tecnológico. Si se puede hacer, si el progreso técnico actual lo hace posible, entonces, adelante, hagámoslo. Porque hoy no hay dudas de que el hombre puede operar en el laboratorio sobre las células germinales, alterar las estructuras genéticas, y además fecundarlas. Tales operaciones que pueden significar avances terapéuticos notables, también dejan bien abierta la puerta a maniobras gravísimas contra la vida y la dignidad humanas.
Es bueno insistir aquí en que ni la ciencia ni el derecho son neutros. Por eso dice la Instrucción El Don de la Vida: “Por estar ordenadas al hombre, (las ciencias médicas) reciben de la persona y de sus valores morales, la dirección de su finalidad y la conciencia de sus límites”.
Lamentablemente son pocos, los que se animan a sostener que los avances científicos tienen límites éticos que deben respetarse, pocos también quienes se animan y dicen en voz alta, que ese proceso del que forma parte, la fecundación heteróloga, con transferencia del embrión (FIVET), lleva a desarraigar al hombre del orden natural. Poco y nada se difunde el hecho de que los laboratorios —muchos de ellos— deciden, con casi total autonomía, sobre la vida y el futuro de los embriones, y que además esos actos están marcados por una impiedad radical porque esos pequeños seres humanos, de no ser implantados, serán o utilizados para otros fines o congelados y “almacenados” o por fin en algún penoso momento “descartados”.
No hay duda de que esas palabras, disfrazadas y todo, estremecen; señalando a gritos la inhumanidad del proceso, que impide diferenciar un embrión de una cosa, en definitiva de un “producto” planificado de acuerdo al deseo, la oportunidad o la conveniencia de algunos. “Cosa” a la que es posible hacer y des-hacer a voluntad.
Algunos dirán que gracias a esa metodología, se atenúa el sufrimiento de las parejas estériles. Por cierto que ninguno de nosotros pondría en duda la significación de ese sufrimiento. También es cierto que los médicos en cierta manera participamos de él y debemos hacer todo lo que este al alcance en la búsqueda de soluciones. Pero en primer lugar, ni la solución puede pasar por arriba de la ley natural, ni la medicina consiste en satisfacer deseos, ni el médico es solamente un técnico todo terreno. Acierta el Episcopado francés, al oponerse al penoso reduccionismo que ve al médico como un “dador de vida y muerte por encargo”.
A veces entre las consecuencias derivadas de un acto determinado, se obtiene un bien o se evita un mal, pero “en cuanto a las circunstancias del acto, éstas no son suficientes para valorar o cambiar la especie moral”. Para aliviar a un hombre que sufre no se puede trasladar el sufrimiento a otro. Y dice más adelante la Veritatis Splendor: “el acto es bueno si su objeto es conforme con el bien de la persona, en el respeto de los bienes moralmente relevantes para ella”.
No hace tanto tiempo que en ciertos campos había médicos que investigaban con el fin de encontrar remedio para las enfermedades y mejorar la salud de los algunos hombres. Una parte de esa tarea tenía como sujetos de experimentación a seres humanos, que sin consentimiento de su parte, eran brutalmente sometidos a prácticas inhumanas y no pocas veces hasta la muerte. En todo caso la verdadera pregunta sigue siendo si la ciencia, puesta al servicio del hombre, liberada de límites éticos, no se convertirá en enemiga de la vida.
Para alcanzar unos fines, hay que valerse de unos medios. Ahora bien: aunque los fines y las intenciones sean buenos, sabemos que “no es lícito, ni aún por razones gravísimas hacer un mal para conseguir el bien”. Está científicamente demostrado que precozmente los embriones sienten los estímulos y que sienten y rechazan el dolor. Y aunque no fuera así, siempre será una persona, tan persona y tan digna como cualquiera, la que soporta el desamparo hostil de una mesa de laboratorio o de un freezer. Una persona pero sin derecho a la vida, o sea sin derecho a nada.
Ahora se da el caso, como revalidando la malicia en que se mueven, por lo menos una parte de esos sectores, del médico argentino Ricardo Asch, prófugo de la Justicia de los Estados Unidos desde 1996, —según el relato de los fiscales de California a “Perfil”— que lo acusa por tráfico de óvulos, contrabando de medicamentos, desfalco impositivo y fraude a las aseguradoras de salud, y que participó en Buenos Aires, los primeros días de mayo, de un Seminario argentino-israelí sobre fertilidad asistida, en el que presentó una charla sobre ética.
El encuentro se denominó “Nuevos horizontes en reproducción humana” y fue organizado por especialistas de la empresa Procrearte —de la cual Asch es asesor científico— y contó con el auspicio de la AMIA y la Embajada de Israel, entre otras instituciones (cfr. http:// www.israelenbuenosaires.com. ar/cgi-bin/vernota.cgi?nota=425-701016633).
Lo que se sabe de Asch, sin embargo, es que fue más allá de los límites, intercambió óvulos entre distintas mujeres; experimentó y maniobró sobre esas personas sin su consentimiento; les mintió acerca del origen de sus hijos etc. (cfr. http://www.lanacion.com.ar/ 307863-el-argentino-mas-buscado-por-el-fbi http://buscador.emol. com/noticias/Ricardo+Asch).
En suma, parecería que simplemente un desajuste en el tiempo, fue el que evitó que este médico judío, fuese un satisfecho trabajador de aquellos laboratorios experimentales que le adjudican al Tercer Reich.
Más allá de las intenciones y de las consecuencias de los actos, enseña Santo Tomás que: si uno roba para ayudar a los pobres, si bien la intención es buena, falta la rectitud de la voluntad, porque las obras son malas. Pero aún dejando de lado, la inmoralidad del método utilizado, si además engaño a la paciente diciéndole que le implanto un embrión originado de sus óvulos fecundados y que en verdad son de otra persona y si en el extremo de esas crueldades e impudicias asoma el negocio. ¿Con qué embrollo de palabras intentarán justificar lo inadmisible? No lo sabemos. ¿Qué ese engaño, que esos actos inmorales eran por una causa noble?
Es difícil vincular entre si, las dos disímiles vidas del doctor Asch. La del traficante de óvulos y la del charlista sobre moral. Pero es evidente que a nadie en su trabajo podría hablarle de moral, y en esas charlas de moral, difícilmente podría hablar con nadie sobre su trabajo.
Más embarazoso todavía, sería conjeturar que ni AMIA, ni la embajada de Israel, ni Procrearte, desconocían que Asch se dedicaba —tal vez lo siga haciendo— a prácticas en cierto modo similares a aquellas de las que vienen acusando sistemáticamente al nazismo.
Curiosa vuelta de tuerca de los auspiciantes, al cabo de tanto hablar y andar en busca de los verdugos de antaño, al tropezar con uno del presente tan parecido con aquellos que han retratado hasta el cansancio, en vez de señalarlo para prevenir a la sociedad, deciden protegerlo y auspiciarlo.
Miguel De Lorenzo
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