sábado, 29 de enero de 2011

Literarias

EL PEQUEÑO MUNDO
DE DON CAMILO
         
                  
LA PROCESIÓN
               
  
Todos los años, al celebrarse la feria del pueblo, se llevaba en procesión al Cristo crucificado del altar. El cortejo llegaba hasta el dique y allí se efectuaba la bendición de las aguas para que el río no hiciera locuras y se comportara decentemente.
       
Como en otras ocasiones parecía que también en ésta las cosas funcionarían con la acostumbrada regularidad, y Don Camilo estaba dando los últimos toques al  programa de la fiesta, cuando apareció el Brusco en la rectoral.
        
— El secretario del comité —dijo el Brusco— me manda a hacerle saber que el comité participará en la procesión en pleno con bandera.
      
— Agradezco al secretario Pepón, contestó Don Camilo. Me alegraré de que todos los hombres del comité estén presentes. Sin embargo, es necesario que tengan la  amabilidad de dejar la bandera en casa. No debe haber banderas políticas en cortejos sacros. Estas son las órdenes que tengo.
        
El Brusco se marchó y poco después llegó Pepón con la cara congestionada y los ojos fuera de las órbitas.
        
— ¡Somos cristianos como todos los demás!, gritó Pepón entrando en la rectoral sin pedir siquiera permiso.  ¿En qué somos distintos de los otros?
      
— En que cuando entran en casa ajena ustedes ni se quitan el sombrero, respondió Don Camilo tranquilamente.
        
Pepón se quitó el sombrero con rabia.
        
— Ahora eres igual a los demás cristianos, dijo Don Camilo.
       
— ¿Por qué no podemos venir a la procesión con nuestra bandera? —gritó Pepón.— ¿Qué tiene de particular nuestra bandera?  ¿Es la bandera de los ladrones y los asesinos?
        
— No, compañero Pepón, explicó Don Camilo mientras encendía su toscano.  Es una bandera de partido y aquí se trata de un acto religioso y no político.
        
— ¡En ese caso tampoco deben ustedes admitir las banderas de la Acción Católica!
         
— ¿Por qué?  La Acción Católica no es un partido político, tanto es así que yo soy su secretario.  Precisamente te aconsejo que te inscribas con tus compañeros.
       
Pepón soltó una carcajada.
      
— ¡Si quiere usted salvar su alma negra, deberá inscribirse en nuestro partido!        
Don Camilo abrió los brazos.
       
— Procedamos así, repuso sonriendo, cada cual queda donde está y amigos como antes.
         
— Yo y usted nunca hemos sido amigos, afirmó Pepón.
       
— ¿Tampoco cuando estuvimos juntos en los montes?
        
— ¡No!  Era una simple alianza estratégica. Por el triunfo de la causa uno puede aliarse hasta con los curas.
        
— Bueno, dijo Don Camilo con calma. Pero si quieren venir a la procesión deben dejar la bandera en casa.
      
Pepón rechinó los dientes.
        
— ¡Si cree usted que podrá hacerse el Duce, se equivoca, reverendo! —exclamó—. ¡O con nuestra bandera o no hay procesión!
       
Don Camilo no se impresionó. “Se le pasará”, dijo para sí.  Y en efecto, durante los  tres días que precedieron al domingo de la feria, no se oyó hablar de la cuestión. Pero el domingo, una hora antes de Misa, llegó a la rectoral gente asustada. La víspera, la escuadra de Pepón había recorrido todas las casas para advertir que quien concurriese a la procesión daría a entender que no le importaba su salud.
      
— A mí nada me han dicho, observó Don Camilo. Por  lo tanto la cosa no me preocupa.
      
La procesión debía realizarse al término de la Misa. Y mientras en la sacristía Don Camilo estaba vistiendo los paramentos usuales, llegó un grupo de parroquianos.
    
— ¿Qué se hace?, preguntaron.
      
— La procesión, contestó Don Camilo tranquilamente.
     
— Esos son muy capaces de arrojar bombas sobre el cortejo, le objetaron. Usted no debe exponer a sus feligreses a tal peligro. En nuestra opinión, la procesión debe suspenderse, avisar a la fuerza pública de la ciudad y realizarla cuando hayan llegado los carabineros en suficiente cantidad para garantizar la seguridad de la gente.
      
— Bien pensado, observó Don Camilo. Entre tanto se podría explicar a los mártires de  la religión que obraron muy mal al comportarse como se comportaron y que en vez de ir a predicar el cristianismo cuando estaba prohibido, debieron esperar que llegasen los carabineros.
       
Seguidamente Don Camilo les indicó a los visitantes dónde estaba la puerta.  Se marcharon rezongando. Poco más tarde entró en la iglesia un grupo de ancianos y de ancianas.
    
— Nosotros venimos, Don Camilo, dijeron.
      
— ¡Ustedes se van a su casa enseguida!, ordenó Don Camilo. Dios tomará en cuenta sus piadosas intenciones. Esta es una situación en que los ancianos, las mujeres y los niños deben permanecer en sus casas.
        
Delante de la iglesia había quedado un grupito de personas; pero cuando se oyeron algunos disparos de armas (era simplemente el Brusco, que con fines demostrativos le hacía hacer gárgaras a su ametrallador, disparando al aire), también el grupito se hizo humo, y Don Camilo, al asomarse a la puerta de la iglesia, vio el atrio desierto y limpio como una mesa de billar.
      
— ¿Y, Don Camilo, vamos?, preguntó en ese momento el Cristo del altar. Debe estar magnífico el río con este sol. Verdaderamente lo veré de buena gana.
      
— Sí, vamos, contestó Don Camilo. Pero fijaos que esta vez, desgraciadamente, estaré solo en la procesión. Si os basta.
      
— Cuando está Don Camilo ya hay de sobra, dijo sonriendo el Cristo.
       
Don Camilo se colocó rápidamente la bandolera de cuero con la cuja para el pie de la cruz; bajó del altar el enorme Crucifijo, lo apoyó en el soporte y suspiró:
       
— Con todo, podían haber hecho más liviana esta cruz.       
— Dímelo a mí, repuso sonriendo el Cristo, a mí, que debí llevarla hasta la cima y no tenía tus espaldas.
         
Algunos minutos después Don Camilo, sosteniendo el enorme Crucifijo salía solemnemente por la puerta de la iglesia. El pueblo estaba desierto; la gente se había encerrado, corrida por el miedo, y espiaba a través de las celosías.
        
— Debo producir la impresión de aquellos frailes que andaban solos con la cruz negra por las calles de las ciudades despobladas por la peste, se dijo Don Camilo. Luego se puso a salmodiar con su vozarrón baritonal, que se agigantaba en el silencio. Atravesó la plaza y siguió por el medio de la calle principal, en la que también reinaban la soledad y el silencio. Un perrito salió de una calleja, y se puso a caminar quietito detrás de Don Camilo.
      
— ¡Fuera!, masculló Don Camilo.
      
— Déjalo, susurró desde lo alto el Cristo. Así Pepón no podrá decir que en la procesión no se veía siquiera un perro.
      
La calle torcía en el fondo, donde concluían las casas, y de allí partía el sendero que conducía al dique. Apenas dobló, Don Camilo halló de improviso la calle obstruida. Doscientos hombres la bloqueaban mudos, con las piernas abiertas y los brazos cruzados. Al frente de ellos estaba Pepón, en jarras. Don Camilo hubiera querido ser un tanque. Pero no podía ser sino Don Camilo, y cuando llegó a un metro de Pepón se detuvo, sacó el enorme Crucifijo del soporte y lo alzó blandiéndolo como una clava.
     
— Jesús, dijo, teneos firme, que empiezo a repartir.
        
Pero no fue necesario porque, comprendida al vuelo la situación, los hombres retrocedieron hacia las aceras y como por encanto se abrió un surco en la masa. Solamente Pepón quedó a pie firme en medio del camino, puesto en jarras y con las piernas abiertas. Don Camilo afirmó el pie del Crucifijo en el soporte y marchó derecho hacia Pepón. Éste se hizo a un lado.
      
— No me aparto por usted sino por él, dijo señalando el Crucifijo.
       
— ¡Y entonces quítate el sombrero!, gritó Don Camilo sin mirarlo.
       
Pepón se quitó el sombrero y Don Camilo pasó solemnemente entre sus hombres. Cuando llegó al dique se detuvo.
     
— Jesús, dijo en voz alta, si en este inmundo pueblo las casas de los pocos hombres de bien pudieran flotar como el arca de Noé, yo os rogaría enviar tal crecida que arrase el dique e inunde todo el pueblo. Mas, como los pocos hombres de bien viven en casas de ladrillos iguales a las de tantos canallas, y no sería justo que los buenos debieran sufrir por las culpas de los pillos del tipo del alcalde Pepón y de toda su chusma de bandoleros sin Dios, os ruego salvar al pueblo de la inundación y concederle toda clase de prosperidades.
     
— Amén, murmuró la voz de Pepón detrás de Don Camilo.
       
— Amén, repitieron en coro los hombres de Pepón, que habían seguido al Crucifijo.
      
Don Camilo tomó el camino del regreso y cuando llegó al atrio y se volvió para que el Cristo diese su última bendición al río lejano, se vio delante al perrito, a Pepón, a los hombres de Pepón y a todos los habitantes del pueblo. También al boticario, que era ateo, pero que, ¡caramba!, un cura como Don Camilo, capaz de hacer simpático al Padre Eterno, no lo había encontrado nunca.
    
Giovanni Guareschi
   

4 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Cuanto necesitamos ahora curas como Don Camilo!

Pehuen Cura.

Anónimo dijo...

Don Camilo cometió graves faltas. Su mayor pecado está confesado en este fragmento: haberse ido a los montes con los rojos a oficiar de partisano. Allí imperaba el crimen organizado mafioso orquestado por tripuntes y stalinistas. Todos gangsters y todos perversamente democráticos. Cuando bajaron de los montes se dedicaron a asesinar impunemente a hombres y mujeres. A algunos después de masacrarlos los colgaban cabeza abajo.

Con esa nefasta acción partisana Don Camilo ayudó a destruir la Italia católica y romana y consolidar el régimen masónico y corrupto que padece la repúbliqueta que en el pasado fue un imperio y que hace unos noventa años quiso reavivar su sueño de grandeza. Sueños truncados por los Pepone y también por los Don Camilo.

Quedaron tan moralmente destruidos los italianos que con inaudita hipocresía al día en que fueron invadidos por el hampa internacional lo festejan como Fiesta Nacional bajo el nombre de Día de la Liberación.

A pesar de ello N.S. Jesucristo en su infinitiva bondad y compasión le habla a Don camilo y para rehabilitarlo y que se gane el Cielo lo inspira a hacer cosas buenas.
Fernando José Ares

Martín Monedero dijo...

Excelente pasaje, como todos los de este libro.

Hacen falta curas así, pero también hacen falta laicos que escriban como Guareschi, ¿no?

Gracias por la publicación y sigan con el blog.

Anónimo dijo...

En la Argentina hay laicos y tambien sacerdotes que escriben como Guareschi. Sin ir mas lejos tenemos a Antonio Caponnetto y al Padre Alfredo Saenz.
Nuestro deber es difundir sus ideas, por la sublime causa de Dios y la Patria.