martes, 6 de abril de 2010

A 28 años del 2 de Abril


MI HOMENAJE PERSONAL
AL SUBTENIENTE OSCAR SILVA

Hacia fines del 2004, en una de las visitas habituales a la librería Santiago Apóstol, me llamó la atención un libro entonces reciente: “Malvinas: la última guerra romántica”. Su autor, un veterano de la contienda, el Teniente de Infantería Comando Dámaso Guillermo Soraires.

Adquirí la obra, publicada por Ediciones Camino del Bajo, y al llegar a la página 77, lo que empecé a leer me causó sorpresa, emoción, gratitud y un llanto contenido que todavía me asalta en cada releída.

Cuenta Soraires que el Teniente Frecha encontró el cuerpo sin vida del glorioso Subteniente Oscar Silva, caído en combate. En la chaquetilla de su uniforme de batalla había “una poesía que recordaba muy bien”, titulada “Maestro de Combatientes”.

Soraires agrega entonces, antes de proseguir con el relato, una evocación en prosa de unos versos míos que incluí en el prólogo que me pidiera para su libro el entrañable amigo Miguel Angel Ferreyra Liendo.[1]

La parte evocada en prosa es aquella que dice en el original:
“Que no me ofrezcan lo que nunca tuve
por compensar lo que nos han quitado,
el honor de decir: donde yo estuve
flamea un estandarte soberano”.
Acota al fin Soraires, que el Teniente Frecha llevaba consigo aquel poema postrero del Subteniente Silva, y al que el caído había titulado “Maestro de Combatientes”. Pero que él juzgó lícito hacerle un cambio, y así se lo comunicó a “un Oficial de Marina” a quien le narraba la muerte heroica de Silva.

El cambio se debía, según el Teniente Frecha, a que “ya no flamea el estandarte [en Malvinas], sino que hay que arrebatar el estandarte”.

Transcriptos los largos y vibrantes versos del Subteniente Oscar Silva —“composición actualizada” por el cambio de Frecha— “el Oficial de Marina manifestó su intriga por el título original del poema que los había motivado: Maestro de Combatientes. Frecha le responde que el subteniente Silva había abrevado para su formación en el Centro [de Estudios] Nuestra Señora de la Merced, donde había conocido al maestro de combatientes, un profesor de historia e investigador, que le decía que se podía perder una guerra poniendo a resguardo el honor de los protagonistas. Teniendo en cuenta esa premisa, además de renunciamiento y sacrificio, el profesor de historia le pedía a su discípulo que ante la contingencia de una guerra, al combatiente le era debido decir: «no me ofrezcan lo que nunca tuve por compensar lo que nos han quitado». Para poder decir, donde yo combatí sigue flameando un estandarte soberano”.[2]

He de vencer el natural pudor, y Dios no permita que sea pecando contra la humildad, para decir que ese “profesor de historia e investigador” que daba clases en el Centro de Estudios Nuestra Señora de la Merced, era yo. Quien repase la colección de “Cabildo” correspondiente a los años que giran alrededor de 1980, verá la sucesión de avisos convocando a los Cursos que entonces tuve a mi cargo. Precisamente, fueron los años en que el Subteniente Oscar Silva llegó desde su San Juan natal a Buenos Aires para incorporarse al Colegio Militar de la Nación.

Desde que leí esas páginas de Soraires no pocos sentimientos se me cruzaron al galope. Miento si no digo que el primero fue el legítimo orgullo, el manso y hondo consuelo de la recompensa espiritual, y el sobrecogimiento absoluto —un verdadero temor y temblor— ante la comprobación de que de los frutos de mi tarea docente se estaba dando testimonio. Pero inmediatamente mi memoria buscó entre esos muchos rostros de tantos alumnos antiguos, la cara del Subteniente Silva, su voz, su porte, su sencillez y su talante. La memoria quería volver por sus fueros para rendirle homenaje.

Un año antes de la aparición del libro providencial de Soraires, yo le había prologado a Alberto Mansilla su valioso ensayo “Argentina tiene héroes”,[3] uno de cuyos capítulos traza precisamente la biografía y la muerte en combate del legendario Subteniente Silva.

De modo que no me era ajena su figura, ni su trayectoria, ni su sacrificio paradigmático. Pero me era ajena la incomunicable conmoción de considerar que aquél, a quien conocí como alumno, conocía ahora como biografiado; que aquél, en suma, a quien traté como joven soldado, reconocía tras los años y la guerra justa, como héroe de la nacionalidad.

Y sobre todo, me era ajena la paradójica unión del gozo y del dolor, del honor y de la herida, de la satisfacción y de la pena, de saber que mi alumno —gallardamente muerto— había tenido la magnanimidad de dedicarme su poema. Pedí Misas por su alma, y fue lo mejor que supe pedir para él. Todo reconocimiento hacia su gesto me resulta insuficiente. No supe ni sabré nunca cómo agradecerle su discipulado, ratificado con la sangre; y la verdad es que, no habiendo derramado la mía en el Sur, no me siento merecedor de su gesto. Ni de ser calificado con el título de su poema.

El Subteniente Silva cayó bravamente en Tumbledown, como integrante de la Compañía Nácar, defendiendo palmo a palmo el suelo patrio ante la embestida invasora. Una ráfaga de fuego lo alcanzó en la cintura, la noche del 13 de junio, mientras se multiplicaba en órdenes y en brazos para que todos sus subordinados pelearan sin rendirse. Es probable que su último pensamiento estuviera centrado en “la primera verdad que es el Verbo”, según dejó escrito en su poema. Bienaventurado él, y los que con él, arrebataron el Cielo por asalto.

El Centro de Estudios Nuestra Señora de la Merced era una noble y resuelta iniciativa de Juan Carlos Monedero. Funcionaba en un modesto local rentado en la zona céntrica de Buenos Aires, a costa de austeridades compartidas, y no debo disimular la precariedad y la escasez de medios con la que nos movíamos. Tampoco la sencillez de aquellas clases mías, sin la pericia que suelen traer los años de carrera docente.

Sin embargo, la gracia de Dios, que desde el pesebre sabe hacer brotar lo grande de lo pequeño y la flor del lodazal, hizo el milagro de que en ese ámbito de estrecheces y de fervores nacionalistas católicos, y a pesar de mis limitaciones, se contribuyera a la formación de un héroe.

Quienes aún hoy nos dedicamos al magisterio, y estamos tentados a veces de maldecir nuestra suerte, de desesperar de la ausencia de frutos, de protestar por la indiferencia de quienes son nuestros alumnos, debemos pensar seriamente si detrás de esos jóvenes que se nos ponen en el camino, no hay un Subteniente Silva aguardando la noche de la próxima Reconquista.

Antonio Caponnetto

NOTAS:
[1] Miguel Ángel Ferreyra Liendo: “Romancero de la Guerra del Atlántico Sur”, Córdoba, Arpón, 1984.
[2] Dámaso Guillermo Soraires: “Malvinas: la última guerra romántica”, Buenos Aires, Camino del Bajo, 2004, páginas 80-81.
[3] Alberto Mansilla: “Argentina tiene héroes. Cinco semblanzas de la guerra de Malvinas”, Bs. As., 2003.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

El Subteniente Silva ya forma parte de las Milicias Celestiales, en compañia de Giachino, Estevez, Cisneros, Jukic y otros bravos.

Mucho le debe la Patria a hombres como el Maestro Antonio Caponnetto y sin duda la Gloria tambien lo espera.

Fernando José dijo...

Hermosa historia bellamente narrada. Despierta un aura de esperanza en nuestros corazones, Dios quiera que haya muchos subtenientes Silva en nuestros jóvenes, sean civiles o militares.

Porque Silva ya militaba en las filas de la Patria antes de ser militar, mientras otros, después de treinta años de servicios, no pasan de ser meros empleados públicos con uniforme.

Felicitaciones al "Maestro de Combatientes" que en este caso, y en innumerables otros mas, ha cumplido fielmente con su deber de argentino y patriota.

Ezequiel dijo...

No existe mejor adjetivo que defina a Antonio: "Maestro de Combatientes".
Gracias Antonio, de corazón.

Anónimo dijo...

Estimado Fernando: Ni siquiera merecen ser llamados empleados publicos, sino lacayos y chorros.

¿O alguien vio algo mas humillante que un Teniente General con el uniforme puesto, haciendo el papel de un mucamo descolgando un cuadro?

Capitan Pehuen Cura.

Ariel R.H. dijo...

Me causó una sensación extraña cuando el Dr. Caponnetto se refería a "la indiferencia de quienes son nuestros alumnos". Una verdadera pena. Si yo tuviera un maestro de esa talla, lo último que siquiera insinuaría transmitir es indiferencia. Por un misterio insondable, muchas veces Dios da de comer a quien no tiene dientes.

Fernando José dijo...

Estoy de acuerdo con Ud., estimado capitán Pehuen Cura, tuve un momento de prodigalidad.

Si en algún momento impera la justicia en la Argentina, habría que hacerles devolver los salarios que percibieron por una función que no cumplieron, entre otras medidas que habría que adoptar.

Es totalmente ilegal un pago sin causa.