FORMA DE GOBIERNO
Si algo debía suceder para que de un modo indubitable se supiera que gobierna una cuadrilla de inescrupulosos farsantes, al cierre del 2006 estalló el caso Gerez, grotesco compendio de montajes oficialmente tramados. Ninguna ruindad quedó fuera del chocante simulacro, al que procuran hoy, vanamente, poner encubrimiento y sordina. Hasta el despropósito de presentar un Kirchner que, al solo conjuro de su seseo disléxico, doblega a las fuerzas poderosas de la ultraderecha y a las desocupadas manos represoras. Bien dice Gómez Dávila entre sus punzantes “Escolios”, que “la prensa de izquierda le fabrica a la izquierda los grandes hombres que la naturaleza y la historia no le fabrican”. La severa realidad es que aún sureño y bizco —como el espía maldito de Sarumán de la saga tolkieniana— el Néstor no puede controlar siquiera los propios desaguisados que produce en mancomunión con sus esbirros.
Pero la módica y risible odisea del secuestrado alarife es apenas un síntoma más —bien que gravísimo— del abanico de mentiras con que la mafia gubernamental está dispuesta a consolidarse en el poder. Mentiras que, si las circunstancias lo imponen, sus fautores no trepidan en organizar, aún a costa de desapariciones, muertes o derramamientos de sangre.
En rigor, toda la impostura oficial y vertebral de los derechos humanos —de la que el caso Gerez ha sido como una pústula bochornosa— sólo puede sostenerse porque la multiplicidad de ficciones que la alimentan configuran la táctica de un Estado que, democracia mediante, como querían Marx y Engels, han tomado por asalto los criminales de guerra del terrorismo rojo.
Como de ser breves se trata, a dos reduciremos el catálogo de las indignantes patrañas. La una es jurídica y consiste en categorizar como crímenes de lesa humanidad a las batallas de las tropas regulares contra la guerrilla marxista, sustentada en el aparato homicida de varios poderes estatales extranjeros. Hasta un sirviente dócil de esta estrategia, como Moreno Ocampo, ha tenido que reconocer que a la luz del derecho positivo internacional vigente “los crímenes cometidos por la guerrilla deben ser considerados delitos de lesa humanidad” (cfr. “La Nación”, 8 de enero de 2007). La tardía confesión del siniestro oráculo debería girar el rumbo de las acciones. Nadie lo espere. Seguirán buscando culpables exclusivamente entre las Fuerzas Armadas.
La segunda tergiversación, y complemento necesario de la primera, es la vergonzosa torcedura de los hechos históricos acaecidos en las últimas cuatro décadas, centrada en un maniqueísmo irracional por el que los crápulas se tornan impolutos y sus contendientes, genocidas. Vocera y cómplice interesada de esta horrenda manipulación del pasado, la primera ciudadana envasada al vacío ha declarado en Francia, un reciente seis de febrero, que la represión a sus montoneriles y erpianos compañeros es el equivalente a un segundo holocausto. Desmadre verbal que salió a desautorizar el mismísimo presidente de la AMIA, el payo Grynwald, según consta en “La Nación” dos días después del desguace cristínico en París.
No hay que engañarse al respecto. Todos estos desafueros oficiales —gritos, crispaciones, puñetazos, bravatas, engañifas, ficciones, retos y estupideces sin par— no son sólo el fruto de almas mínimas y caletres podridos. Son una metodología de gobierno, un sistema de intimidación y amedrentamiento, un ensayo de terror psicológico y físico para garantizar la lenidad de sus actos y perseguir a quienes se le oponen. Son, en síntesis, una conjunción del embuste con el crimen, de la mordaza política con el vulgar apriete de los camorristas. Son la consumación de la amenaza como forma de gobierno.
De allí que sorprenda y duela la confusión de los buenos. Que es más extensa y honda de lo que quisiéramos. De aquellos que imaginan algún modo posible de pacificación, de diálogo, de entente o de concordia tendiendo generosas manos a estos hijos del homicida desde el principio. A los criminales sin arrepentimientos y sin enmiendas, lo justo no es ofrecerles o pedirles el perdón. Lo justo es castigarlos. El perdón implica la contrición del ofensor. Al siervo perverso, el rey de la parábola conocida como “El deudor sin entrañas”, le dijo: “Yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste” (San Mateo, 18, 21-35). Ni Dios mismo perdona al que no se arrepiente. Por eso ha señalado Santo Tomás en la “Catena Aurea”: “Quiere enseñarnos Dios que seamos fáciles en perdonar a los que nos han hecho algún daño, especialmente si nos dan satisfacciones y nos suplican que los perdonemos”. La encomiable disposición a la indulgencia tiene como límite el deber de que la maldad no quede impune y arrogante. De allí lo de San Agustín, explicando precisamente la prescripción evangélica de perdonar “setenta veces siete”: “cuando sea necesario, apliquemos la disciplina, no sea que abandonándola crezca la malicia y comencemos a ser acusados por Dios” (Sermones sobre los Evangelios Sinópticos, 83, 8).
No es un Pacto de la Moncloa lo que salvará a la nación. Es un pacto de honor con la memoria de aquellos que cayeron por Dios y por la Patria. Lleve los años que llevare la consumación de la justicia, que una nación no son cinco o seis décadas sino el sufragio universal de los siglos, como decía Vázquez de Mella. Queriendo rubricar este pacto exigimos desde aquí, juicio y castigo a los criminales marxistas, impunes hoy en el llano o medrando en el poder. Sólo entonces se cumplirá el mandato pendiente e irrefragable del plebiscito de los mártires.
Antonio Caponnetto
Nota: Este editorial corresponde al número 62, de febrero de 2007
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