jueves, 18 de septiembre de 2008

Teología de la historia


¿HAY QUE DESESPERAR?

El misterio de iniquidad está en marcha desde ahora”, le escribía San Pablo a la joven cristiandad de Tesalónica, hace veinte siglos.

Lector, que entiendes —no sin angustia— el significado actual de estas palabras del Apóstol, es para ti que he compuesto estos capítulos. Pero primeramente he compuesto para mí mismo estos capítulos de especulación y de exhortación.

No ignoro que es fácil perder pie, dejarse abatir al ver las potencias de apostasía universalmente invasoras que, a veces manifiestas y a menudo disfrazadas, se aplican por tantos medios en enceguecer los corazones, corromper las instituciones de la ciudad, y que han penetrado desde ahora hasta en el seno de la Iglesia de Dios.

Para no caer en el desánimo, para permanecer de pie y hacerles frente, he meditado de nuevo la enseñanza de la fe con respecto a la historia de los hombres, dejándome esclarecer y reconfortar por esa viva luz.

En esta reflexión teológica, he considerado primero un misterio central: desde la Anunciación y el Calvario, Pascua y Pentecostés, hemos entrado en la plenitud de los tiempos (Gálatas, IV; Efesios, I, 10). Es decir, que el Padre amó al mundo hasta darle a su propio Hijo Unigénito, y con Él, todos los bienes (San Juan, III, 16; Romanos, VIII, 32). Por otra parte, la Iglesia siempre santa está fundada, para siempre con sus poderes jerárquicos definidos e indestructibles, para hacernos participar de los tesoros inefables de sabiduría y de gracia que están escondidos en el Corazón del Señor Jesús.

El hecho de conocer esta primera verdad, nos pone al abrigo de las vanas ilusiones sobre las “superaciones” de toda clase, de las que tanto se nos habla hoy en día.

Como estamos en la plenitud de los tiempos, no tenemos el riesgo de superar la encarnación redentora; por el mismo motivo, no está en cuestión el liberar a la Iglesia de la constitución inmutable que el Señor quiso asignarle.

San Pablo, sin duda, libró a la Iglesia naciente del judaísmo, pero fue para permitir que la Iglesia se afirmase tal como es: Iglesia de Jesús y de la Ley Nueva, no una iglesia de la ley mosaica, que ha caducado para siempre desde el día de la Pascua y de Pentecostés.

Entonces, sería una siniestra broma emular, por ejemplo, a San Pablo, para pretender liberar a la Iglesia de no sé qué supervivencias arcaicas, cuando se sabe que estas supervivencias no son más que las estructuras de la Iglesia, queridas por el Señor: doctrinas definidas y sacramentos determinados. Esta broma siniestra tiene un nombre: es el ecumenismo posconciliar. Libera a la Iglesia del peso de veinte siglos de tradiciones, sobrepasa veinte concilios dogmáticos. Hace acuerdos (…) para que los dogmas sean igualmente aceptables por aquellos que creen y por los herejes, y para que los sacramentos sean intercambiables entre aquellos que creen en éstos —y para quienes han sido instituidos—, y aquellos que niegan su validez. Esta superación es un engaño.

La segunda consideración decisiva en una reflexión teológica sobre la historia es acerca de las realidades que se encuentran comprometidas en ella, sobre las sociedades de pobres humanos sujetas al desarrollo del tiempo. Primero, la ciudad de Dios, tal como Jesús la ha hecho para siempre: santa, inmaculada, invencible, destinada a serle configurada por la cruz y por el amor; destinada a llevar la cruz todo el tiempo que dure su peregrinación, pero igualmente segura de su victoria infalible, por la cruz.

Por otra parte, su enemiga irreductible, la ciudad de Satanás, con sus falsas doctrinas y sus prestigios innumerables; se ensaña contra la ciudad de Dios, pero sus tentativas se saldan siempre con sendos fracasos; las “ciudades carnales”, las patrias y las civilizaciones que, por definición no deben durar más que los tiempos históricos, tienen una finalidad terrenal, no son nunca neutrales: queriéndolo o no, están bajo la dependencia de la ciudad de Dios, o de la ciudad de Satanás.

Si aceptamos estas distinciones y si, por otra parte, reconocemos el estado de hecho que es el de la Iglesia y de la ciudad humana, estaremos inmunizados contra el milenarismo. En efecto, entenderemos que no vendrá un tiempo en que la Iglesia no contará más pecadores, que estará al abrigo de los traidores, que no tendrá que llevar más la cruz con su Esposo. Tampoco se levantará sobre las ciudades perecederas una aurora de paraíso terrenal; siempre, de una u otra manera, estarán inficionadas por los venenos diabólicos, que la Iglesia sin embargo, incansablemente se esforzará por curar, no cesando de inspirar su restauración conforme a sus leyes propias, en Cristo Jesús.

¿Por qué la duración de los tiempos, la sucesión de los siglos? En el interior mismo de esta plenitud de los tiempos en la cual hemos entrado para siempre, ¿por qué la continuación de la historia, las pruebas y las victorias de la Iglesia, los esfuerzos de la cristiandad? En vista del perfeccionamiento del Cuerpo Místico, para el bien de los elegidos, “propter electos”. A fin de que la Santa Iglesia alcance su perfección última por el número y el mérito de sus hijos; a fin de que los dones inagotables del Corazón de Jesús sean participados por los Santos hasta el día deseado en que ante la fidelidad de la Iglesia, consumida en las tribulaciones del final de los tiempos, el Señor haga cesar la historia, introduciendo a su Esposa en la Jerusalén celestial, encierre al demonio y a sus secuaces en el “lago eterno de fuego y de azufre, en el lugar de la segunda muerte” (Apocalipsis, XX, XXI).

Aunque haya una finalidad terrestre en la sucesión de los siglos: permitirle a la naturaleza humana que despliegue sus virtualidades en la obra de la civilización, sin embargo, esta finalidad permanece en un lugar secundario.

La finalidad suprema de la historia, aquella a la cual todo le está subordinado, no es temporal sino eterna: es la manifestación, por la Iglesia, de la gloria de Cristo y de la virtud de su cruz en todos los Santos y todos los espíritus bienaventurados.

Como el Señor quiso darnos la luz acerca de los últimos días, y las circunstancias extraordinarias que los ponen aparte, no nos hemos sustraído a mirarlas de frente.

Más que por el carácter extraño, temible, de estos años del ocaso definitivo, nos conmueve su carácter común con los siglos que los preceden y los preparan.

Estos años del fin vienen a injertarse en la plenitud de los tiempos, como los demás años, desde la Encarnación. El don que ha sido hecho al mundo por la Encarnación del Verbo no será retirado; el poder con el cual está revestido Cristo no será atenuado; el caballero del Apocalipsis que se lanzó como vencedor montando un corcel blanco seguirá recorriendo la tierra y llevándose la victoria (Apocalipsis, VI, 2).

Es por un designio de amor que el Señor quiere que su Esposa, la Santa Iglesia, sea configurada a su Pasión, que haga —en cierta medida— la experiencia de las tinieblas y de la agonía del Huerto.

Debe sentir a su medida, el alcance misterioso de este “sinite usque huc” (San Lucas, XXII, 51) que Jesús pronunciaba en su santa agonía.

Si el Señor quiso para su Esposa, en ciertas épocas, una experiencia más profunda de los dolores del Viernes Santo, es también porque quiso darle pruebas todavía más profundas de la eficacia de su poder y de la intensidad de su amor.

Y creemos que la Virgen Inmaculada, Reina de los Mártires y Madre de la Iglesia, nos rodea con una ternura tanto más fuerte, tanto más atenta, cuanto más y más seamos como niños hostigados y desamparados.

Pero la Virgen del Calvario, de la Asunción, de las grandes visitas milagrosas sobre nuestra tierra miserable es para siempre según la magnífica palabra de Pío XII: “La Virgen victoriosa de todas las batallas de Dios”.

Que estas reflexiones sobre la historia humana en presencia de Jesucristo, que es el Soberano Señor de ella, nos persuadan de que somos amados y guardados por Dios.

Que, a través de todas las contingencias de la vida y las vicisitudes del mundo, nos sea dado el ser vencedores en Jesucristo por su cruz.

“Diligentibus Deum omnia cooperantum in bonum”.

R.P. Roger Th. Calmel

Nota: Este texto es la introducción a su libro “Teología de la historia”, págs. 9 a 13, ed. DMM, año 1984.

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