VUELVA COMO SE
FUE
Cuando lo conocí
a “Marquitos” yo era muy joven (sólo ahora me doy cuenta), y él ya era un
personaje plenamente instalado en el mundo del Nacionalismo Católico. Era dos
cosas el susodicho, si de abreviar se trata. Un hombre de cuidado, por su
temeridad proverbial; y uno de esos varones en los cuales la anécdota suple a
la biografía. Porque hay casos en los cuales las leyendas oralmente
transmitidas desdeñan a sabiendas cualquier noticia escrita que pudieran
aportar los documentos.
Sin un tercer
dato, la etopeya de Marquitos –que sólo en diminutivo se nos permitía llamarlo‒
quedaría irremisiblemente incompleta. El hombre era “tomista” de estricta
observancia; y aunque no parecía ni lector ni amigo de Borges, es casi seguro
que a él le sopló al oído aquel fragmento de su Soneto al vino, que así dice: “El vino fluye rojo a
lo largo de las generaciones, como el
río del tiempo; y en el arduo camino nos
prodiga su música, su fuego y sus leones”. Sobre todo en este caso, los dos
últimos atributos.
Marquitos era Marcos Gigena Ibarguren. Patronímicos y
gentilicios competían en su nombre por darle lustre legítimamente patricio. Por
eso mismo no necesitaba hacer ostentación alguna. Era una heráldica viva.
En una de sus tertulias etílicas ‒que eran todas‒, Don Marcos
contó este episodio que –clarete más o tinto menos‒ decía lo siguiente. Cuando
tenía trece años –y tuvo que haber sido comenzando la década del cuarenta del
siglo XX‒ su padre le obsequió dos entradas para ir, junto con su hermanita, a
ver una película en “la matiné”; esto era entonces, recién pasado el mediodía. El
riesgo físico o moral que tal paseo podría significar en el Buenos Aires
antañón de otrora, resultaba menor, para que se entienda el contexto, al
peligro que pudiera correr hoy Leónidas pertrechado con sus Trescientos, si
saliera a comprarse una confitura a la vuelta de su casa.
Sucedió entonces que, el padre de nuestro protagonista, tras
haberle asignado la ropa adecuada que debería ponerse y colocado algún peso en
las faltriqueras, lo toma con sobreactuada fuerza de las solapas. Duele. Tanto
que lo obliga a erguirse en puntas de pie para amortiguar el forzado izamiento.
Y al soltarlo, acomodándole paternalmente el saco, tras una bofetada seca, de
lado a lado, lo mira tan fijo como penetrante para decirle con tono
intimidatorio: “¡Vuelva como se fue, y cuide a su hermana!”
El cuento no pasaría de su cauce costumbrista, si quien lo
contaba no nos hubiera extraído explícitamente la moraleja. Decía Marquitos al
terminar el relato, riéndose a dos carrillos: “¡Fue la única clase de educación
sexual que recibí en mi vida!”. Y aunque de averías el narrador, no podía
evitar un leve sonrojo al pronunciar el horrísono nombre de la materia mentada.
¿Cuáles fueron los contenidos de esa clase hogareña, que han
de tener hoy por salvaje, bárbara y cruel los cultores de la degeneración
cultural imperante? ¿Cuál fue el estilo con que se impartió en tan solo un
instante y que resultó indeleble para el destinatario?
Pues esa lección –lo supiese o no el paterno docente‒ estaba
claramente inspirada en los progymnasmatas
de la antigua Grecia. Esto es, en aquellos ejercicios retóricos, a través de
los cuales los jóvenes se adentraban en el arte de definir, discursear
verdades, defender los bienes, comprender lo real y descifrar las alegorías.
Catorce tipos de progymnasmatas llegó
a catalogar Hermógenes de Tarso, y entre ellos campeaban el proverbio, la
confirmación y la acusación.
‒ “Escuche hijo mío esta sentencia que le
indico. Dele credibilidad, pues pruebas sobran. Apostrofe a los falsarios;
vuélvase apologeta de la verdad. Y sello esta Praeexercitamina –es decir este ejercicio
preparatorio‒ con el rigor de mis manos sobre su gorguera porque no soy el
gramático Prisciano sino su padre. Aguante sin flojeras esta severa imposición
de puños y hágase gaucho, que es más que hombre, como enseñó Don Segundo Sombra”.
Así podríamos descifrar el cómo de esa
“única clase” que, para su gloria, recibió Marquitos.
El qué es todavía más relevante y
significativo. Y tiene dos momentos complementarios.
“Cuide a su hermana” es una proposición universal,
de inequívoco sello caballeresco. La hermana es la niña, la dama, la mujer, a
la que se ha de tratar con toda pureza, según enseña San Pablo en la Primera Carta a Timoteo (5, 1).
Es la que vive junto a nosotros, “paralela en el tiempo de la flor y la fruta”,
al buen decir de Marechal. Es la chiquilla de la que un día nos enteramos que
“entró la luna en su aposento”, y que tal misterio es posible porque en su alma
y en su cuerpo “están abiertos los balcones para aspirar el aire puro”.
Custodiar a la hermana es un tópico que se repite
en toda la historia. Como a la madre o a la huérfana o la viuda –y acaso a la
patria‒ carga el varón justo con el deber de velar por estas femineidades
arquetípicas, que coronan después en la manifestación esponsalicia. Mucho más arduo
aún el desvelo si esa femineidad está en agraz; si “cantado es su verdor, y la
niña entre alabanzas amanece”.
El recado primero que le dejó encargado a Marquitos
su severo padre, no era sólo singular y específico: vele por su hermana de
sangre, patio y cuna. Vele por el fruto de su misma madre, ahora que traspone
el umbral de la casa en que jugaron juntos. Se le pedía más. Por eso el
afectuoso gesto punitivo, la voz tonante y el cuello recibiendo la presión de
las manos: ¡sea un caballero!
Al fin de cuentas, gracias a la pedagogía de Don
Quijote, Sancho terminó llamando a su esposa Teresa, hermana mía. Como
llamó a la mozuela aquella –en aquel su primer pleito como gobernador de
Barataria‒ reconviniéndole fraternalmente que cuidara su cuerpo y su honra más
que a su bolsa. Era este mote fraterno, traslaticiamente usado, el eco lejano
que llegaba a las costumbres cristianas, de aquella voz inspirada del Líbano
que, en el Cantar de los Cantares, al modo de una anáfora, insiste en
llamar a la esposa: amada mía, hermana mía, ven.
El segundo momento de la lección paterna dada a
Marquitos era genuinamente tomista, sin ironías ni juegos de palabras. El eterno binomio del exitus-reditus
(emanación-retorno), con que el buen Aquinate explica la Historia o aplica a la
comprensión de la
Trinidad. En muchos pasajes de su obra aparece –no sin
antecedentes, claro, en ciertas fuentes antiguas‒ aunque nos viene ahora a la
cabeza el Comentario a las Sentencias: exitus a principio et reditus
in finem.
Don Marcos cumplía trece años y emprendía su exitus.
Su tránsito de la infancia hacia la región jocosa y doliente, áspera y
divertida, pero dificilísima siempre, de la adolescencia humana.
Como el del eterno femenino tutelado por el
caballero, el tema del viaje es otro tópico, que el buen rétor sabía usar en
sus ejercicios. La literatura abunda en ejemplos, y nos quedaríamos cortos
citando a Homero, a Virgilio, a Dante, a Chesterton, Saint-Exupéry o Tolkien. O
los Relatos de un peregrino ruso, dictados tal vez desde los hondones mismos
del Monte Athos.
El viajero cristiano, en un sentido, tiene que volver
como se fue: fiel a sus raíces, leal a su cepa, pío ante sus antepasados y
devoto frente a sus lares. Y en otro sentido debe volver distinto y mejor, si
ha viajado bien y con aplomo. Debe tornar pulido, acerado, ascético, purificado
en la travesía, limpio de andares exigentes y templado a fuerza de tantos itinerarios escarpados. Cada quien tiene su
propio camino de Santiago, aunque no se haga en la geografía sino en el
espíritu.
No sabemos si este cuento de Marquitos es verídico,
o fruto de un magín bañado en Chivas Regal. Para el caso da lo mismo, porque
las consecuencias que de él se derivan son invariables y confortadoras.
Por eso, cuando vemos que hoy se empapelan
impúdicamente las calles de la ciudad, las escuelas, las plazas y hasta ciertas
parroquias, con cartelones degradantes e infames, en los que el gobierno les
dice a los chicos de trece años ‒¡justo a esa edad!‒ que están autorizados
legalmente a pecar, a contraconcebir, llegado el caso a abortar, a traicionar
su naturaleza y al Autor de la misma que es Dios.
Cuando vemos el frenesí demoníaco puesto por los
políticos para que nuestros jovencitos pierdan cuanto antes, ya no la
virginidad sino el sentido mismo del Orden Natural, nos asaltan las ganas de ir
casa por casa a repetir la didáctica del bofetón preventivo y del doble grito
de guerra: Varón, cuide a su hermana y vuelva como se fue. Merecedor de ser
llamado caballero. Mujer: preserve su
honra y exíjasela al hombre que va a su lado. Adolescentes de trece años,
desoíd las convocatorias verracas de los poderes mundiales, enarbolando el alegre
orgullo de proclamarse castos.
Si los hombres y las mujeres vuelven como se fueron
y mejor que como se fueron. Si la casa es umbral y pórtico, pero a la vez
malecón, muelle, vaguada y puerto de anclaje seguro. Si queda todavía un revés
paternal dado a tiempo, y una madraza ejemplar mitigando durezas; entonces
habrá esperanzas. Será la tarde y la mañana del Sexto Día. Después será el
sosiego de Dios y la salvación de las creaturas.
Antonio Caponnetto
1 comentario:
Magnífico, Antonio. Qué bien hace oir - leer - sobre el tema con las palabras cristianas, sin las porquerías habituals. Gracias.
Publicar un comentario