Breves
ELOGIO DE LA CIGÜEÑA
“¡Alta va la cigüeña, niños…
Tan
alta ya, se borra en el azul.
Un premio al que antes la descubra!
(Gerardo Diego)
No parecen atemorizarse ante presencias humanas, pero algo les otorga
una armónica alianza de confianza y prevención. Porque conviven con nosotros, es
cierto; pero se instalan a la vez en chimeneas, campanarios o cúpulas; recodos
todos visibles pero de difícil acceso a las humanas artrosis.
Desde lo alto otean, vigilan, contemplan. Descubren.
Se sabe que son monógamas y fidelísimos tanto el macho como la hembra y
por ende familieros; que migran con sus crías en búsqueda de climas siempre
benignos; y que regresan a los sucesivos pagos cuando en estos reaparece el
sol, venciendo la frigidez del invierno.
Aceptan conformarse con un nido austero y sólido, mientras tenga vista
al cielo rampante; en lo posible sin cableados, aunque a ellas tal vez les
parezcan pentagramas.
Las jóvenes cuidan de las viejas, sobre todo, porque parece inexorable
que les sobrevenga la ceguera. Y hasta una ley de la antigua Hélade –la pelárgica, porque pelargos significa
cigüeña‒ instaba a los retoños a tutelar a sus progenitores en la ancianidad y
en la decrepitud, a emulación de los zancudos.
Nosotros lo sabemos pues se lo escuchamos cantar a Martín Fierro:
“La cigüeña cuando es vieja,
pierde la vista, y procuran,
cuidarla en edad madura,
todas sus hijas pequeñas.
Aprendan de la cigüeña,
este ejemplo de ternura”.
Recíprocamente, los padres, tutelan a sus vástagos hasta bien crecidos
en edad. No concebían el abandono de los que estaban unidos por la misma
sangre. Quizá por eso los viejos romanos tomaban a las ciconias como símbolo de fertilidad, y esperaban su retorno para
plantar la vid. Que es como esperar al alba para entonar antiguas laudes.
El profeta Jeremías reprochó la incomparecencia y la ignorancia del
pueblo del Señor, comparando a sus miembros ingratos con la lealtad de la
cigüeña “que bien conoce sus tiempos señalados” (Jeremías, 8, 7).
Si anidaban en la proximidad de una casa, la casa se volvía fecunda como
un vergel tras una lluvia copiosa. Aves de buenos agüeros: así pasó a la
historia, tras integrar la leyenda. Los niños nacían cuando ellas tornaban tras
sus migraciones; o acaso dejaban el exilio para que las madres alumbraran.
Mitologías, claro. Aunque unánimes relatos procesionan por innúmeras culturas.
Esopo las convirtió en protagonistas benévolas de algunas de sus
fábulas. Y en los bestiarios medievales se las representaba con nobleza,
aplastando una serpiente. Algunos escudos la incorporaron orgullosamente a las
categorías heráldicas. Hasta el férreo Odón, obispo de Túsculo, alguna vez,
según se cuenta, instó a considerarlas buenas compañías.
Nadie empardó el encomio de Alejandro de Mindo –mitad zoólogo, mitad
adivino de la helenidad remota‒ según el cual, cuando las cigüeñas llegan a la
senectud, pasan a las misteriosas Islas del Océano, en las cuales –como premio
a sus virtudes‒ se convierten en “hombres piadosos y justos porque en ninguna
otra parte bajo el sol, podría subsistir tal raza". Claudio Eliano
–retórico descollante bajo Septimio Severo‒ que trae la cita en su tratado Sobre la naturaleza de los animales, jura
que es cierto. Y no andamos de humor para discutirle.
Pero hubo que esperar al siglo XIX para que el danés Hans Cristian
Andersen le atribuyera a la ya insigne zancuda la nobilísima misión de traer
los hijos al mundo. Está en su cuento Las
Cigüeñas –de a ratos macabro, como la mayoría de los suyos‒ pero que en un
pasaje pone en boca de la gran zanquilarga madre esta promesa: “Sé donde se
halla el estanque en que yacen todos los niños chiquitines, hasta que las
cigüeñas vamos a buscarlos para llevarlos a los padres. Los lindos pequeñuelos
duermen allí, soñando cosas tan bellas como nunca mas volverán a soñarlas.
Todos los padres suspiran por tener uno de ellos, y todos los niños desean un
hermanito o una hermanita. Pues bien, volaremos al estanque y traeremos uno
para cada uno de los chiquillos que se portaron bien”.
Una pintura de Carl Spitzweg no desmiente a Andersen; y otra posterior
de Józef Chelmonski, da ganas de
sumarse al dúo de campesinos o labriegos, para verlas sobrevolar el horizonte
en blancas bandadas.
A esta altura del encomio, que
detenemos por mesura más no por falta de motivos, se preguntarán algunos a qué
viene esta ponderación súbita e impensada del cósmico cigüeñal.
Es que ante la afrentosa degeneración
de niños y jóvenes, programada y ejecutada por la ESI como abyecta política de
Estado. Pero también ante el maloliente espectáculo de los padres sinodales
jugando al pansexualismo freudiano con los jóvenes, a instancias de Bergoglio.
Pero también asimismo ante la espantosa confusión de tantos bienpensantes, que
aceptan la educación sexual, como si ella no fuera ya esa “peligrosa pretensión
e indecorosa terminología”, que denunciara Pío XI. Pero también igualmente ante
el engendro de tres Comisiones Episcopales, que en su Declaración del pasado 26
de octubre manifiestan aceptar “la perspectiva de género como categoría útil de
análisis cultural”, llegando a honduras especulativas jamás vistas como cuando
concluyen que “no es el color del vestido el que los hace mujer o varón” a los
niños. Pero también, y por último, ante la estulticia de tantos catolicones,
que hasta ayer nomás prendían velas a Jansenio y ahora se vanaglorian de que
sus hijos, ya en salita de dos, saben el nombre técnico de los genitales y de
las cópulas humanas.
Ante todo esto y tanto más, me digo
si no ha llegado la hora de preferir a este logos
cochambroso e infame, el maravilloso mito de la cigüeña portadora de chicos a
cada casa, a cada esposa encinta, a cada varón conceptivo y fértil.
Y caminar barrios, jardines o plazas,
diciéndoles a los pequeños junto a sus madres grávidas que un ser alado les
dejará muy pronto en el umbral, sobre un cestillo aloque o zarco, el hermano
que tanto anhelan, para compartir travesuras y travesías.
Si no ha llegado el tiempo de
recuperar candores, misterios, inocencias, purezas: la doncellez fundante. Si
acaso no es preferible imaginar aves con picos de cuna que conocer el oficio de
los obstetras. Si no debemos ofrecerle a la infancia las palabras luna, carillón,
crepúsculo y nacimiento, antes que estrógeno, progesterona o misoprostol. Si no
debemos entender de una vez que “tan sólo en Cristo se puede educar el cuerpo
para el alma, y el alma para Dios y para el prójimo”.
Ya estamos escuchando a los orcos
racionalistas gruñir sobre los derechos de la ciencia biológica y los no menos
derechos de los educandos a escudriñar sus aparatos reproductores desde el
momento de la lactancia. Son los que menos nos preocupan, y hasta nos place
irritarlos con este panegírico anacrónico de las afables cigoñinas.
Lo que peor nos ponen son esos
cristianos negociadores, contemporizadores, protestones del mal absoluto, que
por grotesco y sucio no pueden sino advertir; pero propagandistas de otras
tantas confusiones que propalan con aire docto y piadoso.
Sería bueno que entendieran que este
problema sólo admite una solución: la educación de las virtudes; y
específicamente, las de la castidad, la virginidad, el pudor y la templanza. El
ámbito propicio para ello fue siempre la morada, la casa solariega. Sólo por
extensión el aula, en tanto ella sea ese thíasos
del que hablan los textos platónicos: una cierta comunidad sacral, litúrgica,
cuasi monástica en su estilo.
La solución, lo reiteramos, está en
la familia. Donde los hijos sanos ven a sus padres compartir el lecho presidido
por el crucifijo; e intuyen primero y saben después que allí, y no en camastros
villanos, se aman sacramentalmente en cuerpo y alma. Detalles y minucias tienen
su tiempo de llegada. Pero antes debe llegar el ejemplo del tálamo
esponsalicio.
Si la escuela quiere heredar este
legado y enseñar al respecto lo que cuadre, primero deberá ser garantía de que
se comportará como delegada de la misión paterna.
Entretanto que vuelen las cigüeñas.
Que si vienen de París, despeguen del rosetón de Notre Dame; si de la Madre Patria, de Cáceres, si
del solar criollo, de algún peñasco de los Andes. Que cada hombre recuerde al
niño crédulo que fue traído por ella. Y cada niño sepa que crecerá añorándolas,
como añoran los arenales la mojadura del mar.
Le cedemos al final, como al
principio, la palabra sonora y bella a don Gerardo Diego:
“Cigüeña, vieja amiga de las ruinas, la del pico de
tabla y el vuelo campeador.
Cigüeña que custodias las glorias numantinas. Cigüeña de las peñas de Calatañazor.
Yo soñaba contigo… Tú eras entonces milagrosa y buena,
hada madrina de los campanarios.
Cuando la nube amaga y la tormenta truena guardabas del
pedrisco los tesoros agrarios,
y así siempre te busco cuando voy de camino y detengo mi
ruta para verte volar,
y te envidio, cigüeña, tu bifronte destino, tus
inquietudes nómadas, tu constancia de hogar”.
Antonio Caponnetto
No hay comentarios.:
Publicar un comentario