LA
REPÚBLICA LIBERAL
La
República Liberal, tal como la conocemos y la padecemos, nació entre nosotros
en la batalla de Caseros, es decir, con el triunfo de una facción sobre otra y
sobre la Nación misma. Esto se ha dicho aquí, en estas páginas, y si lo
recordamos ahora no es sólo porque cada tanto conviene recordar las claves
ocultas de la historia y de la estructura del país sino porque ese dato
adquiere una vigencia vital en estos días; sin él se corre el riesgo cierto de
entender nada del presente. Y no en balde el liberalismo victorioso ocultó y
deformó el pasado a sabiendas, ya que de esa manera conseguía disimular las tendencias
y las fuerzas que ponía en marcha con su triunfo, es decir ocultar las claves del
futuro ‒que es nuestro presente‒ al que forjaba a partir de ese momento.
El
hecho fundamental, esencial, básico, ineludible ‒casi decimos único‒ que constituye el centro de nuestra historia moderna y
sin el cual no se puede entender nada de lo que ocurrió después y de lo que
ocurrirá mañana, es que la Nación tal cual quedó forjada y conformada en
Caseros fue ‒nada más pero tampoco nada menos‒ el
triunfo de una facción, de una parcialidad sobre la totalidad. El Estado que se
engendró de la ocupación del poder ‒del poder social primero, y político y jurídico
posteriormente‒ no pudo ser sino éste que vemos y que nos tiraniza con
implacable impiedad. Los males de la Nación provienen de la malformación del
Estado y ello ocurre porque, en general, éste ha actuado siempre en beneficio y
al servicio del partido vencedor.
¿Cuál
es la función del Estado en las sociedades modernas? Las naciones son
pluralistas ‒en el sentido que engendran y conservan en su interior
energías y factores diferentes, a veces diversos y otras opuestos‒ y, por
lo tanto, requieren de una fuerza centralizadora ‒que a la
par debe ser también organizadora y arquitectónica‒ que
coloque aquellas energías y aquellos factores en armonía entre sí y en orden al
bien común; la idea de bien común supone y reclama la noción de unidad a la que
debe reducirse, sin destruir, la inmensa y diversa complejidad que integra el
organismo social.
El
Estado, entendido en una generosa perspectiva de unidad, integración y
totalidad, es no sólo el órgano del bien común sino de la afirmación de la
comunidad ante el exterior pero, antes que esto o simultáneamente, por sobre
sus divisiones interiores. Es, por lo tanto, el órgano de la continuidad en el
espacio (frente a los enemigos exteriores) y en el tiempo (frente a las
parcialidades internas). Es y representa el triunfo del todo sobre la parte, de
la realidad sobre la imagen, de la Patria sobre la clase y el partido.
El
Estado no es la Nación porque la Nación es más, pero la representa, la
defiende, la prolonga y, de alguna manera, la encarna. El Estado, entonces, tiene
una necesidad, una vocación y una inclinación de totalidad ‒que
políticamente quiere decir de unidad‒ (por favor: que ahora no nos venga algún imbécil a
hablar de totalitarismo). En consecuencia, nada repugna más a la esencia de
Estado, nada contradice más su función, nada deforma más su realidad, nada desnaturaliza
más su sentido, nada infertiliza más su estructura, que la reducción del todo a
una parte y de la Patria al partido o a la clase. Esto es lo que se propuso y
obtuvo el liberalismo en Caseros y desde entonces hasta hoy.
El
Estado ha sido ocupado por el liberalismo, lo que ocurrió con la ocupación de
Buenos Aires por las tropas de Urquiza en 1852 y de la Confederación por las de
Buenos Aires en 1860; el estatuto de esa victoria fue fijado en la Constitución
de 1853 que aún nos rige y cuyo sentido y propósito no es el asegurar la
convivencia entre los argentinos sino fijar el sistema jurídico de la derrota
nacional, así como tampoco es el de determinar la forma jurídica del Estado
sino el de afianzar la preeminencia del partido liberal que desde entonces
reina de un modo incontrastable. Así, la Constitución hace imposible al Estado.
El
partido liberal utiliza al Estado contra la Nación para doblegarla; con ello
deforma y destruye al Estado mismo, que es utilizado en contradicción con su
naturaleza, misión y deber. No es raro que un Estado así de contrahecho sea tan
débil y fracasado como éste que nos ha llevado al borde de la disolución. Por
supuesto, no admite (no puede admitir) la presencia ni la rivalidad de ningún
otro partido ni sector y sólo tolera sus propias variantes. El partido
unitario, terrible vencedor en Caseros, reaparece en Alfonsín, por ejemplo, con
la misma legitimidad con que lo hizo en un Roca o en un Alsogaray; y no de otra
manera. Urquiza encuentra su actualización en un Videla, bien que bajo otro
temperamento más atosigado y quejumbroso, y también más casto en nuestro
general sin batallas del siglo XX.
El
liberalismo, comenzando en Caseros, ha obligado a las Fuerzas Armadas a
comportarse como policía y como tropa de ocupación, lo que no es menos
contradictorio ni destructor que el sometimiento del Estado. No es casual ni
asombroso (ni menos aún inédito) que el Proceso de Reorganización ‒el
gobierno de las Fuerzas Armadas‒ se haya dedicado a devastar al país a través de la
metodología de Martínez de Hoz, un hombre tan cruel como Alberdi, o como el
cura Agüero, aunque no tuvo necesidad de fusilar a Dorrego.
Como
observara Thierry Maulnier, una Nación sólo puede subsistir si consigue afirmar
su unidad interior, que es lo mismo que colocar al país ‒que es
una totalidad‒ por encima de sus fragmentos. Una Nación sometida al
Estado y un Estado sometido a una parcialidad, son dos momentos de la destrucción
y de un proceso antihistórico que la Argentina moderna vive desde su creación,
cuando un militar bonapartista la fundó con el apoyo de las bayonetas
brasileñas. Es que la Argentina moderna fue fundada por sus enemigos y
sostenida por ellos.
Álvaro Riva
Nota:
este artículo ha sido tomado de la Revista “Cabildo”, segunda época, año VIII,
Nº 69, del 10 de noviembre de 1983, págs. 27 y 28.
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