SENTIDO HISTÓRICO DE
LA LABOR EVANGELIZADORA
LA LABOR EVANGELIZADORA
La impotencia de los penates de la historiografía americana para comprender la esencia misma de la conquista espiritual del continente, es el resultado de considerar a la religión como un hecho separado de la vida. Para aquellos escritores, la labor misionera pudo ser considerada como un hecho desprendible de la realidad integral de la conquista, y ésta pudo ser exactamente lo que fue, y la colonización no otra cosa que lo que alcanzó a ser, con evangelizadores, o sin ellos. A lo sumo, para alguno más “progresista”, lo misional no fue sino expresión del secular “atraso de España”, cuando no un medio de sojuzgamiento de imaginarios propósitos libertadores. No cayeron en tal punto de vista por aceptar que las superestructuras sociales, éticas e intelectuales son reflejo de los movimientos de la estructura económica, especie de supremo hacedor sin alma, ni sentidos ni conciencia.
¡No! para desprestigiar y poner en evidencia lo sagrado y lo tradicional en la historia no hubieron de caer en las redes de la dialéctica marxista pues, hijos del pensamiento francés de los siglos anteriores, les bastó con actuar como apóstoles de una supuesta ley del progreso, en virtud de cuya presencia todo el proceso histórico consistiría en destruir lo que existe para colocar en su lugar algo nuevo.
“El progreso, desde el punto de vista positivo, ha dicho Berdiaeff, consiste en que, a través del hombre, una generación cede su sitio a otra, elevando la Humanidad hasta unas alturas extrañas que yo en vano trato de concebir; la Humanidad avanza, avanza siempre, hacia un estado superior con respecto al cual todas las generaciones presentes son siempre eslabones sin ninguna finalidad propia. El progreso transforma a cada generación humana, a cada individuo y cada época histórica en un medio, en un instrumento para alcanzar un fin que consiste en la perfección y la bienaventuranza del hombre futuro, en la que ninguno de nosotros tendrá participación alguna”.
Fue ese progresismo el que trató de eliminar de la historia americana todos los elementos tradicionales, sin los cuales “lo histórico” deja de existir, pues el “progreso” —no sabemos por qué curiosas secreciones mentales— es enemigo de Dios, o Dios enemigo del progreso; y el hacer historia se transformó en informar, periodísticamente, de lo que había sucedido antes de nosotros, mediante una selección crítica cuyos mayores éxitos se lograban cada vez que se podía exhibir algún acto contrario a la religión, y, por consiguiente, destinado a acelerar el proceso progresista de esto pueblos.
La concepción cristiana, que vive de la esperanza de una felicidad común a todas las generaciones, puesto que todos pueden ser salvados, es diametralmente opuesta al progresismo. Todavía se pueden leer las obras de aquel Padre Vitoria, defensor ejemplar de América, en las que se lo advierte afanado en buscar la conciliación entre la predestinación divina y los méritos del hombre, porque no creía que sus semejantes hubieran sido concebidos para el mal, y convencido de que la salvación —próxima o remota—, había de llegar a todos, sobre todos volcó la dulzura de la esperanza con su doctrina de la gracia. Y es, justamente, el sello característico de la conquista de América el que sus misioneros trajeran esa doctrina. Si los españoles de la conquista hubieran creído que las generaciones sólo son medios instrumentales para realizar, en un futuro incierto, incomprensible e inimaginable, la felicidad de unos hombres que no podemos determinar, no habría sido por cierto lo que fue; no habría habido problemas de conciencia en el ánimo de sus reyes. Sólo porque creían en que la salvación está al alcance de todos, es porque dieron un sentido misional a la tarea que la Providencia puso en sus manos.
Si hacer historia de América no tiende a conocer las realidades espirituales de los hombres de América, es que se trata de una labor inútil y sin objeto. Conocer la forma de la nariz de Cleopatra podrá ser un elemento de curiosidad, nunca de juicio. Si el hombre es inseparable de la historia, es porque la historia se mueve alrededor de hechos concretos desarrollados dentro de los marcos de la tradición. Lo que a la tradición escapa deja de ser histórico.
El misionero que llega a América trae algo más que la materialidad del catecismo; algo más que las ceremonias sacramentales; trae, a un mundo estático, con un sentido inmanente de la vida, los elementos liberadores que habrán de darle conciencia histórica. Porque esa conciencia surge en los pueblos con el cristianismo, pues es con él que los hombres adquieren la posibilidad de concebir horizontes trascendentales y se libran de la sumisión a la naturaleza circundante.
Cuando el cristianismo, por la Redención, libera al hombre en la resolución libre del destino humano, lo histórico aparece; porque recién el hombre es librado de la naturaleza. Por eso, la labor misional no es un episodio religioso, aislado del resto de las realidades pasadas, presentes y futuras de América, para comenzar por ser, en cuanto a las razas aborígenes del continente, un adquirir el sello del alto origen divino del hombre. Un colocarlo en el centro de la creación. Tarea que sólo es posible cuando se tiene en alta estima al espíritu humano.
Esa manera de ver y de sentir está encarnada en aquellas reales cédulas por las que los reyes de España estimaban que perder el alma era más grave que perder la conquista misma; lo está en aquella respuesta de Felipe II a los consejeros que le hablaban del mucho dinero que constaba la conquista de Filipinas, diciéndoles que lo que se debía tener en cuenta no era el interesse sino los universales, es decir, los principios mismos de la fe que ordenaban salvar el alma de los semejantes en peligro de perderla.
El catolicismo, en su acción contra los elementos humanos puramente naturales, rebasó siempre, y ello era lógico, lo estrictamente humano. Las prácticas del culto son sólo una faz de su acción. Emprendió, además, la inmensa labor de construir una cultura con sentido universal que respondiera a su dinamismo liberador. Y es así como tiene una posición ante todos los problemas de la vida, y porque la tiene es la suya una postura de evidente sentido ético. El misionero no se conforma con bautizar a los naturales, ni con que crean en el misterio de la Eucaristía, sino que, además, los habilita para enfrentar la vida, y les da normas para vivirla; no hacen cultivar los sacramentos como una imposición, sino como un acto de libertad, determinado y controlado por la propia conciencia. Los obispos no cuidan sólo del ornamento de las iglesias o de la grandiosidad de los actos religiosos, sino que intervienen en la vida civil y crean, cada uno a su alrededor, núcleos de vida social propia.
Por eso no hay un hecho económico, social, político o intelectual en la vida de la colonia, en el cual la Iglesia no se encuentre presente. Y los alcances reales de esa presencia no pueden ser valorados cuando se considera al hombre como un mero instrumento en el proceso de la formación de nuevos fundamentos sociales; no puede entenderse a través de humanismos que en el afán de superar al hombre lo niegan, o de él reniegan; no pueden comprenderse sino cuando se percibe el verdadero significado histórico del cristianismo, que no es otro que el de ser una doctrina de amor a los hombres, porque es un Dios-hombre el que muere en la cruz para redimir a sus semejantes, y en su sangre redentora la que devuelve al hombre la libertad, lo libra de las potencias naturales inferiores y le da la conciencia de su grandioso origen.
Cuando todo eso se percibe y se comprende, se advierte que la verdadera historia de América es la de su conquista espiritual; y cómo ella no fue un mero episodio religioso o el aspecto religioso de un hecho más importante, sino la formación misma de lo que la historia de América tiene de tradicional y, por consiguiente, de irrenunciable.
Vicente D. Sierra
(Tomado de su libro “El sentido misional de la Conquista de América”)
(Tomado de su libro “El sentido misional de la Conquista de América”)
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