domingo, 18 de agosto de 2013

Sermones y homilías


DECIMOTERCER DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Gálatas, 3, 16-22: A Abraham y a su descendencia fueron dadas las promesas. No dice: Y a sus descendientes, como si se tratase de a muchos, sino como a uno. Y a tu descendencia, el cual es Cristo. Digo, pues, esto: un testamento ratificado por Dios, no lo hace nulo la Ley que es hecha cuatrocientos treinta años después, de manera que deje sin efecto la promesa. Porque si por la Ley es la herencia, ya no es por la promesa. Y sin embargo a Abraham se la dio Dios por reiterada promesa. Entonces ¿para qué la Ley? A causa de la transgresión fue puesta, hasta que viniese el descendiente a quien se le hizo la promesa, ordenada por ángeles por mano de un mediador. Mas no hay mediador de uno solo. Y Dios es uno solo. Luego ¿la Ley es contra las promesas de Dios? De ninguna manera. Porque si se hubiera dado una Ley capaz de vivificar, realmente la justicia procedería de la Ley. Pero la Escritura lo ha encerrado todo bajo el pecado, a fin de que la promesa fuese dada a los creyentes por la fe en Jesucristo.


San Lucas, 17, 11-19: Y aconteció que yendo Jesús a Jerusalén, pasaba por medio de Samaria y de Galilea. Y entrando en una aldea, salieron a Él diez hombres leprosos, que se pararon de lejos. Y alzaron la voz diciendo: Jesús, maestro, ten misericordia de nosotros. Y cuando los vio, dijo: Id y mostraos a los sacerdotes. Y aconteció, que mientras iban quedaron limpios. Y uno de ellos cuando vio que había quedado limpio volvió glorificando a Dios a grandes voces. Y se postró en tierra a los pies de Jesús, dándole gracias; y éste era samaritano. Y respondió Jesús, y dijo: ¿Por ventura no son diez los que fueron limpios? ¿Y los nueve dónde están? ¿No hubo quien volviese, y diera gloria a Dios, sino este extranjero? Y le dijo: Levántate, vete, que tu fe te ha hecho salvo.


Con los textos de este Domingo, vuelve a plantearse hoy otra vez, como en el Domingo Undécimo, el problema de la Fe; esta vez desde el punto de vista de las relaciones entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. En realidad, es una cuestión que gira toda entera en torno al mismo Cristo, el Mesías prometido. Se trata de saber, en efecto, si nuestra salvación eterna depende sólo de Cristo (es decir, de Cristo en, con y por la Iglesia por Él fundada) o si, al lado y por encima de Cristo, produce también la vida la Ley de Moisés, es decir, el Antiguo Testamento; y, por consiguiente, si éste conserva todavía su valor y su fuerza obligatoria.

La Santa Iglesia, por medio de su Liturgia, da a esta cuestión una respuesta tajante, categórica: ¡Cristo, sólo Cristo! Sólo en Él está la salvación. En la Epístola de hoy nos dice San Pablo que las promesas fueron hechas a Abrahán y su descendiente. Este descendiente no puede ser Moisés, es decir, el Antiguo Testamento, porque la Ley mosaica es incapaz de perdonar el pecado y de dar la vida de la gracia. Solamente Cristo puede cumplir las promesas de vida, y sólo los que creen en Cristo pueden participar de esas promesas y de esa vida.

Las promesas fueron hechas a Abrahán y a su descendiente. He aquí las promesas: Deja tu patria y tu familia. Abandona tu casa y vete a la tierra que yo te indicaré. Quiero hacerte tronco de un gran pueblo y te bendeciré copiosamente; en ti serán bendecidas todas las naciones de la tierra.

Abrahán espera su descendencia durante largos años y sólo en su edad avanzada es cuando le nace su hijo Isaac, el hijo de la promesa.

Pero, poco después, el padre es obligado a sacrificar a Dios sobre el Monte Moria a su hijo. Así se lo ordena el mismo Dios. Abraham obedece. Ya fulgura en el aire el cuchillo que va a degollar a Isaac; pero, en este mismo instante, Dios se interpone y retiene el brazo del padre. En lugar del hijo le manda sacrificar un carnero que Él mismo le proporciona allí mismo.

Ahora el Señor vuelve a renovar su promesa al obediente Abraham: Puesto que tú, por mi Nombre, no me has negado a tu propio hijo, yo te bendeciré grandemente. Por haber obedecido mi mandato, serán bendecidas en tu descendiente todas las naciones de la tierra.

Como advierte San Pablo en la Epístola de hoy, Dios no dijo: En tus descendientes, en plural, como si fueran muchos, sino que dijo: En tu descendiente, en singular.

Pues bien: este único descendiente de Abraham, en el cual serán bendecidos todos los pueblos, en el cual encontrarán su salud, su vida y su redención todas las generaciones, no es otro, no puede ser otro que Cristo. Sólo en Él residen la salud y la gracia sobrenaturales. Todos pecaron, lo mismo los judíos que los paganos, para que así la promesa, es decir la redención prometida, fuese comunicada solamente a los creyentes, a los que tuviesen fe en Jesucristo. El que creyere y fuese bautizado, se salvará. El que no creyere, se condenará...

Ahora bien, cuando Jesús, el Mesías prometido, el descendiente de Abrahán, el depositario de las promesas, se dirigía hacia Jerusalén, se detuvo en una pequeña villa. Allí se le presentaron diez leprosos, los cuales le suplicaron que los curase. Él les dijo, conforme a la Ley mosaica: Id y mostraos a los sacerdotes. Ellos obedecen. Mientras se dirigen a los sacerdotes, quedan curados en el camino.

La Ley de Moisés, es decir, el Antiguo Testamento, con sus sacerdotes y sus sacrificios, no puede curar a los pobres leprosos. El mundo enfermo y pecador sólo puede ser curado por Cristo. En Él serán bendecidas todas las naciones... Todas, menos la Sinagoga hasta que reconozca a Cristo como verdadero Mesías. La Sinagoga forma parte de los nueve leprosos, que no volvieron a Cristo...

La Sinagoga, el Judaísmo, atribuye los bienes recibidos, no a Cristo, sino a sus propios méritos, a su fiel custodia de la Ley, a sus esfuerzos personales. Para la Sinagoga la salvación no reside en Cristo.

La Ley de Moisés ordenaba que todo leproso curado de su enfermedad debía presentarse ante un sacerdote, para que este expidiera el certificado oficial de dicha curación. Los leprosos del Evangelio de hoy, al dirigirse a la ciudad más próxima, para cumplir este requisito de la Ley, se sienten curados súbitamente.

Nueve de ellos continúan su viaje y se presentan a los sacerdotes, para cumplir exactamente lo preceptuado por la Ley de Moisés. Son unos judíos celosos de la Ley. Confían en las obras de la Ley. Creen que su curación es efecto de la fiel observancia de la Ley. Toda su gratitud es para las obras de la Ley. Comparten la funesta ilusión y ceguera del pueblo de Israel acerca del valor justificativo de la Ley.

Es la misma ilusión de todos los que creen que la vida de la gracia, que la verdadera salud de los hombres puede proceder de otra fuente distinta de la fe en Jesucristo. Es la misma ceguera y la misma funesta ilusión de todos aquellos que esperan y creen poder alcanzar la vida sobrenatural con sus propios esfuerzos, con sus talentos y cualidades personales, con las fuerzas y la industria del puro hombre natural, sin apoyarse para nada en el único fundamento verdadero de esa vida, que es la fe en Cristo, en el Hijo de Dios.

Sólo uno de los diez leprosos curados vuelve al Señor. Este leproso no era judío, era un samaritano. Alaba a Dios en voz alta; atribuye su curación a Dios, a Jesús; reconoce que la salud reside solamente en Cristo, no en los actos del hombre, no en las obras ni en el fiel cumplimiento de la Ley del Antiguo Testamento. Este leproso curado no se presenta ante los sacerdotes. Está plenamente convencido de que su curación no se debe a las obras de la Ley ni a sus propios méritos o esfuerzos. Cree en Jesús. Por eso, tan pronto como se ve curado se vuelve a Jesús y glorifica a Dios con grandes voces; y se postra a los pies del Señor.

Este samaritano leproso abandona la Ley de Moisés y se une a Cristo. Es un acabado modelo de la Santa Iglesia. Ésta ha sido llamada del mundo de los gentiles y de los pecadores y se halla edificada sobre la fe en Cristo.

La Iglesia cree que la Redención y la salvación se encuentran únicamente en Jesús. Por eso nunca se cansa de tornar a Él, para manifestar su adoración, junto con su hondo y cordial agradecimiento. Siempre sus labios están ensalzando la grandeza y la misericordia divinas.

¡Sólo Cristo! No se ha dado a los hombres bajo el cielo ningún otro nombre, fuera del de Cristo, en el cual podamos salvarnos. Convenzámonos profundamente de lo que nos enseña hoy la Sagrada Liturgia. Creamos en Jesucristo y a Jesucristo. En Cristo, sólo en Cristo podremos salvarnos. Sólo la fe en Cristo es quien puede alcanzarnos la salud espiritual. Sólo ella puede asegurarnos la vida eterna.

Este es el Cáliz de mi Sangre, la Sangre del Nuevo y Eterno Testamento... A la Antigua Alianza entre Dios e Israel ha sucedido una Nueva Alianza entre Dios y la humanidad.

Esta Nueva Alianza, perfecta, definitiva, está fundada en Jesucristo, en Nuestro Señor.

Es una Alianza irrevocable, llena de gloria y de gracia y de un valor eterno. ¡Una Alianza entre el Padre y el Hijo de Dios humanado! ¡Una Alianza para salvarnos a nosotros!

El Señor penetra en este mundo. En su Encarnación se reviste de nuestra naturaleza humana y comienza la gran obra a que se ha comprometido: Vengo, oh Dios, a cumplir tu voluntad. Esta es mi Sangre, la Sangre de la Nueva Alianza... El Nuevo Testamento ha sido firmado y sellado con la Sangre de Jesucristo.

La ira del Padre se ha serenado y aplacado. Ha sido quebrantado el poder del pecado y del infierno; el Cielo se ha vuelto a franquear. Nosotros somos ahora hijos del Padre, somos los amados y elegidos de Dios; nuestros son los Sacramentos con sus gracias; nuestra es la Iglesia con su inagotables tesoros de verdad, de vida y de fuerza sobrenaturales...

Todo esto se deriva y está fundado en la Alianza que Dios estipuló con nosotros en Cristo y por Cristo. Todo ello, sin ningún mérito y sin ningún esfuerzo nuestro. Todo ello fue realizado mucho antes de que nosotros existiéramos y mucho antes de que nadie, excepto Dios, pensase en nosotros. Todo está fundado en la inquebrantable firmeza y constancia de un pacto establecido por Dios. Nosotros somos el pueblo de la Nueva Alianza, del Nuevo Testamento. Somos el pueblo del Testamento de la gracia y de la salvación, las cuales nos han sido aseguradas, por medio de un solemne pacto establecido por el mismo Dios. ¡Démosle, pues, cordiales gracias por ello! ¡Juzguémonos felices de pertenecer al pueblo de la Nueva Alianza, al pueblo del Nuevo Testamento!

En Cristo, y sólo en Él, está la salvación. En Él se encuentra la plenitud de todos los bienes sobrenaturales que Dios ha determinado dar a toda la humanidad en general y a cada uno de los hombres en particular. Tal ha sido y es el plan salvador de Dios: nos lo ha dado y nos lo da todo en su Hijo Jesucristo. Quiere unirse con nosotros y quiere que nosotros nos unamos con Él, sólo en Cristo y por medio de Cristo.

Nadie puede ir al Padre a no ser por medio de mí, dice Nuestro Señor. Él es el único camino que conduce al Padre. Nadie puede colocar otro fundamento que el puesto por Dios, es decir, Jesucristo. Sobre este fundamento tenemos que construir todos. Dios Padre ha depositado, pues, la plenitud de su vida divina en la sacratísima humanidad de Jesucristo. Por medio de esta Santa Humanidad la derrama sobre la Iglesia y sobre cada alma en particular. Por lo tanto, nuestra participación de la vida divina y de la santidad cristiana será tanto mayor cuanto más íntima sea nuestra incorporación con Cristo, cuanto más viva Cristo en nosotros.

Dios no quiere más que esta clase de santidad. Por consiguiente, o nos santificamos en Cristo y por Cristo, o, de lo contrario, no conseguiremos nada. Cristo es, pues, el centro, la meta, la fuente, el resumen y el perfecto cumplimiento de todas las promesas de Dios. Sólo en Él residen la salvación, toda salud, toda grada, toda redención y toda esperanza.

Vivamos de esta Fe y en esta Fe. Las promesas serán participadas únicamente por los que crean en Jesucristo. Pero Nuestro Señor Jesucristo también hizo promesas. Nos hizo promesas cuyo cumplimiento se realizará en lo futuro. A su Iglesia le prometió que las puertas del Infierno no prevalecerían nunca contra ella; le prometió también su continua asistencia en medio de Ella hasta el fin de los tiempos. Nos prometió que volvería un día a este mundo, envuelto en todo su poder y majestad...

Nos hizo, además, otra serie de promesas referentes a todos en general y a cada uno en particular. Estas promesas nos auguran la ayuda y la protección divina para nuestra vida y para nuestras aspiraciones sobrenaturales. El que permanezca en mí y yo en él, producirá mucho fruto; El que me ame a mí, será amado también por mi Padre, y yo, a mi vez, le amaré y me manifestaré a él

Jesucristo nos ha hecho promesas referentes a los que lo abandonan todo por su amor: En verdad os digo: Todo el que abandonare casa, hermanos, hermanas, padre, madre, mujer, hijos y hacienda por mi nombre, recibirá aquí el ciento por uno y después la vida eterna.

Las promesas de Dios Padre y de Cristo no son palabras vanas: son promesas divinas, infalibles. No podemos despreciarlas ni pasarlas por alto. Dios y Cristo son y serán eternamente fieles a lo que han prometido. A nosotros sólo nos resta creer ciegamente en sus promesas y aceptarlas con un corazón henchido de júbilo.

Las promesas hechas a los Patriarcas han sido plenamente cumplidas en Cristo, sólo en Él. Por consiguiente, sólo en Cristo alcanzaremos la redención, las bendiciones y la herencia celestiales.

Unámonos, pues, a Cristo. Digamos con San Pablo: bien sé a quién he creído, y estoy seguro de que Él puede custodiar hasta el día de la eternidad el depósito, los bienes espirituales, que le he confiado.

Ya no se nos harán más promesas en lo sucesivo. Las promesas hechas hasta aquí por Dios y por Cristo son tan sublimes y tan acabadas, que el mundo ya no puede ambicionar cosa más grande.

¡Ojalá las tuviéramos siempre ante nuestros ojos! Si nuestra piedad y nuestra vida interior son tan raquíticas y miserables, se debe precisamente a que nos olvidamos casi por completo de las promesas que nos han hecho Dios y Jesucristo.

No tenemos fe, una fe profunda, viva, convencida. Por lo mismo, carecemos también de la paz, de la dicha, del vigor y del fuego interiores que ella comunica. Cuanto más honda, cuanto más constante y más perfecta sea nuestra Fe en Jesucristo, más derecho tendremos a ser hijos de Dios y a participar de la vida divina. Con razón, pues, afirma el Concilio de Trento: Sin la fe es imposible conseguir la filiación divina.

Esta Fe la encontraremos en la Santa Iglesia, sólo en Ella. El mejor medio para conseguirla es vivir en la más estrecha unión con la Iglesia y en la más humilde sumisión a su Magisterio divino.

Levántate, vete, que tu fe te ha hecho salvo. El samaritano, curado de su lepra por Jesús, vuelve al Salvador y, postrándose a sus pies, le da gracias ante todos por el beneficio recibido. El Señor le dice entonces: tu fe es la que te ha curado.

Fe; he aquí lo único que pide y desea Jesús, el Hijo de Dios, Nuestro Señor. Hágase según vuestra fe, dice Él a los dos ciegos que le pedían los curase. Ten solamente un poco de fe, dice también al príncipe de la sinagoga, cuya hija acaba de morir...

La Fe excita infaliblemente el poder milagroso de Jesús; ejerce sobre Él una atracción irresistible. La Fe que pide y desea el Señor es la Fe en el Hijo de Dios hecho hombre para salvarnos a nosotros. Es la Fe en el triple testimonio que dio el Padre desde el cielo acerca de Jesús: Este es mi Hijo muy amado; en él tengo todas mis complacencias. ¡Escuchadle!

Tanto amó Dios al mundo, que hasta le envió a su mismo Hijo Unigénito para que el que crea en Él no perezca, sino que posea la vida eterna. El que crea en Él, no será juzgado; pero, el que no crea en Él, ya está juzgado, porque no cree en el Hijo de Dios.

La fe en Jesús, en el Hijo de Dios, es la primera condición para poder poseer la vida divina. La fe en la divinidad de Cristo implica en sí la admisión de todas las demás verdades reveladas.

El samaritano del Evangelio de hoy creyó ciegamente en Cristo. Por eso mereció escuchar estas confortadoras palabras: Levántate y vete; tu fe te ha salvado. La Iglesia cree en Jesús, en el Hijo de Dios. Durante el largo curso de su historia han brotado en su seno muchas sectas y herejías contra la divinidad de Jesús. Sin embargo, la Iglesia ha permanecido siempre fiel a su divino Fundador. Su fe en Él es inquebrantable. Hoy, cuando la fe es atacada al interior mismo de la Iglesia, imitemos también nosotros esta invencible fe de la Santa Iglesia. Hoy, cuando no es menester ya ir a buscar los fabricantes de errores entre los enemigos declarados, sino que se ocultan en el seno y gremio mismo de la Iglesia, siendo enemigos tanto más perjudiciales cuanto lo son menos declarados, creamos firmemente en Jesús, en el Hijo de Dios.

Todo el que crea en el Hijo de Dios, poseerá la vida eterna; en este testimonio está encerrada toda la verdad revelada. Toda nuestra fe depende de la aceptación de este testimonio.

Creamos, pues, en Jesús, en el Hijo de Dios. Creyendo en Él, creeremos por el hecho mismo en toda la Revelación contenida en el Antiguo Testamento y realizada en Cristo. Creyendo en Él, creeremos al mismo tiempo en toda la Revelación del Nuevo Testamento, creeremos en todas las verdades predicadas por los Apóstoles y conservadas por la Santa Iglesia.

En efecto, las enseñanzas de los Apóstoles y de la Santa Iglesia no son más que la explicación y la prolongación de las verdades enseñadas por el mismo Cristo. El que crea en Cristo, creerá en toda la divina Revelación. El que rechace a Cristo, rechazará forzosamente toda la Revelación divina. La fe en Cristo, la honda convicción de que Cristo es el Hijo de Dios constituye la base de la vida sobrenatural y, por ende, de la verdadera santidad. Este es el firmísimo fundamento sobre el cual levanta la Iglesia todo el edificio de su vida.

Por tener fe en Cristo, se le comunican a Ella las promesas... y sólo a Ella...

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