lunes, 9 de noviembre de 2009

Testigo de cargo


DIEZ AÑOS

En un ventoso Septiembre como el pasado, en el Año del Señor de 1999, “Cabildo” salió de nuevo a la calle porque “alguien tenía que decir la verdad”. Han pasado diez años y podemos vanagloriarnos de haber cumplido con nuestro propósito inicial. Cualesquiera sean nuestros defectos, errores y omisiones, hemos derramado sobre esta Ínsula Barataria que un día fue Argentina, una cuota de verdad casi excesiva. Porque hemos sido los testigos, más que de una crisis, de una decadencia. Uno de esos períodos que hacen montar el malhumor social a cotas impensables y en los que hay pocas ganas de oír críticas.

Asistimos al crepúsculo de Menem, al auge y caída de De la Rúa, al año de los cuatro presidentes y —para culminar— a este triste reino, hoy en desguace, del matrimonio Kirchner. No nos hemos callado: mes tras mes hemos denunciado la altura, la profundidad y la extensión de la crisis. Crisis permanente, instaurada junto con la democracia e hija directa y dilecta de ella.

Cuando el país entero propuso su consigna (“que se vayan todos”) nos sentimos recompensados. Los únicos que hicieron la crítica global de “todos”, los únicos que mostraron el fracaso de toda la clase dirigente partidocrática fuimos nosotros. Desde la “derecha” macrista hasta la izquierda extrema de D’Elía o Hebe de Bonafini, todos los sectores se identificaron con uno u otro de los fracasos presidenciales desde 1983. “Cabildo” mantuvo su dura resistencia sin claudicaciones.

En cuanto a mí, seguí la línea de la revista a través de mis secciones sucesivas (“Cultura y otros negocios turbios”; “Testigo de cargo” y “Diálogos (im)pertinentes”).

Lo que más me llama la atención, si repaso los tomos de “Cabildo”, es la monotonía del escenario público de la Argentina en estos diez años. Casi los mismos protagonistas, los mismos discursos con su mezcla de mitología democrática y cinismo apenas velado, los mismos problemas que se manosean una y otra vez sin resolverlos.

La clave de esta comprobación es que la Argentina vive una crisis dentro de la crisis, una decadencia en el marco de la decadencia de Occidente. Malos vientos soplan de Norte a Sur y de Este a Oeste del planeta, pero aquí los malos vientos se hacen tifones y huracanes por obra y gracia de unas clases dirigentes que solo cooptan borocotós y morenos.

He tenido, dentro de todo, una tarea fácil. Me tocó señalar la cara más repulsiva y más decadente del sistema que nos gobierna: la cultural. Nunca me faltaron temas para la crítica, nunca tuve que inventar nada ni rebuscar nada. Mes tras mes la realidad me entregaba material de sobra que exigía, más que pedía, ser demolido, porque la faz cultural del régimen es la que muestra con mayor claridad y contundencia su quiebra.

Es la hora de decir que no nos hemos limitado a criticar y a demoler. Hemos postulado, al mismo tiempo, las verdades eternas que esconden la clave de arco de un futuro no catastrófico. Pero tampoco ha de ocultarse que la mentira y el error hieren hoy gravemente las instituciones que deberían ser la sede natural de esas verdades y que es ese hecho monumental el que hizo —y hace— nuestra tarea tan ardua.

Sea como sea, esta tarea de recordar las verdades eternas ha sido la misión que hemos asumido. Que Dios nos conserve la vida y el ánimo necesario para seguir en ella diez años más.

QUIÉN MANDA

Mi buen amigo Jose Luis de Imaz publicó, hace muchos años ya, un libro titulado “Los que mandan” que, en clave sociológica, explicaba que en toda sociedad hay quien manda y que lo único que cambia es la titularidad del mando y sus características.

Sigue siendo una verdad, una verdad que no debe confundirse con una simple descripción de la clase política, compuesta por una clase de mandos que muchas veces lo son sólo de nombre. Por ejemplo, si Usted es Ministro de economía de los Kirchner, puede que lo dejen cobrar su sueldo y firmar una que otra Resolución. Pero de mando real, minga (como decía mi tío Eduardo).

Bueno, gracias a los afanes de otro buen amigo, ARP, ha caído en mis manos un recorte del 6 de agosto pasado del diario madrileño “El País”, en el cual van a explicarnos un caso de “Basura para menores”. Leamos. Se trata de un informe de la Asociación de Telespectadores Asociados de Cataluña sobre la programación de la TV local durante la franja especialmente reservada a menores, entre las cinco y las ocho de la tarde.

El informe comienza explicando que en 2004 se firmó un acuerdo de contenidos para ese horario que quedó plasmado en un Código de Autorregulación. Pues bien, del análisis hecho por la Asociación resulta que el 73% de los minutos analizados incumple el Código mencionado. Dije el 73%, no el 5, el 15 o el 27%.

Viene luego una larga lista de los casos concretos en que se funda esta conclusión, lista de la que hago gracia al sufrido lector. Lista que contiene, por ejemplo, “personajes singulares que cuentan sus fantasías eróticas en la tercera edad”, una novela “en la que Santos y Marisela tienen momentos de alto voltaje erótico” y otras menudencias.

Obsérvese que no estamos frente a una intervención del Estado —horror no admisible en la España democrática— sino ante una regulación libremente convenida por los dueños de emisoras de TV… que no la cumplen.

Marx creía que “el gobierno del Estado moderno no es más que una Junta que administra los negocios comunes de toda la burguesía” (Manifiesto Comunista). Se equivocaba. Lo que sucedió fue otra cosa: junto al Estado surgieron poderes económicos y culturales inmensos, que arrebataron al poder político una parte decisiva de su capacidad de mando. Atrincherados tras la libertad de prensa, los poderosos se permiten educar a la niñez, formar a la juventud y forjar así nuestro futuro.

El Estado liberal se ha autolimitado, se ha inhibido frente a estos poderes que se dan el lujo de dictar su propio Código de Conducta… y violarlo tranquilamente, sin que nadie ose oponerse. Lo que me causa gracia (por decirlo de alguna manera) es que luego los gurúes progresistas se sorprenden cuando los colegios —la educación formal— tropiezan con un educando ineducable. ¿Lograrán algún día entender que la otra educación —la informal, la TV— los ha convertido en lo que son: unos animalitos sin freno ni interés en nada, malcriados por un medio que lo único que transmite es una demencial libertad sin límites?

POCO A POCO

Desde hace unos diez años ha comenzado a surgir una corriente renovadora de la historia del siglo XX. Ya he mencionado al amigo lector algunos de esos títulos y he glosado más de una vez sus contenidos.

Esa renovación no debe confundirse con el llamado “revisionismo”, en el cual hay de todo, desde autores muy respetables hasta panfletarios poco serios. Pero el revisionismo se centra en el problema del holocausto. Los escritores más serios de esa corriente no niegan que haya habido —en la Alemania nacionalsocialista— muerte injusta de judíos. Lo que cuestionan es el número de los muertos y la forma en que murieron.

Los renovadores —por darles un nombre— tienen un punto de vista más amplio. Ven el panorama completo de la Segunda Guerra y cuestionan la versión convencional al respecto. La mayoría no se refiere al Holocausto y varios dan por probadas la tesis de la historia oficial. Pero lo interesante es el rumbo que están tomando estos estudios y la necesidad que originan, de reescribir íntegra la Historia del pasado siglo.

Entre los últimos recortes que me envió mi amigo ARP venía como escondida una página de “El País”, de Madrid, del 22 de junio pasado. El título del artículo que ocupaba toda la página era poco ilustrativo: “El mal estaba en todas partes” pero ya el subtítulo alertaba sobre su contenido: “Nicholson Baker muestra en «Humo humano» cómo la pulsión destructiva de la Segunda Guerra Mundial no era sólo de un bando”. Ah, vaya, esto parece interesante, me dije. Si Dios quiere, en unos días tendré el libro y me comprometo a dar cuenta detallada de su contenido. Pero algo diré como anticipo tomándolo del artículo.

Por lo pronto, estas dos frases categóricas que parecen ser el programa de la obra: “la investigación historiográfica (ha presentado, hasta ahora) el conflicto más devastador de todos los tiempos (con) los caracteres de una lucha escatológica, de un combate contra el Mal Absoluto” y más adelante: “el resultado de este libro es perturbador, como si, de pronto, hubieran sido convocados a escena todos los silencios, todos los equívocos imprescindibles para que la historia de la Segunda Guerra Mundial se pueda seguir contando como hasta ahora”.

La historia siempre ha sido parte —una parte esencial— de la forma que entendemos el mundo. La historia está a cargo de nuestra visión del pasado y enlaza con nuestra idea del presente y con lo que esperamos del futuro. Cuando los redactores de la Constitución europea omitieron, en su Preámbulo, toda mención del Cristianismo, sabían muy bien lo que hacían. Interpretando a su antojo el pasado pensaban construir una Europa sin Dios para el presente y el futuro.

Pero este mundo posmoderno en que vivimos tiene varias patas que lo mantienen en pie. Una de ellas es la versión canónica del siglo XX y de los fascismos que hasta ahora muy pocos se atrevian a cuestionar. Pero se ha abierto una picada y por ella van a ir entrando, poco a poco, estudios simplemente probos y veraces que mostrarán esa trama de mentiras.

Reitero mi compromiso de contarle al lector hasta qué punto el libro sobre el humo humano cumple con las expectativas que el artículo despierta.

EL REINO DE LA IRRESPONSABILIDAD

Como un gas venenoso y reptante, del pantano del progresismo en descomposición se levantan, con ritmo inexorable, consecuencias deletéreas que infestan la sociedad. Una de ellas es la pulsión de muerte, la arremetida ciega contra los más débiles, los que están al comienzo y al fin de sus vidas, cubierto todo con el manto de la libertad de elegir.

Otra es la irresponsabilidad, el no hacerse cargo de las consecuencias de sus decisiones.

Una página con fecha 13 de mayo de 2909 de “La Razón”, el interesante periódico madrileño con ese título, ilustra sobradamente lo que queremos decir:

Vemos por un lado al Ministro español de Trabajo, un tal Corbacho, que “en búsqueda de fórmulas para garantizar las pensiones que pocos años atrás estaban garantizadas y en la actualidad tararí que te ví”. No hace falta conocer el coloquial madrileño para entender que las cosas ya no están como “pocos años atrás” e imaginarse lo que siguió. A saber que don Corbacho dijo que “la primera medida para asegurar las pensiones es fomentar la natalidad”. Estupendo. Sólo que el mismo día que el de Trabajo sacaba esa conclusión digna del remanido Perogrullo, la de Sanidad, doña Jiménez, anunciaba que, en adelante, la píldora “del día después” se dispensará en las farmacias sin necesidad de receta y sin límite de edad. Como gracias a Dios no han conseguido imbecilizar a todo el mundo, salieron los médicos a decirle que eso era una barbaridad ya no desde el punto de vista moral, sino del más humilde de la salud. Porque sucede que la pildorita de marras tiene una cantidad de efectos secundarios que incluyen trombosis… y muerte. Resulta entonces que para comprar una tableta de antibiótico se exige receta a un adulto y para proveerse de la del día después una de quince se la lleva sin preguntas.

Pero lo peor es la irresponsabilidad del gobierno socialista que por la cartera de Trabajo recomienda más natalidad y por la de sanidad otorga a adolescentes un permiso de matar (hijos) sin consecuencias que ya lo quisiera el mítico 007.

EL FLOGISTO

La buena suerte que en general me acompaña (uno de los nombres de la Providencia) me puso en las manos, en el último mes, algunos libros interesantes y bien escritos, cuyas conclusiones trasladaré hoy a mis fieles lectores.

El primero es “El evolucionismo en apuros” por Silvano Borruso (Criterio, Madrid, 2001). Se trata de un pequeño librito, apenas 200 páginas in 8º, pero de contenido explosivo. Con asombrosa erudición va mostrando todas las carencias, incongruencias y silencios del evolucionismo. El autor no propone una teoría de reemplazo. Ni tiene por qué hacerlo. Deja marcados algunos puntos que servirían para edificar una nueva visión de la biología pero lo importante del libro es que cumple plenamente lo que el título promete: mostrar los “apuros” del evolucionismo. Basta esto para entender el estado actual de la cuestión. Porque lo significativo hoy es la batalla por enseñarlo a los legos como si fuera una teoría sin problemas, sin “apuros”. Eso muestra la raíz religiosa que ha tomado hoy el evolucionismo y que con tanta gracia mostró el Dr. Raúl O. Leguizamón en su opúsculo “La ciencia contra la fe” en el que la ciencia del título es la ciencia a secas y la fe es el evolucionismo.

Si hubiera objeciones serias contra la termodinámica ¿se la enseñaría omitiendo esos problemas? El silencio y la reacción indignada contra los que lo objetan es la más clara señal de la forma en que el evolucionismo ha virado de ciencia a (mala) religión.

Borruso recuerda el caso de “el flogisto” como paradigma para entender lo que está sucediendo. A fines del siglo XVII un químico llamado Georg Ernest Stahl enunció la teoría del flogisto (del griego phlox, llama), que venía a ser lo que se “escapaba” de una sustancia en combustión, partiendo de la base de que la materia parecía “perder” algo en ese proceso. La teoría explicaba muchas cosas que preocupaban a los químicos de esa época. Durante todo el siglo XVIII la explicación flogística fue aceptada como verdad científica por especialistas que distaba mucho de ser necios o ignorantes (por ejemplo, J. Priestley). Hasta que Lavoisier, tomando trabajos de laboratorio de otros, demostró que no existía ningún flogisto y que toda la teoría era un gran equívoco.

Comenta Borruso: “Tanto el flogisto como la evolución fueron teorías dominantes durante más de un siglo para explicar determinados fenómenos… Todos los experimentos, aún los que más condenan la teoría, se explicaban en términos de la teoría condenada… (El caso es que) los partidarios de una teoría tienden a apegarse a ella contra viento y marea hasta mucho tiempo después de que la teoría se ha demostrado insostenible”.

Borruso describe así toda la situación intelectual del siglo XXI y no solo la del evolucionismo. El marxismo ha fracasado, el freudismo agoniza, el progresismo está muerto, el evolucionismo se sostiene con una feroz conspiración para silenciar… a sus adversarios. Y sin embargo, los partidarios de esas teorías dominan los ambientes académicos y los medios de difusión, bloqueando así toda posibilidad de reemplazo.

Es una situación sin paralelos. Julián Marías se quejaba, hace tiempo, de la baja catastrófica de la calidad de los productos culturales en oferta. Desde que hizo esta observación han pasado no menos de veinte años y las cosas no han hecho sino empeorar.

Sucede que cuando el intelectual promedio escribe se apoya en los modos vigentes de ver el mundo. Puede agregar algo a esos modos o puede enfrentarlos y proponer una cosa distinta. Pero este bloqueo actual desalienta las continuidades tanto como los disensos. No inspira entusiasmo ni deja pensar los reemplazos.

A la larga, es probable que el andamiaje apolillado de las grandes teorías modernas se venga abajo. Pero entretanto habrá que padecer una intelectualidad que vive apoltronada en “cosas que no son”, como decía Castellani.

SOBRE PADECIMIENTOS

El estado actual de la República Argentina se puede percibir de varias maneras. Una de ellas es la presencia, en la cabeza del Estado, de Néstor y Cristina Kirchner. Otra es recordar que uno de los “intelectuales” que nos representan es el señor Marcos Aguinis.

No voy a gastar en él más pólvora que la que (no) merece un chimango, pero sí voy a demostrar —por enésima vez— la clase de charlatán que es.

En “La Nación” del 27 de agosto pasado escribe un artículo para quejarse de que el gobierno noruego ha decidido honrar la memoria de Knut Hamsum, un escritor que ganó el Premio Nobel y que fue partidario del nacionalsocialismo. Sobre este punto, lo único que queda claro es que el autor de “La cruz invertida” es partidario de instaurar el delito de opinión porque arremete furioso contra Hamsum y los que van a honrarlo porque se atrevió a pensar de manera diferente.

Lo interesante viene a continuación. El artículo se titula “Los escritores y el nazismo” y es todo él una contraposición entre los intelectuales que apoyaron el régimen de Hitler y los que lo combatieron. Para mostrar las diferencias entre ambos enuncia una larga lista de estos últimos, a los que presenta con estas palabras: “Fueron antinazis firmes que pagaron cara su resistencia… Muchos fueron asesinados, otros prefirieron el suicidio, algunos pudieron sobrevivir. Queman los nombres de…”, y aquí viene una lista de diecinueve personas. Veamos: Primero, se incluye a Ana Frank que más allá de las muy fundadas dudas sobre la autoría de su “Diario” no puede definirse como una intelectual. Del resto, una (I. Nemirovsky) murió en un campo de concentración y uno (W. Benjamín) se suicidó para no caer en manos de los nazis. Punto. S. Zweig se suicidó en Brasil en 1940. Doce de los nombrados (J. Roth, R. Musil, G. Scholem, N. Sachs, T. y H. Mann, A. Döblin, H. Broch, E. Canetti, E. Ludwig, Feuchwanger, B. Brecht) murieron en sus camas sin haber padecido, algunos, más que un exilio. Esto, sin contar que los dos últimos (como Semprún), lucharon contra el nazismo pero aprobaron el stalinismo. I. Kertesz y Jorge Semprún viven aún. Este último, Kertesz y P. Levi estuvieron en campos de concentración, pero sobrevivieron. La enorme mayoría de los que enumera Aguinis, entonces, no “pagó cara su resistencia” porque vivió bien, escribió y recibió reconocimientos por ello. Algunos, como Bertold Brecht, vivieron una vida de príncipes gracias a los favores de gobiernos comunistas.

O sea, Aguinis, doce de dieciocho, más del 70%, no pagó ni caro ni barato. Su lista es un mamarracho como todo lo que Ud. escribe para la gilada y no resiste el análisis de alguien que conozca los temas que Ud. manosea con un desparpajo que es lo único que tiene de argentino. Y todo esto para ni hablar de lo que pasaron los intelectuales afines al fascismo. Desde la jaula en que encerraron a Pound hasta la cárcel para Hamsum y Maurras a los 86 años, el fusilamiento de Brasillach, el asesinato de G. Gentile, el suicidio de Drieu La Rochelle y un largo etcétera.

DEBATIENDO

Nada menos que el Holocausto. Así se llama este libro poco común por su declarado afán de ser imparcial (“Debating the Holocaust” por Thomas Dalton, Ph.D. Theses & Dissertations. New York, 2009).

El autor comienza por explicar que no tiene parientes judíos ni alemanes y que no está involucrado emocionalmente con ninguno de los bandos. Pero reconoce la importancia del tema “porque lo que sucedió —o no sucedió— es importante para entender el mundo del siglo veinte y por extensión el mundo de hoy” (pág. 7).

Pero Dalton no se propone agotar la cuestión sino dejar abierto un debate. Comienza sintetizando las alegaciones de los revisionistas, confrontándolas con las (pocas) respuestas de la posición que llama “tradicionalista”, es decir la de los que sostienen la tesis “oficial”: la Alemania nacionalsocialista montó un plan de exterminio con el que asesinó a seis millones de judíos europeos, la mayor parte de los cuales murieron en “cámaras de gas”.

No hay aquí espacio para exponer en detalle el riguroso análisis que el autor hace de numerosos temas como por ejemplo la historia de los campos de concentración conocidos como de exterminio, desde Chelmno hasta Auschwitz. Descubre innumerables afirmaciones “tradicionalistas” imposibles de probar y de incongruencias en las pruebas presentadas. Me parece que lo que resume la conclusión de Dalton es este comentario que figura al final del libro, en la página 225: “Cuando comencé mi investigación para este libro esperaba encontrar una bien documentada, clara y coherente figura del Holocausto como lo relata la versión tradicional. Esperaba encontrar fuerte evidencia —documental, material y forense— que respaldara esa versión. Esperaba encontrar sólida justificación de las cifras de muertos (incluyendo los «seis millones») y sólida base para los métodos de matar y de disposición de los cuerpos. Naturalmente, habría algunos aspectos incompletos en el panorama general. Era de esperar, dadas las horrendas circunstancias. Esperaba, a continuación, encontrar esos defectos implacablemente explotados por un puñado de fanáticos zelotes, los negacionistas, con muchos insultos y poco cerebro. Esperaba encontrar fuertes contra-argumentos tradicionalistas que respondieran directamente y derrotaran decisivamente a los argumentos revisionistas. En verdad, no encontré ninguna de estas cosas”.

Hay que leer el libro de Dalton a partir de esta conclusión. Y entender, entonces, su sorpresa: toda la historia del holocausto reposa exclusivamente en testimonios de sus supuestos sobrevivientes. No hay un solo documento alemán, ni uno: no hubo nunca peritajes, ni opiniones forenses, ni —por ejemplo— búsqueda de las cenizas de ¡seis millones de personas! Como caso judicial, impensable.

Y sin embargo, hubo un juicio: el de Nüremberg. En realidad, fueron varios los que se celebraron en esa ciudad. Cuando Dalton se pone a estudiarlos, se encuentra con un primera sorpresa, un dato poco conocido: el equipo norteamericano que montó todo los juicios era en sus tres cuartas partes judío. “¿Cómo explicar un staff en sus tres cuartos judío en una Nación en la que (los judíos) son una minoría inferior al dos por ciento de la población?” (pág. 39). Y concluye:

“Fueron juicios (los de Nüremberg) de vencedores, conducidos por el bando triunfante, ansioso de castigar a los vencidos, de mostrarlos como bárbaros locos y para justificar sus propias acciones que ocasionaron bajas masivas en la población civil, acciones que hubieran sido declaradas criminales si hubieran perdido la guerra” (pág. 39). Está todo dicho. Todo lo importante.

UN PROBLEMA DE PODER

Sigamos con los judíos. También cayó en mis manos, durante este frío y cálido agosto, un curioso librito de un judío sobre… sus connacionales. (“El poder de la judería”, por Israel Adam Shamir. H. Garetto editor. Buenos Aires, 2009). Pero lo curioso es que es un obra… ¿cómo lo diré? “¿crítica?” No me parece. Yo la calificaría más bien de “realista”, producto de una operación simplísima pero infrecuente: aplicar el sentido común al problema judío. Claro, pero que emprenda esta hazaña ¡uno de ellos! es casi increíble. Se trata de una docena de artículos de desigual importancia pero de idéntico interés. No hay que perderse el primero (“La historia amordazada”) que en un par de párrafos tira a la basura una biblioteca entera de libros sobre los judíos. A favor, sobre todo, pero también algunos en contra.

“Definitivamente, dice Shamir, soy un negador de la existencia misma del antisemitismo en tanto que «odio irracional contra los judíos». No existe tal cosa. Se luchó contra la judería por ser ésta un poder” (pág. 12).

Ya está. Se ha dado un paso de gigante para comprender el problema judío. No son los pobrecitos hebreos los perseguidos por los malvados cristianos, los infames nazis, los atroces iraníes. Es el poder de la judería el que fue combatido por todos ellos. ¡Eh! ¿Va a sostener Usted que en la lucha contra los judíos no se cometieron injusticias, que no pagaron muchas veces justos por pecadores? ¡Desde luego que sí, que hubo errores y horrores! Eso suele suceder en las batallas por el monopolio del poder. En las que recuerda Shamir y en las que no recuerda (por ejemplo, la liquidación de los Templarios, la expulsión de los jesuitas). “El poder crea la demanda de un contrapoder, la fuerza llama a una fuerza contraria y los judíos eran y siguen siendo un poder” (pág. 13).

Y luego: “¿Se puede cuantificar el poder judío?” Tarea nada fácil, pero tampoco imposible. Sea como sea no cabe duda de que “en un auténtico mapa del poder la Judería parecería bastante impresionante, pues los judíos son un poder importante en este mundo que vivimos. Un poder de primera categoría, más fuerte que la Iglesia católica, más fuerte que Italia o cualquier Estado europeo, más fuerte que Shell y AGIP o cualquier multinacional” (pág. 15).

¿Más fuerte que la Iglesia Católica? ¿No se le va la mano a este hebreo? Hay una comprobación de lo que dice Shamir un tanto tosca pero muy ilustrativa. Y está al alcance de tu mano, amigo lector. Escribe una carta criticando al Pontífice y envíala al diario de tu preferencia. Ahora, haz lo mismo con una criticando a los judíos. ¿Es necesario que te explique que la referida al Papa tendrá X probabilidades de ser publicada y la de los judíos, cero? Sí, un poder, de un gran poder se trata. Pero no es un poder cualquiera. Tiene una diferencia fundamental con los poderes que Shamir menciona. “Es tan poderosa que no se ve. Uno no está autorizado para verlo y ese es el tabú más fuerte de nuestros días” (pág. 15).

Ya está todo dicho o todo lo que podamos esperar de Shamir. La judería es un poder. Es un poder enorme. Es un poder invisible. O poco visible, mucho menos que otros inferiores. Formidable. Pero falta algo. A saber: ¿cómo se originó este asombroso poder? Shamir tiene también una respuesta: “El poder de la judería… está basado en el dinero, la ideología y todo lo que pueda servir para asentar cualquier poder” (pág. 20). Correcto, una vez más. Pero insuficiente, una vez más. ¿Cómo acumularon los judíos tal poder, cómo en menos de tres siglos se hicieron más poderosos que la Iglesia Católica, cómo influyen de manera decisiva en la política exterior de la Nación más poderosa de la tierra? El dinero, la influencia intelectual… no bastan. Una explicación basada en la dinámica de todo poder… no alcanza. El pueblo judío y su destino no pueden entenderse en términos puramente históricos y sociológicos. Hay un plus que coloca a este minúsculo grupo humano en la cumbre… por ahora. No se trata de una conclusión basada en una visión trascendente de la Historia sino de una exigencia de honestidad intelectual frente a este fenómeno único e inexplicable con los datos del análisis usual.

Los judíos fueron el pueblo elegido y se convirtieron en el pueblo deicida. Sólo con este punto de partida se puede comenzar a entender este caso único, esta peripecia impar. Pero al libro de Shamir no te lo pierdas, paciente amigo lector.

ROTTER-DÁM NO ES AMSTER-DÁM

Un consuegro holandés me explica que dam quiere decir “dique”, mientras que Rotter y Amster son dos ríos y me informa que los nombres de las ciudades mencionadas se pronuncian poniendo el acento en la última sílaba. Pero no las traemos aquí (a las ciudades) por nada que tenga que ver con sus nombres sino por las características que hoy las distinguen. Ámsterdam es conocida desde hace tiempo por su extenso barrio de prostitutas que se exhiben, literalmente, en vidrieras. Rótterdam tiene, en cambio, una característica nueva y original: es la primera ciudad importante de Europa que cuenta con una población mayoritariamente islámica y que tiene un alcalde de esa religión, nacido en Holanda pero hijo de turcos.

Todo esto lo aprendí gracias a un mail que me manda un buen amigo, GPH, en el que se describe con lujo de detalles esta asombrosa situación. Se titula “En la casbah de Rótterdam” y es un relato, sobre todo, de la desorientación en que viven hoy los habitantes de los Países Bajos.

Hay un dirigente progresista que confiesa haber sido de izquierda pero “ya no cree más en ello”. Hay mezquitas por todos lados, políticos que se oponen a los musulmanes y tienen que vivir protegidos por la policía veinticuatro horas por día. Hay, claro, el recuerdo del famoso Pym Fortuyn, un homosexual ex marxista convertido en líder de extrema derecha y asesinado por ello. Hay, sobre todo, una atroz perplejidad. Las ideas con que se maneja un holandés promedio no le sirven para nada. ¿Progresismo? Pero el estado actual de esa ideología ya no es el relativismo sino la defensa de los derechos y libertades convertidos, paradojalmente, en fuertes obligaciones que implican prohibiciones. Y sucede que el Islam es, desde este punto de vista, retrógrado y negador de muchos de esos “derechos” como los de los homosexuales a ser más que aceptados, mimados.

Pero la confusión de fondo se produce cuando un holandés moderno, cargado de todos los prejuicios de su condición, tiene que evaluar esta islamización que ha dejado de ser una amenaza para devenir un hecho concreto e indudable. ¿Es malo que la población holandesa retroceda y crezca la islámica? Para un progresista consecuente nada puede haber de condenable o preocupante. Hay que pensar en términos de humanidad, no de naciones y entonces, tanto da que desaparezca una etnia sumergida por otra. Esto dice la ideología, pero un holandés concreto no es fácil que reaccione así. ¿Y entonces? En cuanto busca un modo distinto de evaluar la cuestión se tropieza —horror— con el fascismo, que lo obliga a pensar desde su nación y a preocuparse porque está perdiendo su identidad. Sucede que su cerebro está tan condicionado como el de los perros de Pavlov. Sesenta años de lavado de cerebro le impiden pensar en esa forma. Si la humanidad cumple su destino de progreso ¿qué más da que una Nación desaparezca?

Pero —objetará el progre— los árabes no son garantía de progreso. Eso son prejuicios nacionalistas. Todos los hombres son iguales.

Y así se enreda sin encontrar salida este buen burgués holandés, con su país en el que no hay ni un papelito tirado en las calles, donde todo es prolijo y funciona, pero que por alguna extraña razón ha perdido la voluntad de vivir. Porque, como tantas veces en la Historia, aquí se trata de eso, de la demografía, de vivir o morir, de prolongarse en la descendencia o de abroquelarse en un individualismo que es la máscara de un egoísmo sin límites.

La casbah (ciudadela) de Rótterdam no resistiría un cambio de rumbo histórico con crecimiento de la población holandesa que volviera a dejar a los árabes en la minoría que originalmente fueron. Pero esa sencilla solución es más que difícil, imposible. Y convendría que todos los pueblos nos miráramos en ese espejo, porque hoy nadie está exento de una peripecia similar.

MUCHA OSCURIDAD

En “La Nación” del 1/9 nos encontramos con un viejo conocido, Norman Briski, que se presenta anunciando, categóricamente, que ya no es más “ni judío, ni peronista, ni izquierdista”. Lo que sí parece ser es un autor teatral de moda porque en este momento se están representando en la escena porteña nada menos que cinco obras suyas.

No he visto ninguna de ellas ni conozco nada de su —parece— copiosa producción anterior. Me cuidaré, pues, de hacer su crítica aunque mi espíritu agresivo e inconformista tenga la sospecha de que la fama de Shakespeare y Calderón de la Barca podrán sobrevivir a la comparación con este autor.

Pero el largo reportaje que le hace el diario de los Saguier (o vaya uno a saber de quién) nos da algunas pistas sobre su entidad como escritor. Le dice el cronista: “tu creación dramática se liga a mundos de profunda oscuridad. ¿Por qué?” ¡Vaya! Sucede que la palabra “oscuridad” es polisémica, como decimos los pedantes. ¿Qué querrá decir, en el caso de Norman Briski? ¿falta de luz y claridad? ¿muy sombría? ¿Humilde y baja de condición social? ¿falta de luz y conocimiento en el alma o en las potencias intelectuales? ¿falta de claridad en lo escrito? Todos estos sentidos le atribuye a la palabra el Diccionario de la lengua. Ninguno me gusta mucho y si me hicieran a mí la pregunta reproducida creo que me fastidiaría bastante. Pero Norman Briski es mucho más humilde que yo y no sólo no se enoja sino que sale comedidamente a explicarse, reconociendo, implícitamente que lo que escribe es “profundamente” falto de luz o claridad y/o muy sombrío, etc.

Pero la explicación es sencilla. En cinco minutos nuestro autor vomita todos los padres o padrinos intelectuales que tiene: Deleuze, Walter Benjamín, Roland Barthes, Jean Paul Sastre… basta. Nadie es capaz de alimentarse de ese condumio y no ser profundamente oscuro en todos los sentidos que dice el diccionario y cinco o seis más que omitió.

Con oscuridad y todo, lo que dice Norman Briski es interesante. Es una especie de velorio de barrio de todos los modos de ver el mundo que hemos dado por muertos en la notícula sobre el flogisto. Briski “ve terrible” la situación del país, sin ninguna “luz al final del túnel” (en lo cual, curiosamente, coincidimos) pero él saca en conclusión que “ya no es más judío, ni peronista, ni izquierdista”. Y hace bien. O haría bien si en verdad renunciara a esas cosas.

El problema es que uno puede sospechar, válidamente, que sigue siendo judío, peronista e izquierdista… en la versión 2009 que resume esas y otras calificaciones en una: progresista. Claro que el todo es una profunda confusión, desorientación, desconcierto, perplejidad, falta de metas. Pero no hay verdadera renuncia a nada. Al contrario, se aferran a los maderos trizados del naufragio y tratan de convencernos de que, en verdad, están tomando lecciones de natación. Yo no les pido un mea culpa porque (ya lo he dicho) no creo mucho en disculpas que no impliquen una verdadera conversión. Los Briski siguen envenenando con sus oscuridades al Estado, a la juventud que educan, a la sociedad que corrompen desde los medios de comunicación y desde la literatura y el teatro. Creeré en sus arrepentimientos cuando dejen de hacerlo.

Cuando Briski dice que ha dejado de ser esto y lo otro, el cronista le dice “Es muy doloroso haber perdido todo eso”, a lo que contesta “son cosas que uno puso trabajo, abnegación, despojos, todas cosas lindas y uno ve que van a parar al c…” Es decir, invertí mucho en este negocio y resulta que no hay ganancias. O sea, judío sigue siendo.

Y luego dice “me parece que llegué al lugar al que llegamos todos y nos cuesta caminar”. Otra vuelta de tuerca de la oscuridad y la confusión, porque ¿alguien podría explicar cuál es ese “lugar al que llegamos todos” y por qué “les cuesta caminar”? Izquierdista también sigue siendo.

Aníbal D'Ángelo Rodríguez

3 comentarios:

Néstor dijo...

Estimado Aníbal D`Ángelo Rodríguez:
Muchas gracias por tu artículo. Como siempre: claro, veráz, ameno, y ¿por qué no? contundente.
Lo sigo por internet, pues resido en España, y a menudo, lo cito en mis conversaciones o sus palabras me disparan hacia la búsqueda de más datos y precisiones. Creo que esa es su mayor virtud. Usted es un verdadero maestro. Un saludo a Usted y a todos quienes hacen Cabildo. Porque alguien tiene que decir la verdad.

Anónimo dijo...

Un verdadero Maestro, con m mayúscula. Con toda la firmeza de convicciones en su pensamiento, de acendrado ejercicio de sentido común en las ideas y de enseñanza afilada para los jóvenes. Ojalá éstos lo leyeran con fruición y gusto.
Saludos, don Aníbal
Rosalía

__ dijo...

Aunque no esté relacionado con este artículo en particular, quería hacerle llegar esta nota que vi en The Economist (http://www.economist.com/world/americas/displaystory.cfm?story_id=15580245), porque me llamó la atención cómo hasta lo que es evidente para los de afuera acá parece estar velado. Por supuesto, es con otra visión muy distinta de cómo ud. lo plantea (la evolución de la izq. posmoderna), pero no deja de ser llamativo para mí. Probablemente porque los gringos tienen ese prurito de querer ser honestos, aunque no sepan cómo. O hasta dónde. Un abrazo, y le deseo de un vecino que lo considera un maestro
Álvaro de Erausquin