domingo, 4 de octubre de 2009

Año del Santo Cura de Ars


AVAROS DEL CIELO:
CIELO Y POBREZA

Desde el primer momento, llamó la atención a la gente del pueblo cómo rezaba y celebraba la Santa Misa el nuevo cura. Y también llamó la atención su libre y generosa pobreza. Al llegar a la casa parroquial, enseguida pidió que se llevasen de allí todo lo que no era imprescindible para vivir.

Daba siempre, y daba todo lo que podía. Y lo hacía con cualquiera. Cambiaba su pan blanco por el duro a los mendigos; daba sus zapatos; vendía lo que podía…

Cuando llevaba ya cinco años en Ars, en 1823, comenzó con su proyecto, que llamó La Providencia. Era una escuela gratuita para niños, que iba albergando a pequeños en su mayoría huérfanos: lo que empezó con doce camas, terminó por hospedar a sesenta, que iban desde los seis a los veinte años. Él no tenía un centavo en el bolsillo, pero para los que no tenían, conseguía lo necesario.

Quería amar sólo a Dios y a aquellas almas que Dios le había encargado, y para eso quería tener libre su alma, muy libre de todo lo de la tierra. Sabía que cuanto más pobre es uno, más rico es.

Al mismo tiempo que con su persona era austero, con los demás y con Dios era tremendamente generoso: le importaba tanto cada persona, amaba tanto, que no se conformaba con verlos pasar necesidades. Buscaba ganar las almas para el Buen Dios, y también cuidaba de sus cuerpos.

LO QUE DIJO E HIZO

“Hay dos tipos de avaros: el del cielo y el de la tierra. El de la tierra no lleva su pensamiento más lejos que el tiempo; nunca tiene suficiente riqueza; amasa siempre. Pero en el momento de la muerte no tendrá nada. Lo he dicho a manudo: es como los que guardan demasiado para el invierno, que cuando llega la cosecha siguiente, ya no saben qué hacer; sólo les sirve para tener problemas. Asimismo, cuando la muerte llega, los bienes no sirven más que para preocupar. No nos llevaremos nada, lo dejaremos todo. ¿Qué diríais de una persona que amontona en su casa provisiones que tuviera que tirar porque se pudren; y que, sin embargo, dejase piedras preciosas, oro, diamantes que podría conservar y llevarlos por todas partes donde fuese, y con los que haría fortuna? Pues bien, hijos, nosotros hacemos eso mismo: nos atamos a la materia, a lo que necesariamente se termina, y no pensamos en adquirir el cielo, ¡el único verdadero tesoro!”

Su gran preocupación fue inculcar en los cristianos la convicción de que en la tierra estamos de paso, que vale la pena vivir siendo avaros del cielo: “La tierra es comparable a un puente que nos sirve para cruzar un río; sólo sirve para sostener nuestros pies. Estamos en este mundo, pero no somos de este mundo, puesto que decimos todos los días: Padre nuestro que estás en los cielos. Hay que esperar nuestra recompensa cuando estemos en nuestra casa, en la casa paterna”.

Quiso vivir pobremente, prescindiendo de todo lo posible, para que nada lo atase. Y si podía dar, lo hacía sin pensarlo dos veces. Un día, cuando se dirigía al orfanato para explicar el catecismo, se cruzó con un pobre desgraciado que llevaba el calzado destrozado. Inmediatamente el Cura le dio sus propios zapatos y continuó su camino hacia el orfanato intentando ocultar sus pies descalzos bajo la sotana. Contaba Juana María Channay: “Le envié una mañana un par de zapatos forrados, enteramente nuevos. ¡Cuál fue mi admiración al verlo, por la tarde, con unos zapatos viejos, del todo inservibles! Me había olvidado de quitárselos de su cuarto. ¿Ha dado usted los otros?, le pregunté. «Tal vez sí», me respondió tranquilamente”.

Con idea de corregir a quienes pensaban que ser santo es cuestión de pasar todo el día en la iglesia olvidando sus obligaciones y la caridad con el prójimo, les decía: “Sentís necesidad de rezar al Buen Dios, de pasar todo el día en la iglesia: pero os asalta la idea de que sería muy útil trabajar por algunos pobres que conocéis y que se hallan en una necesidad extrema; eso agrada mucho más a Dios que todo el día pasado al pie del santo sagrario”.

En sus últimos años lo hicieron canónigo. Los canónigos visten sobre la sotana la muceta, una tela morada colocada encima de los hombros. En cuanto le hicieron llegar la muceta la vendió, y dio ese dinero para los pobres y huérfanos. Estaba convencido de que “los amigos de los pobres son los amigos de Dios”. “Si tenéis mucho, dad mucho; si tenéis poco, dad poco; pero dad de corazón y con alegría”.

En enero de 1823, a los cinco años de su llegada a Ars, estaba ayudando en la misión del vecino pueblo de Trevoux: hacía mucho frío, y se pasaba horas confesando. Entre varios reunieron dinero y le compraron un pantalón negro abrigado, de gruesa pana. Un sábado por la noche, cuando volvía a pie a Ars, se cruzó con un pobre casi desnudo que temblaba de frío. “Espere, amigo”. Se escondió detrás de una cerca; al momento, apareció con el pantalón en la mano, y se lo dio. Al cabo de unos días, en Trevoux, le preguntaron si estaba contento con los pantalones: “Ah sí; he hecho de él un muy buen uso: un pobre me lo ha pedido prestado sin devolución”, bromeó.

Quería vivir de tal modo que la tierra ya no le importase, como solía comentar; los bienes de la tierra… ¡son tan poca cosa comparados con los bienes del cielo! “El mundo pasa, nosotros pasamos con él. Los reyes, los emperadores, todo se va. Nos introducimos en la eternidad, de donde no se vuelve nunca. Sólo se trata de una cosa: salvar tu pobre alma. Los Santos no estaban atados a los bienes de la tierra; no pensaban más que en los bienes del cielo. Las gentes del mundo, al contrario, no piensan más que en el tiempo presente. Hay que hacer como los reyes. Cuando van a ser destronados, envían sus tesoros por delante; y estos tesoros los esperan. De la misma manera, el buen cristiano envía todas sus buenas obras a la puerta del cielo”.

Vivir atado a los bienes de la tierra, a las cosas que se tienen… es una vida tan tonta, tan baja, que es como vivir muerto: muerto a la vida libre y fabulosa del que goza de los bienes espirituales: “El Buen Dios nos ha puesto en la tierra para ver cómo nos comportaremos, y si lo amaremos; pero nadie se queda en ella. Si pensáramos un poco, elevaríamos sin cesar nuestras miradas hacia el cielo, nuestra verdadera patria. Pero nos dejamos llevar por el mundo, por las riquezas, por los gozos. Ved a los Santos: ¡cómo estaban despegados del mundo y de la materia! ¡Miraban todo eso con desprecio!”

José Pedro Manglano
(tomado de su libro “Orar con el cura de Ars”)

1 comentario:

ErmitañoUrbano dijo...

Muy buen texto. Inflama de ansias de santidad. Bendiciones por su Apostolado. Dio y Maria Santisima lo protejan y guien.