HIJO DE SAN FRANCISCO
Se ha escrito mucho sobre el Santo Padre Pío, y sobre todo sobre el carácter extraordinario de su ministerio sacerdotal, ya sea en el confesionario, en el altar, o en su apostolado con las almas. Pero pocos, al parecer, han tratado más especialmente sobre su vida religiosa y franciscana. Sin embargo, ella es su vocación esencial, y como el fundamento de su eminente santidad: en efecto, el religioso, por su profesión debe tender a una vida más perfecta, según el camino de los consejos evangélicos. Por eso, aunque el estado religioso hoy en día está poco valorizado, tratemos de conocer mejor al Santo Padre Pío como hijo de San Francisco, según varios datos extraídos de sus diversas biografías.
La vocación franciscana del Padre se dibujó desde antes de su nacimiento, cuando su madre, que era terciaria franciscana, lo encomendó durante su embarazo al Santo de Asís.
En su época era una costumbre muy difundida en Italia que una madre joven, que deseara un parto feliz, se confiara a la protección del Seráfico Patriarca. Para eso, llevaba su medalla al cuello, rezaba cada día un Padrenuestro, un Avemaría con invocación al Santo, y le prometía darle al niño para la primera o la segunda orden, con el nombre de Francisco o Francisca.
Nuestro futuro Santo, entonces, fue bautizado con el nombre de Francisco y —azar o providencia— en una iglesia dedicada a Nuestra Señora de los Ángeles, como la capilla de la Porciúncula, la “cuna” de la orden franciscana.
Desde la edad de cinco años —según el testimonio del Padre Agostino, su confesor— mientras apenas se estaba despertando su razón, se consagró totalmente y para siempre a Dios, más de diez años antes de su ingreso en religión.
Enseguida se distinguió de los demás niños de su edad por su gran piedad, llevando aún a su abuela a la iglesia desde el primer sonido de las campanas. Habría de ser un monaguillo ejemplar, ayudando desde temprano la Misa de cada día, y haciéndose notar entre otros niños por su devoción y su porte.
También desde temprano, ofrecía numerosos sacrificios a Jesús, y practicó una severa ascesis: su madre testimoniaría más tarde que “prefería dormir sobre la tierra, con una piedra por almohada”. Ella también lo sorprendió flagelándose duramente con una cadena de hierro, “acto que repetía a menudo”. Tenía más o menos ocho años cuando le preguntó por qué se golpeaba así; Francisco le contestó: “Debo golpearme como los judíos han golpeado a Jesús y han hecho sangrar su espalda”.
Estos hechos confirman bien lo que el Padre Pío confesaría años más tarde: que había “sentido fuertemente desde la más tierna infancia la vocación al estado religioso”.
Su madre sintió la primera intuición acerca de esta vocación, cuando un día le confió a “Razzio”, su esposo: “Yo seré feliz si llega a ser sacerdote o solamente hermano”. El día del 55º aniversario de su profesión religiosa, el Padre Pío lo contaría en el comedor: “En estos días, hace mucho tiempo, mi madre me dijo: «He soñado con San Francisco; me dijo que debo llevarte al convento de los monjes, porque debo hacerte franciscano»”.
En 1898 Francisco tenía once años, y en una aparición, Jesús le reveló su futuro religioso: santificarse y santificar a los demás. En la misma época, mientras que en los campos se realizaba la cosecha, un hermano lego capuchino, Fray Camilo se presentó en la casa para mendigar víveres en provecho del convento de Morcone.
Esta visita providencial impresionó fuertemente al joven Francisco, que declaró, cuando regresó su padre: “Quiero ser monje”. Éste le preguntó si quería irse con los franciscanos de Paduli, el pueblo vecino.
“No, contestó el chico, quiero hacerme monje con barba”. La gracia no suprime la naturaleza…
Luego de recabar informaciones, Francisco no pudo entrar en el convento enseguida, no porque le faltase barba, sino porque había que tener por lo menos quince años, y conocimientos escolares suficientes si se aspiraba al sacerdocio. Grazio Forgione iba entonces a tener que emigrar a América para poder pagarle a su hijo los cursos particulares dispensados por un preceptor de pueblo, conocedor del idioma latino.
Cuando Francisco alcanzó la edad y el nivel escolar requeridos para la admisión al noviciado, el demonio, sintiendo en él un terrible adversario, se desencadenó para impedir la realización de su proyecto. No solamente por unos terribles combates interiores, que el Padre Pío más tarde calificaría como “martirio” al terrible recuerdo, sino también por medio de calumnias escandalosas de su profesor, que provocarían hasta una encuesta por parte de los capuchinos.
En este ambiente tenebroso que marcó sus últimos días en el siglo, fue sin embargo reconfortado por tres revelaciones divinas que lo esclarecieron también sobre su futuro estado de vida: primero la visión de un inmenso campo de batalla donde, entre dos campos adversos, un hombre de una encandiladora belleza lo comprometía a ir a combatir contra un gigante cuya frente tocaba las nubes, asegurándole la victoria.
Luego, dos días antes de su partida, una segunda visión, esta vez intelectual, le hizo comprender que iba a entrar en la milicia de Cristo para combatir a Satanás. No tenía nada que temer, mostrándose valiente y confiado en Jesús.
Finalmente, durante la última noche bajo el techo familiar, una aparición de la Santísima Virgen y de Nuestro Señor, que le impuso la mano sobre la cabeza para fortalecerlo.
Aquellas dos primeras visiones hicieron pensar enseguida en la revelación que tuvo San Francisco antes de su conversión, donde el Señor lo invitaba a combatir como caballero. Lo que Tomás de Celano, su primer biógrafo, había afirmado del Santo fundador, se le aplicaba perfectamente a nuestro beato: “Esta visión de las armas al comienzo de su carrera es verdaderamente admirable: una toma de armas era perfectamente indicada para el caballero que, como un nuevo David, debía atacar al hombre fuertemente y bien armado”.
Varios años más tarde, el Padre Pío habría de recordar esta escena ante sus compañeros: “La vida religiosa es una lucha, un combate sin tregua. Nosotros, que estamos en primera línea, contra un enemigo armado hasta los dientes, debemos enfrentarlo con todas nuestras fuerzas”.
El 6 de enero de 1903, en pleno invierno, Francisco se fue a tomar el tren para entrar al convento de Morcone, distante a más o menos treinta kilómetros de Pietralcina. En la estación, la separación con su madre fue patética. Después de haberle entregado un rosario y dado su bendición, le tomó las manos, diciendo: “¡Hijo mío, se me desgarra el corazón, pero no pienses en el dolor de tu madre. San Francisco te llama; bueno, sigue tu vocación y que el Señor haga de ti un santo!”
Más tarde, el Padre Pío dejaría escapar esta confidencia: “Para decir la verdad, nunca he sido tentado contra la vocación durante mi vida religiosa, pero o a veces, cuando los ataques del demonio se hacían demasiado vivos, la escena emocionante del adiós a la Mamma me volvían al espíritu y retomaba el ánimo”.
Un año más tarde, después de la ceremonia de profesión, ella lo abrazó nuevamente, diciéndole: “Hijo mío, ahora sí, eres enteramente hijo de San Francisco; que él te bendiga”.
Ese adolescente no tenía todavía los dieciséis años cuando tocó a las puertas del convento del noviciado. Por arriba de la puerta de la clausura, vio un cartel: “O la penitencia, o el infierno”. Más lejos, sobre una bóveda del corredor: “Silencio”. Y por fin, en el umbral de su celda: “Ha muerto y su vida está escondida con Dios en Jesucristo” (Colosenses, III, 3). Enseguida pasó su examen sobre las materias generales, y también el de latín.
Habiendo rendido todo satisfactoriamente, entró en el retiro para prepararse para recibir el hábito capuchino, el 22 de enero. Con el hábito, llevó un nuevo nombre: Fray Pío. ¿Lo había elegido él, o se lo habrán impuesto? Los biógrafos divergen, pero la segunda solución es la más probable, según la costumbre de la Orden. En todo caso, si abandonaba el nombre de Francisco, no es sino para imitar mejor a su Santo Patrono.
En efecto, como lo afirmará más tarde Pío XI a los capuchinos: “Lo que es el carácter de su orden, es una imitación estrictísima de su Padre San Francisco”.
Contentémonos entonces con relatar, entre los hechos más sobresalientes de su vida religiosa, aquellos que denotan en forma más particular a un verdadero y perfecto discípulo de San Francisco en el Padre Pío.
Y en primer lugar, su profunda devoción a la pasión de nuestro buen Salvador. En efecto, al testimonio de San Buenaventura, “el camino seguido por San Francisco no es otro que un ardiente amor de Jesús crucificado”.
Fue meditando ante un crucifijo que el Poverello recibió su misión del Señor, y fue así que el Padre Pío recibió sus estigmas. Aquellos que se han codeado con el Padre Pío en el noviciado, y luego en el escolasticado, recuerdan que debían extender un pañuelo en tierra ante él, para esponjar las lágrimas que le venían durante la meditación consagrada a la pasión.
Fue un digno imitador del Seráfico Padre, quien lloraba tanto sobre Jesús crucificado, que terminó casi ciego y fue dispensado de leer el Breviario. Lo mismo le ocurrió también al Padre Pío en el año 1912, de manera que tuvo que conmutársele la recitación del Breviario por la del rosario hasta su curación.
Para San Francisco, Jesús humillado no era menos adorable bajo las Sagradas Especies que sobre la cruz.
Todas sus biografías subrayan su devoción excepcional al Santísimo Sacramento. Aún ciertos protestantes, como Sabatier o Boehmer, lo confiesan: “la Eucaristía era el alma de su piedad” y en sus exhortaciones era “el tema favorito del Santo”. Aquí el beato Padre Pío de Pietralcina de nuevo se revelaba como un ardiente émulo del Serafín de Asís: “Lo que me inspira el mayor amor es el pensamiento de Jesús en el Santísimo, y mi corazón se siente atraído por una fuerza superior antes de unirse a él, por la mañana, en la comunión. Siento un hambre y una sed tales antes de recibirla, que falta poco para que no muera de inanición”.
No se puede tildar de exagerada a esta última frase: cuando era estudiante en Venefro, estuvo tan enfermo que permaneció veintiún días sin poder tragar nada, salvo la Sagrada Hostia. Y sus dirigidos recuerdan cómo los exhortaba a recibir frecuentemente la comunión.
San Francisco profesaba una gran veneración por la regla de la Orden que afirmaba haber recibido del Señor mismo, junto con la misión de hacerla observar al pie de la letra, sin glosas. Para él, “la regla es el libro de la vida, el seguro de la salvación, la médula del Evangelio, el camino de la perfección, la llave del cielo…”
Por lo tanto, comprometía “a todos los hermanos, en nombre del Señor, a aprender el texto y el sentido de todo lo que está escrito en esta regla para la salvación de nuestra alma, y a ponérselo frecuentemente en la memoria”.
Fray Pío, siempre dócil a la voz del Santo fundador, no leyó casi ninguna otra cosa durante todo su año de noviciado, más que la regla y las Constituciones de la Orden, de las cuales San Pío V había formulado este elogio: “He aquí Constituciones inspiradas evidentemente por el Espíritu Santo. Quien las observe fielmente puede ser puesto en el número de los Santos”.
El Padre Tommaso, maestro de novicios, confesaría no haber encontrado nunca en Fray Pío un defecto sobre esta observancia, y hasta el fin de su vida, no solamente no pidió jamás dispensa alguna, sino que también permaneció fidelísimo hasta a las menores prácticas, como la de inclinar la cabeza al oír pronunciar los nombres de Jesús, María y San Francisco.
La virtud de obediencia es maestra de toda la vida religiosa. San Francisco la consideraba con espíritu de fe: “un sujeto no debe considerar el hombre que hay en su superior, sino a Aquel por el amor de quien eligió obedecer”.
Los capuchinos se encuentran invitados a cumplir esta virtud por sus Constituciones, las cuales los exhortan a tener hacia sus superiores la obediencia y el respeto “que merece su calidad de representantes de San Francisco o más bien de Cristo nuestro Dios”. El Padre Pío observaba a sus superiores con esa mirada de fe: “su voz, para mí, es la de Dios, a quien quiero tenerle confianza hasta mi muerte”. Y esto era lo que le inculcaba a los demás: “Obedezcan prontamente. No miren ni la edad, ni el mérito de la persona. Para lograrlo, imagínense que obedecen a Nuestro Señor”.
Tal era el puro espíritu de San Francisco, quien había declarado: “Estoy listo para obedecer con la misma prisa a un novicio de una hora que se me diera por guardián, que al fraile más anciano y más experimentado”.
¿Qué decir con respecto al Poverello y a su Dama Pobreza? Para él, lo superfluo era sinónimo de robo: “Nunca quise recibir todo de lo cual tenía necesidad, por temor de que los demás pobres fuesen privados de su parte”.
El Padre Pío había retenido perfectamente esta lección. Había fundado la “Casa”, la casa para el alivio del sufrimiento, para que en ella se cuide de los pobres; y la había querido grande, hermosa, construida con materiales de último modelo y además con mármol…
Sin embargo, un año antes de morir, mientras se veía impotente y estaba agobiado por las enfermedades, uno de sus hijos espirituales —en connivencia con el Padre guardián— hizo instalar en su celda un aire acondicionado para aliviarlo de los ardores de la canícula. Cuando vio el aparato, la primera pregunta del Padre fue: “¿Cuánto costó?” Se le contestó: “Quinientas mil liras”. Entonces perdió la paz del alma, protestando ante todos aquellos que lo visitaban: “¿Qué diría San Francisco? ¿Qué diría San Francisco?” Jamás consintió en utilizar el aparato, sino como mesa para apoyar objetos.
Como el Poverello, quería esa pobreza no solamente para sí mismo, sino también para su Orden, quejándose en ocasión de un gasto hecho por la Provincia, por ser “sin duda contrario a nuestra sencillez y a nuestra pobreza seráfica”. Tampoco le gustaba la nueva iglesia conventual, no conforme al espíritu del Santo fundador y a las Constituciones capuchinas, que prescriben “que no se busque hacerlas grandes y espaciosas”.
“Bienaventurados los pobres…” (San Lucas, VI, 20). La pobreza amada, es ya la beatitud. La paz de aquel que no tiene nada que lo retenga aquí abajo, y que está contento con todo. El Seráfico Padre llamaba a la tristeza “el mal babiloniano”, y su alegría pasó a ser legendaria. Hizo de ello un precepto para sus primeros discípulos: “que los hermanos tengan cuidado de no adoptar un aire sombrío, una tristeza hipócrita, sino que se muestren alegres en el Señor, amables, de buena gana, como conviene”.
En el plano humano, la alegría del futuro Santo Padre Pío es desconcertante, visto el gran sufrimiento que sentía a cada instante. Su sufrimiento físico eran los estigmas, las sucesivas enfermedades, fiebres de más de 40º. Su sufrimiento moral eran las noches del espíritu, las tentaciones obsesivas, los temores lancinantes, la preocupación por las almas, las persecuciones, etc… Los sufrimientos fueron adicionándose y multiplicándose entre sí, sin tregua.
Tratemos de tener espiritualmente presente todo esto, escuchando ahora a sus compañeros:
— “El Padre Pío era siempre alegre y chistoso”.
— “Siempre era alegre, y cuando contaba una historia, era tan jovial que uno no se cansaba nunca de escucharlo”.
— “Siempre afable, en conversación con sus hermanos sobre todo. Era vivo, y a veces animador, contando muchos chistes”, llegando aún hasta la broma.
Que se lea la lección Fray Francisco y Fray León sobre “la alegría perfecta” y se juzgará si, allí de nuevo, el Padre Pío no fue su digno hijo.
Otra nota franciscana que brilló particularmente en el Padre, aún cuando no se manifestaba ante los ojos de todos, fue su gran frugalidad, en la escuela del Poverello. Este último se abstenía de los alimentos cocidos y acumulaba las cuaresmas en el año. Al final de una de esas cuaresmas, no había comido nada, y rompió el ayuno por humildad, para no igualar al Divino Maestro.
Un día de Pascua, mientras los frailes habían preparado una mesa mejor servida, salió a mendigar y volvió a comer sentándose en el suelo… En cuanto al Padre Pío, hacía cuaresma todo el año, “aún en la Navidad y en la Pascua”. Para todo el mundo era fiesta, pero para él siempre había ayuno y oración.
Solamente comía al mediodía, tomando apenas un vaso de agua por la mañana y por la tarde. Sus médicos nos han contado su régimen habitual: un plato de verdura, un pedazo de fruta. Jamás carne ni pan. Más o menos 250 calorías cotidianas, incapaces de compensar la sangre que perdía cada día por los estigmas, sin hablar de su labor extenuante en el confesionario.
Todavía se podrían revelar numerosos otros rasgos de conformidad entre el Padre Pío y su Seráfico modelo, y si se dice del sacerdote que es un “alter Christus” —lo que es tanto más verdadero para el Padre Pío— se puede decir también que en cuanto religioso y capuchino, fue un “alter Franciscus”. Su apego al ideal religioso franciscano se manifiesta desde el comienzo hasta el fin de su vida, y, por contraste, más particularmente durante sus primeros años de vida sacerdotal que tuvo que pasar fuera del convento, “en exilio” en su país nativo.
En diciembre del año 1911, después de un corto ensayo de vuelta a la vida de comunidad en el convento de Venafro, el Padre —sufriendo— tuvo una aparición de San Francisco, anunciándole que debía volver nuevamente a Pietralcina, la cual le arrancó dolorosas quejas: “Oh, seráfico Padre mío, ¿me expulsas de tu Orden?… ¿No soy más tu hijo?… ¡Te me apareces ahora para decirme que vuelva a esta tierra de exilio!”
Las quejas continuaban repitiéndose en las cartas dirigidas a sus superiores: “Mi posición fuera del claustro ensombrece toda mi vida (…) el más grande de los sacrificios que he hecho al Señor, ¿no es poder vivir en el convento?”
En efecto, el convento para él era “el lugar seguro, el asilo de paz”.
Por eso, cuando las autoridades superiores de la Orden estaban pensando en secularizarlo definitivamente, él rezaba con todas las fuerzas de su ser para que aquella prueba intolerable no le fuese impuesta.
“¡Qué humillación es para mí, Padre mío, el verme separado de la Orden seráfica! Se trata de un inmenso dolor que me aplasta (…) todas las lágrimas que he derramado me han hecho también sufrir mucho, y he sido obligado a meterme en la cama, en donde me encuentro todavía”.
Gracias a Dios, y también a sus superiores inmediatos, aquello no tuvo lugar, y sacó de todo eso un amor aún más grande por su vocación capuchina: “Y ¿dónde pudiera servirte mejor, oh Señor, sino en el claustro y bajo el estandarte del Poverello de Asís? (…) Que el Buen Jesús me otorgue la gracia de poder ser un hijo menos indigno de San Francisco; que pueda yo servir de ejemplo para mis compañeros, de manera que el celo aumente siempre más en mí para ser un perfecto capuchino”.
El Padre Pío sufría mucho ante la evolución, o más bien, ante la revolución que veía que se estaba operando bajo sus ojos, tanto en el campo social como en el religioso. En octubre de 1967 le confió a su sobrina: “Dentro de dos años no estaré más, porque habré muerto. Muchas cosas cambiarán”. Cambios que reprobaba: “seamos los imitadores de nuestros padres, que nos han precedido en el buen camino y nos llevaremos bien”.
Todo esto le hacía decir al Padre Clement: “Lo que entristecía al Padre Pío al final de su existencia era el abandono, por parte de varios capuchinos, de las tradiciones ancestrales, pero sobre todo la fuerte disminución de las vocaciones de la Orden”.
Más que parafrasearla, dejemos aquí que el Padre Alberto Ghinato nos cuente una sabrosa anécdota:
“El amor que tenía por el hábito —tanto, que le era pesado quitárselo, aunque fuese tan sólo por poco tiempo y por necesidad— era tan proverbial, que un compañero quiso hacerle una broma… posconciliar: se presentó durante la recreación con un metro de costurera en la mano.
“— ¿Qué vas a hacer con ese metro?
“— Debo tomar medidas.
“— ¿A quién?
“— A usted.
“— ¿A mí? ¿Y por qué? ¿Quiere hacerme un hábito?
“— No, no. Debo tomar medidas para un pantalón, porque nunca se sabe. ¿Está al tanto? El Capítulo General se está desarrollando en este momento, y es posible que nos obliguen a vestirnos de civil. Es mejor estar preparado…
“— ¿Has perdido la cabeza? He vivido y moriré con este hábito bendito, ¿has entendido?
“Quince días más tarde, moría enfundado en ese hábito”.
Si hubo una evolución que encontró en él a un reaccionario encarnizado, tal fue el liberalismo de las costumbres: anticoncepción, aborto, concubinato… pecados con que lo torturaban en el confesionario.
“Cuando te has casado, es Dios quien decide cuántos hijos debe darte”. Había bendecido el casamiento de una pareja, retomando la palabra de Dios a nuestros primeros padres: “Creced y multiplicaos”. Y aquella pareja tuvo dieciséis hijos.
Se mostraba sin piedad para las mundanas, y había hecho fijar un cartel en la puerta de la iglesia con un aviso prohibiendo el ingreso para las mujeres en pantalones, sin velo o con vestidos demasiado cortos.
Antes de que la moda femenina hubiera llegado hasta la imposición de la minifalda, el Padre ya expulsaba del confesionario, con palabras encendidas, a las penitentes cuyas polleras no alcanzaban a taparles las rodillas: “Verás como arderá tu carne desnuda”. Más de una vez cerró la portezuela ante unos labios pintados. A sus hijas espirituales les exigía particularmente un porte decente: “El Señor condena estas modas impúdicas y escandalosas que llevan a la ruina a las almas… No deben seguirlas bajo ningún pretexto…”
San Francisco de Asís había instituido la Tercera Orden para todos aquellos que querían santificarse en el mundo sin sacrificar al mundo.
El Padre Pío hubiera querido que todos sus hijos espirituales adoptasen tal regla de vida: “Deseo tanto que entren en la Tercera Orden y que se hagan parte de la familia franciscana. Ahí podrán sacar el espíritu evangélico del Seráfico Padre San Francisco y vivirlo. El ardiente deseo de mi corazón es que todos mis hijos espirituales pertenezcan a una de nuestras fraternidades seculares; entonces me siento vuestro verdadero padre y vuestro verdadero hermano”.
Allí sí que podrían imitar bien a Jesucristo, en pos de San Francisco: “Que jamás se aleje de vuestro espíritu la figura del Seráfico Padre San Francisco, que tan bien supo reproducir en él las virtudes de Dios hecho hombre”.
Para él, el terciario también debía ser un apóstol: “No te canses de propagar la Tercera Orden y de procurar, por este medio, a todo el mundo, la verdadera vida. Haz conocer a todos a San Francisco y a su verdadero espíritu. Grande será entonces el mérito que les estará reservado Arriba”.
Hasta su muerte, el Padre Pío no dejó de agregar así a la Orden franciscana a una élite de primer valor, que ejerció en el mundo una influencia insospechable (varios de los terciarios eran antiguos masones convertidos).
Como epílogo, y lamentando no poder disertar sobre las demás virtudes religiosas del Padre Pío de Pietralcina —como por ejemplo, sobre su oración ininterrumpida, acerca de su profundo recogimiento o de su caridad fraterna— necesariamente debemos subrayar su extraordinario espíritu de sacrificio, que es como el alma de su vida religiosa y sacerdotal.
En efecto, los Doctores de la Iglesia, desde San Agustín hasta San Alfonso María de Ligorio, se ponen de acuerdo para ver en el estado religioso un holocausto, a imagen de este sacrificio del Antiguo Testamento donde la víctima era totalmente consumida por Dios.
Aquí, la persona consagrada a Dios Nuestro Señor no se reserva más nada de todos sus poderes temporales, corporales y espirituales, por los tres votos de religión, que la clavan definitivamente a la cruz con su Redentor, “acabando así en ella lo que falta a la Pasión de Cristo para su cuerpo, que es la Iglesia” (Colosenses, I, 24).
El Padre Pío estaba plenamente consciente de eso: lo atestiguan las palabras que él mismo había escrito sobre su estampita del jubileo monástico: “Cincuenta años de vida religiosa, cincuenta años clavado sobre la cruz, cincuenta años de fuego devorador, por Ti, Señor, y por aquellos que has redimido”.
Sin embargo, el Padre Pío estaba tanto más destinado a una vida de víctima, cuanto que se hallaba revestido del carácter sacerdotal, que lo asemejaba a Nuestro Señor Jesucristo, sacerdote y víctima de su propio sacrificio. Por eso, también había escrito, esta vez sobre su estampita de ordenación sacerdotal, una oración con la cual le pedía al Señor que hiciera de él no solamente un “sacerdote santo”, sino además una “víctima perfecta”.
La Santísima Virgen María, Madre de la Divina Víctima y Corredentora, también habría de asistirlo en ese largo via crucis: “Jesús y su Madre bienamada me animan, sin dejar de repetirme que la víctima, para llamarse tal, debe derramar su sangre”.
Este via crucis era, a la vez, doloroso y alegre: “No pido en absoluto tener una cruz más ligera, puesto que me es suave sufrir con Jesús; mirando la cruz sobre sus espaldas, me siento cada vez más fortalecido, y exulto con una santa alegría”.
Y, por fin, ese grito proveniente de su corazón: “Oh, qué hermosa cosa es ser víctima de amor”.
Fray Juan
(del Convento San Francisco de Morgon, Francia)
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