Mostrando las entradas con la etiqueta Fernando Vizcaíno Casas. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Fernando Vizcaíno Casas. Mostrar todas las entradas

domingo, 1 de octubre de 2017

Realidades contra plebiscitos



CATALUÑA

En 1941 se vuelven a editar obras en catalán. En 1943 se publican cuarenta y tres; entre ellas, las Obras completas de Verdaguer. Y El somni encetat, de Miquel Dolç. Funciona el Institut d’estudis catalans, del que es presidente Puig i Cadafalch. Y en la institución Amics de la poesia se dan clases particulares de lengua catalana. En 1944 estrena Joan Brossa su pieza teatral El cop desert; en 1946, Pío Daví y María Vila realizan campañas de teatro vernáculo, estrenando L’hostal de la glòria, de Josep Maria de Sagarra, que desarrolla en los años inmediatos una constante labor dramática. Auspiciada por Tristán La Rosa, aparece en 1945 la revista Leonardo; en 1948, Dau al set, dirigida por Brossa, donde son habituales las firmas de Ponç i Cuixart, Tàpies y Tharrats. Editorial Aymá convoca en 1947 el Premio Joanot Martorell, que seguirá impartiéndose sucesivamente. También la revista Antología patrocina un concurso mensual de cuentos en catalán. Escriben poesía en su lengua Salvador Espriu, Pérez Amat, Pedroto, J. V. Foix, Maurici Serrahima, con dificultades, pero cumpliendo una espléndida tarea, pese a ellas. En 1948, los libros publicados en vernáculo son ya sesenta.

La senyera de Cataluña y la bandera de Barcelona ondean libremente en los edificios públicos a partir de 1940. Se bailan otra vez sardanas en las Fiestas Mayores y no se limita la tradición dominical de hacerlo frente a la catedral. Un libro sobre Joan Miró, de J. E. Cirlot (Editorial Cobalto) gana uno de los premios del INLE a las mejores ediciones, en 1949. La Orquesta Municipal se ha presentado, con inenarrable éxito, en 1944, en el Palau de la Música, bajo la dirección del maestro Toldrá. Vuelve a actuar, en triunfo, el Orfeó Català. Tiene una gran acogida el Teatre selecte de Frederic Soler (Serafi Pitarra). En los años 60 se doblan al catalán varias películas (Verd madur, La filla del mar, etc.); no tienen éxito.1 Tampoco lo tendrá el semanario Tele / Estel, lanzado en esta década. Ni la posterior reaparición de En Patufet. (Ni lo tiene actualmente el diario Avui. Es un hecho verdaderamente significativo).

A partir de 1945, pues, se hace patente la liberalización en materia cultural. De tal manera que, superada la primera y lamentable etapa de persecución indiscriminada, no hay obstáculos serios para aquellas manifestaciones catalanistas no politizadas; o, para concretar mejor, no tendientes a fomentar de nuevo los afanes separatistas y antiespañoles. Por eso ha podido escribir Guillermo Díaz-Plaja 2 celebrando la restauración de la Generalitat (tras resaltar su emoción al volver a oír gritar al presidente Tarradellas un visca Espanya! en catalán, lo que le hace recordar un artículo memorable de Maragall) que lo que Cataluña ha recuperado, en verdad, nunca se había perdido.

Claro que no es ésta la versión que ahora suele ofrecerse. Otro libro plenamente tendencioso, Els anys del franquisme 3 llega a presentar a El Facerías y a Quico Sabater, tristemente famosos en su época por su dilatado historial de delincuentes comunes, como héroes de la lucha antifranquista. Se quiere asimismo desvirtuar la creciente pujanza de la cultura catalana, que alcanza singular auge a finales de los años 50, para consolidarse irresistiblemente en la siguiente década. La revista Serra d’Or (1959); Ediciones 62, fundada ese año y dedicada tan sólo a publicar libros en vernáculo; el Omnium Cultural (1961), que tiene por misión fomentar la cultura y la lengua catalanas; la Escola d’art dramàtic Adrià Gual; la Agrupació dramàtica de Barcdelona, son muestras irrebatibles de ello. Y los nombres (pese a todos los obstáculos) de Carles Riba, Vicens Vives, Santiago Sobraqués, Gabriel Ferraté, Xavier Benguerel, Ferran Soldevila, María Aurèlia Capmany, Joan Reglá, Pere Quart, Jordi Sarsanedas (que gana en 1953 el premio Víctor Català, con su libro de narraciones Mites), Folch y Camarasa, Josep Pla (premio Joanot Martorell, en 1951, con El carrer estret). A mediados de los 60 nace la nova cançó, en las voces de Joan Manuel Serrat, Lluís Llach, La Trinca: está llena de impliaciones políticas. En 1966 ha aparecido la Historia de la prensa catalana. Comienza a publicarse en 1970 la espléndida Enciclopedia catalana. Los libros en vernáculo ya se editan entonces por centenares.

Si descendemos a la esfera deportiva, bueno será recordar que la Selección de Barcelona, como tal, jugó varios encuentros internacionales de fútbol en los años 40, en el viejo campo de Las Corts (bien es verdad que su capitán era el medio azulgrana Franco). Y que la más esplendorosa época deportiva del Barcelona C. de F. se sitúa en los años 50, con el famoso equipo de las cinco copas. Por lo visto, entonces no existía la animadversión de los órganos deportivos centralistas al club azulgrna, de la que, paradójicamente, tanto se queja ahora, en plena democracia, don José Luis Núñez.

Para innecesario exaltar el tremendo desarrollo económico de Cataluña bajo el franquismo, que le llevó a situarse en cabeza de todas las regiones españolas en renta per cápita. Tras una primera fase, que propició las fortunas individuales (los estraperlistas de Rigat), llegó la prosperidad colectiva. A la vista están las realizaciones materiales logradas, los puestos de trabajo creados, la desbordante industrialización conseguida, la masiva inmigración que se produjo. Quizá por ello, Josep Maria de Sagarra escribía, en ocasión del XXXV Congreso Eucarístico Internacional de 1952 (que otra vez en su historia colocó a Barcelona a los más altos niveles europeos): el primer milagro ha sido la transformación material y moral de Barcelona.

Volvió, pues, la capital del Principado a tomar el cetro cultural de España. Ocurría, sin embargo, que ahora Madrid se lo disputaba con mayor igualdad que antes de 1936; pero ése era otro problema. Del cual, obviamente, sólo podían derivarse beneficios para la cultura española. Hoy, en cambio (al decir de Jaime Guillamet, Informaciones, 1-XII-79), una grave amenaza de extinción pesa sobre la lengua catalana. Tan sorprendente afirmación la basa en el estudio hecho por los siete lingüistas que forman el equipo de redacción de las revistas Els marges. Para ellos (Joaquín Molas, Joan A. Argente, Enric Sulla, Jordi Castellanos, Manuel Jorba, Josep Murgades y Josep M. Nadal), el catalán está ahora mucho peor que en los años 40 y 50, por la castellanización que sufre, derivada de las inmigraciones. Los políticos catalanes (dicen) adoptan ante el problema de la lengua actitudes híbridas y contemporizantes. Bien; se trata de una opinión respetable, interesante. Pero, posiblemente, alarmista en exceso.

Lo que no puede negarse es que existen otra vez (como en tiempos del franquismo) autores catalanes malditos, que son objeto de sañuda marginación; Josep Pla puede ser su más característica muestra. También Joan Maragall, evidentemente a causa de su famosa Oda a Espanya, que le valió la malquerencia de los separatistas. En esta línea de politización (que incurre en el mismo vicio anterior, tan justamente criticado) puede tomarse como prueba el rechazo de dos catalanes eminentes, pero a la vez claramente españolistas: Eugeni d’Ors, en literatura, y Salvador Dalí, en pintura.

Digan lo que quieran algunos, Cataluña y, más todavía, Barcelona fueron objeto de una atención constante por parte del franquismo. Que se debiera más a razones políticas que afectivas, es cuestión de difícil prueba. Pero que existió, no puede negarse. Correlativamente a ello, ¿fueron los catalanes tan mayoritariamente franquistas como el resto de los españoles? Yo pienso que sí. Resumiré mis razones para ello, en una anécdota personal vivida la tarde en que regresó del exilio el honorable Tarradellas. Recuérdense la manifestación ciudadana que su vuelta supuso, los millares de personas que le aclamaron a lo largo de su recorrido, la masa congregada en la plaza de San Jaime, hecha un puro vítor.

Estaba yo en el hotel Avenida Palace, después de haber seguido el clamoroso suceso a través de la televisión. Se me acercó un periodista francés, de los muchos que vinieron para cubrir la información de la noticia y me preguntó:

‒ ¿Qué le parece esta apoteosis? Es realmente impresionante, ¿verdad?

‒ Sí, en efecto ‒le respondí‒. Yo no recordaba nada igual, desde aquellas visitas de Franco a Barcelona, en los años sesenta.

Fernando Vizcaíno Casas
(tomado de su libro “¡Viva Franco! (con perdón)”,
Editorial Planeta S.A, Barcelona, España,
año 1980; págs. 116-119)


Notas:

1. Es interesante destacar que, durante la Segunda República, no se realizó ni una sola película larga en catalán. En Valencia, en cambio, Luis Martí produjo y dirigió El faba Ramonet, en 1933.
2. Guillermo Díaz-Plaja: Sociología cultural del postfranquismo, Editorial Plaza y Janés, Barcelona, 1979, pág. 45.
3. Els anys del franquisme (col. Coneixer Catalunya), de J. M. Colomer, J. M. Ainaud y Borja de Riquer, Edit. Dopesa, Barcelona, 1978.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

In memoriam


EL SUEÑO DE AQUEL SEÑOR
  
Encendió la lámpara de la mesilla de noche, colocó el cuadrante sobre el almohadón y se metió en la cama con el libro al lado. Se encontraba tranquilo, relajado. Estuvo leyendo hasta casi las doce. Ya a oscuras, rezó las tres avemarías de todas las noches, se dio la vuelta y, recostado sobre su hombro derecho, cerró los ojos.
  
El túnel es largo. Parece excavado en una roca; en el corazón de una montaña, quizá. ¿Qué extraño resplandor ilumina el túnel? Fernando camina por él; camina, curiosamente, sin pisar el suelo. Contradiciendo la ley de la gravedad. Primero, con pasos medidos, después, desatentados. La fiebre se ha apoderado de él. Está deseando llegar al final. Nota que una mirada le abarca y le sigue. ¿Irá a hablarle? La espera de lo inminente desconocido le angustia. Quisiera correr, pero no puede. No puede más que marcar un ritmo desigual en sus pisadas. ¿Qué viaje es éste? ¿Adónde va?
  
El túnel parece no tener fin. Durante el camino, que se le hace interminable, se remueven en su mente una montaña ingente de recuerdos, sentimientos, contriciones. Súbitamente, el túnel se dobla en un recodo. Hay ahora, al fondo, una luz vivísima que le ciega. Como millares de estrellas brillan en un cielo negro. Otra vez la sensación de que alguien le sigue, le mira, le domina. No es eso lo más sensible, es como un sopor que se está apoderando de él: el paso de un tiempo a otro tiempo. Y la impresión de fragilidad, un desasirse del lastre material.
  
Súbitamente, ¿qué es esto? Termina el túnel. Termina en un infinito, en un horizonte azul sin límites. ¿Y esta música, dulcísima, tenue, acariciadora? No te intranquilices, Fernando; parece escuchar una voz suave. Ahora camina muy despacio. Camina sobre nada; flota. Huele a primavera, tal que si atravesara un jardín. Y se detiene. ¿O le detiene una fuerza ajena a la que no puede sustraerse?
  
Escucha un rumor de multitud, de pronto. El horizonte se puebla con una masa de seres difusos, de rostros juveniles, limpios, que le sonríen. ¿Tienen cuerpo aquellos seres? Fernando se mira el suyo; asombrosamente, también se le ha desvanecido. La fuerza irresistible le hace andar hacia adelante, hacia el extraño enjambre. Que se abre, que se separa, dejándole paso, como rindiéndole honores. Avanza solitario, sorprendido. Curiosamente, confiado. Y de pronto…
  
De pronto, una figura emerge del fondo. ¿Será posible? Es Ponesa. Ponesa, joven; la Carmen que conoció en el Retiro, bellísima, sonriente, mirándole con ternura desde sus ojos azules, más azules que nunca los vio. Va corriendo hacia la mágica visión. ¿Corriendo? Sí, porque también él está ahora joven y fuerte y en plenitud. Se abrazan; no, exactamente no se abrazan, los espíritus no pueden materializar sus afectos. Pero son inmensamente felices, se sienten unidos, unidos como nunca. A Fernando le parece que ella está diciendo:
  
— Unidos para una eternidad…
  
Fue su último sueño. Y el único quizá posible.
  
De madrugada sintió el pinchazo hondo en el pecho, cerca del hombro izquierdo. Una creciente angustia. Un dolor intenso, que se le subía a la cabeza. Intentó incorporarse; los brazos no le respondían, como si fueran de trapo. Otro pinchazo, más angustia. Y en pocos minutos, la paz. A la mañana siguiente, era pasado el mediodía, seguía lloviendo sobre la ciudad. Nuria fue a despertarle y se lo encontró dormido para siempre. Tenía los ojos cerrados y sus labios violáceos querían ensayar media sonrisa.
  
Fernando Vizcaíno Casas
  
— — — — —
  
Con apenas un par de nombres cambiados, Fernando Vizcaíno Casas terminó de escribir este texto —perteneciente a su libro “Los imposibles sueños de un señor muy de derechas” en noviembre de 1997, seis años antes de su último noviembre. Se nos murió el día de los Fieles Difuntos, porque un hombre prolijo y leal no podía irse más que en esa fecha.

Brille para él ahora la luz que no tiene fin.
  
Que su alma, y el alma de todos nuestros queridos difuntos descansen en paz.
Amén.
  

lunes, 2 de enero de 2012

Memoria histórica

LA GUERRA HA TERMINADO
  
  
Al fondo, los picos blancos de Sierra Nevada brillan al sol tibio del invierno. La vega extiende su verdor hasta las mismas murallas de la ciudad; en el campamento puede escucharse el rumor dulce de las aguas del Genil. Granada, por fin vencida, aparece frente a los ojos de los soldados. Los soldados, en impecable formación, lucen sus galas mejores: los penachos multicolores; las bruñidas armaduras, relucientes, aunque algunas guarden, en sus abolladuras, el recuerdo de las feroces batallas; limpios los jubones; los sombreros y los cascos, rectamente colocados. La caballería se alinea y es de ver el colorido de las gualdrapas y la variedad de los arneses; sus jinetes apoyan en el suelo las lanzas y las picas; que semejan un bosque poblado por metálicos pinos.
  
La reina Isabel, el rey Fernando, el príncipe Juan, el cardenal Mendoza, fray Hernando de Talavera, los más preclaros capitanes del ejército, visten también galas. Dada la grandiosidad del día, se ha dispensado el luto que guardaban por la muerte del muy breve esposo de la infanta Isabel, el príncipe don Alfonso de Portugal, e incluso algunos van ataviados a la morisca, con marlucas y allobas de brocado y seda. Todos miran con expectación hacia las torres de la Alhambra, que desde lo alto se muestran, impresionantes y majestuosas, en su árabe y sensual arquitectura. De pronto, un clamor unánime se alza entre los millares de soldados y disparan al unísono lombardas y morteros y suena el redoblar de los atambores y los reyes y su ilustre cortejo caen de hinojos: en lo más alto de la más alta torre del palacio moro, la de la Vela, se alza por tres veces la cruz de Jesucristo. E inmediatamente, también por tres veces, el pendón de Santiago y el estandarte real. Un heraldo de armas, puesto en pie sobre la torre, grita:
  
— ¡Santiago, Santiago, Santiago! ¡Castilla, Castilla, Castilla! ¡Granada, Granada, Granada, por los muy altos y poderosos reyes de España, don Fernando y doña Isabel…!  
No pudo evitar la reina que el llanto la dominase; don Fernando, también vivamente emocionado, la atrajo hacia sí y dedicóle una dulce sonrisa. Entonces, todos aún de rodillas, cantaron el Te Deum Laudamus. Al terminar, se reprodujeron los vítores y las demostraciones de júbilo entre los nobles, capitanes y soldados, los disparos de la artillería y el sonar de las trompetas. En duro contraste con tanta alegría, junto a una de las tiendas de campaña, un grupo de hombres de oscura tez y ricos trajes había seguido el acto con gesto de infinita tristeza; y sus lágrimas, que muchas derramaron, no fueron de gozo, sino de dolor. Eran Boabdil el Chico y su séquito, que poco antes habían rendido a los Reyes Católicos la ciudad.
  
Se cumplían así las capitulaciones firmadas el 25 de noviembre de 1491 entre el monarca moro y los Reyes Católicos, en virtud de las cuales, Granada sería rendida en un plazo de sesenta días, después acortado hasta el 5 de enero. El día primero de año, Boabdil envió al campamento cristiano de Santa Fe los rehenes granadinos que se había obligado a entregar; sus negociadores interesaron que aquella misma noche se adelantase un destacamento para ocupar ya la Alhambra y los puestos clave de la ciudad. Así se hizo en seguida, mandando la fuerza el comendador Gutierre de Cárdenas.
  
Boabdil recibió a la expedición en la torre de Comares y entregó al comendador las llaves de la Alhambra; la abandonó a renglón seguido y don Gutierre, tras recorrer el recinto y dejar guardias en sus lugares estratégicos, asistió a una misa celebrada en uno de los aposentos. Después envió aviso a los reyes de que todo se desarrollaba con normalidad. Al salir el sol se dispararon en la Alhambra tres cañonazos, señal acordada para que el ejército que acampaba en Santa Fe se pusiera en marcha hacia Granada, adonde llegó antes del mediodía; quedando en formación de parada y con la gala y brillantez que hemos descrito.
  
El rey don Fernando estaba con su séquito en el arenal del Genil, donde hoy se levanta la ermita de San Sebastián el Viejo; algo retirados, sobre un suave cerro, la reina, con el príncipe y la infanta y el cardenal Mendoza y las damas de su corte. Boabdil, tras vadear el río —sin consentir en esta ocasión, tan triste para él, que los caballeros le cubrieran los pies con los suyos, según costumbre mora— llegó hasta don Fernando e hizo ademán de besarle la mano, lo que aquél no consintió. Detalle sobre el que no coinciden los cronistas presentes, pues algunos así lo describen, mientras otros dicen que el moro, sacando un pie del estribo, quitóse con una mano el sombrero y puso la otra sobre el arzón del caballo del monarca cristiano. Versión que parece más fiable, pues en las conversaciones previas a la rendición, mucho insistió Boabdil en no humillarse al besamanos del rey católico y éste y su esposa y el mismo cardenal decidieron no dar importancia a lo que era simple ceremonia.
  
Cruzaron breves palabras los dos soberanos, por mediación de intérprete, y el moro, tras besar las llaves de Granada, se las entregó a don Fernando, quien las pasó en seguida a doña Isabel —que se había aproximado al grupo, con su séquito—, la cual las dio al príncipe Juan y éste al conde de Tendilla, que había sido nombrado alcaide de la Alhambra. Entró el conde en el palacio y fue hacia la torre de la Vela, para llevar a efecto el izado de banderas y la proclamación de la toma de la ciudad. Eran las tres de la tarde del día 2 de enero de 1492; desde entonces, las campanas de las iglesias granadinas hacen sonar tres toques a esa exacta hora.
  
Había terminado la Reconquista. El rey firmó un a modo de último parte de guerra, remitido a las autoridades de Sevilla, en el que les comunicaba haber dado bienaventurado fin a la guerra que he tenido con el rey moro de la ciudad de Granada, la cual, tenida y ocupada por ellos por más de setecientos ochenta años, hoy, dos días de enero de este año de noventa y dos, es venida a nuestro poder y señorío… La unidad de España estaba conseguida: hazaña indudable, logro fundamental para su subsiguiente prosperidad y esplendor, que ciertos necios pretenden discutir en nuestros tiempos.
  
Fernando Vizcaíno Casas
(tomado de su libro “Isabel, camisa vieja”)
  

lunes, 22 de agosto de 2011

Pinceladas literarias

RETRATO DE CRESCENCIO…
Y TODOS SUS IGUALES
   
   
Las misas, rosarios, novenas y devociones de toda clase que su pía madre le obligaba a padecer diariamente provocaron en él una violenta reacción contraria: de forma que devino en descreído, y su animadversión hacia lo eclesiástico, en general, y la clerecía, en particular, dejó en mantillas los conocidos odios de su padre, el notario.
   
Cuando arañaba los quince años había madurado su carácter, cuyos rasgos fundamentales mantendría a lo largo de su vida. Era introvertido, poco hablador, pejiguero y con tales reacciones de violencia que bien podría llamársele rajabroqueles. Su cultura resultaba más bien escasa, pues llevaba malamente el bachillerato, estudiado en casa y con profesores particulares, ya que sus padres continuaban celando su salud y estimaron peligroso enviarle al instituto, ni siquiera a un colegio privado, donde podía exponerse a los más fatídicos contagios. Como tampoco le atraían las lecturas, aunque fuesen las novelas de Salgari o de Julio Verne, tan celebradas por otros a su edad, sus conocimientos resultaban mínimos. Solamente le apasionaban dos cosas: el cine y los toros. (…)
          
En definitiva, y como se habrá deducido fácilmente, Crescencio era un joven cargante, mal criado, de cortos saberes y, pese a ello, notoria suficiencia. Y absolutamente inútil. Por lo que no puede extrañar que a la hora de elegir preferencias políticas, se hiciese socialista.
   
Fernando Vizcaíno Casas
(tomado de su libro “Otoño caliente”, ed. Planeta, 1990) 
  

miércoles, 23 de febrero de 2011

Un hombre del 23-F

FELIZ CUMPLEAÑOS,
DON FERNANDO
     
     
Fue muy pesado el viaje. El vetusto autobús, lleno hasta los topes, con viajeros en los transportines del pasillo e incluso dos, en la baca, avanzaba fatigosamente por las rectas asfaltadas de la carretera, entre naranjales y palmeras. Varias veces tuvo que parar, para facilitar el paso de convoyes militares que iban aen dirección a Valencia; camiones cargados de tropa, motocicletas de enlace, tanquetas ligeras, afluían desde otros frentes, para frenar la ofensiva nacional. En dos ocasiones nos sobresaltó el tristemente conocido ruido de los aviones en vuelo; pero eran escuadrillas republicanas, en ruta hacia Manises. En Benisa se quedó bastante gente; con lo que la última parte del trayecto la hicimos a una velocidad más discreta, aunque llegamos a Alicante cerca de las doce de la noche.
     
Ni que decir tiene que apenas dormí. El barco salía a las siete de la mañana, y hora y media antes estábamos en el puerto, nerviosos, sin apenas hablarnos, mirando con ansiedad la cubierta del Iguazú, motonave con pabellón argentino, que parecía dormir sobre las aguas, mansas y tranquilas. Iban llegando grupos de personas, todas con el mismo gesto de inquietud y de impaciencia, de esperanza y de angustia al tiempo. Pronto, una larga cola llegaba desde el comienzo de los muelles hasta la comandancia de carabineros. Lorente se había ido allí para entregar una carta de su amigo, el capitán Torregrosa. El día comenzaba a clarear y los primeros destellos rojos del sol anunciaban el amanecer en un horizonte donde el azul fuerte del mar se juntaba con el más suave, más blanquecino, de un cielo nítido e impoluto.
     
Doscientas, quizás trecientas personas estábamos allí congregadas y, sin embargo, apenas se escuchaban más que susurros, palabras en baja voz, bisbiseos. A medida que nos acercábamos a la comandancia, una extraña sensación de miedo se iba apoderando de nosotros; mamá se agarró fuerte del brazo de nuestro padre, y Pepita, del mío. Estábamos a punto de entrar, cuando llegaron de dentro unas voces y, a poco, dos carabineros salieron llevando a empellones a un muchacho joven, esposado, que les insultaba a gritos; hasta que le dieron un culatazo en el vientre y se cruvó contra el suelo y a rastras lo acercaron hasta una furgoneta, donde le echaron como un fardo.
     
Por fin nos llegó el turno. Rutinariamente, el carabinero comprobó las fotografías, selló los pasaportes y saltó jubilosa en nuestros oídos la palabra mágica:
     
— Pasen…     
                                

En la aduana estaba Lorente. Las maletas las registraron a conciencia; pero buen cuidado habíamos tenido de no llevar nada comprometedor. Cargados con ellas, fuimos hasta la valla tendida a lo largo del espigón.
     
— Aquí os dejo. Buen viaje.     
                                           

Nos abrazamos a Lorente con infinito cariño; especialmente, mi padre, que le tuvo mucho rato apretado contra su pecho. Atravesamos la divisoria y en seguida estuvimos a bordo. Íbamos los cuatro en el mismo camarote; dejamos de cualquier manera el equipaje y volvimos a cubierta. Lorente seguía en el muelle, con la gorra puesta, las manos en los bolsillos, subidas las solapas de la chaqueta, pues se dejaba sentir una brisa fresca. A poco, subieron los últimos pasajeros, y después, dos marineros, que alzaron la pasarela. El Iguazú hizo sonar una sirena afónica y comenzó a alejarse del puerto.
     
Lorente levantó la gorra en alto y así estuvo mucho tiempo, hasta convertirse en un punto distante, apenas reconocible.
     
La cubierta estaba llena de un pasaje variado y, en muchos casos, extraño. Abundaban los extranjeros, herméticos, imperturbables, tranquilos; se advertía pronto que su salida había estado limpia de zozobras. Por el contrario, las varias docenas de españoles, reunidos en grupos familiares, excepto unos pocos que viajaban solos, todavía no nos recobrábamos de la angustia y de la inquietud padecidas. Nos mirábamos los unos a los otros, queriendo adivinar la historia particular de cada cual, quizá los respectivos dramas, que ahora tenían un final feliz. Y seguíamos callados o hablando muy quedo, como temerosos todavía de algo.
     
El silencio se hizo glacial cuando vimos acercarse a nuestro barco un guardacostas, con la bandera republicana izada en popa y dos pequeños cañones enfilados hacia nosotros. Llegó hasta unos doscientos metros —tendría que decirlo en millas, pero no lo sé—; desde la cubierta, unos oficiales miraban con sus prismáticos. Seguía el Iguazú su marcha, y al cabo de unos minutos el buque de guerra viró, alejándose en dirección al puerto. Sopló una bocanada de aire; quizá fueran tantos suspiros de tranquilidad expelidos al tiempo.
     
Un sol brillante se había asegurado ya allá arriba. Me senté en una hamaca y dejé que me acariciase. Con los ojos cerrados, una especie de película pasó por mi cabeza y recordé aquellos dos años casi justos que dejaba atrás. Veía, como en su momento vi, las iglesias incendiadas; los milicianos, imponiendo su feroz tiranía; a don Ramón Lobraqués, camino del martirio; Néstor, acosado y escondido; mi padre, encarcelado; la portera refocilándose en el detalle de los crímenes; el puerto, bombardeado; aquella puta muerta; la tienda, incautada; abuela Carmen muriendo de dolor; más bombardeos, más muertos en los brazos de Luis Querol; la dieta de lentejas y conejo; las sucias caricias de Concha, la del quiosco; la madre de Pedro Mayquez, rezando ante su fosa, ajena a los trimotores; Boil, torturado en la checa…
     
Pero también veía a don Domingo, un comunista honesto que no dudó en hacer favores a sus adversarios políticos; y al tío Pepe Puig, con sus ideas tan firmes como su integridad; y a Lorente, ejemplar en sus fidelidades; y a don Darío, que decía ser “de los nuestros” y a mí me avergonzaba; y a Urrutia, el delator; y a Lisardo, el malvado; y a la espléndida Vicky, tan injustamente menospreciada en casa; y a don Manuel y a doña Elena y a los profesores de la academia, que cumplían cada uno de ellos lo que creían su deber, bajo el pretexto de las clases; y a los intelectuales evacuados, sólo pensando en sus cosas. Y veía a mis compañeros de la panda, que habían crecido conmigo, y conmigo perdieron la adolescencia y el candor y la ingenuidad y hasta la ilusión porque, como dijo Luis Querol, juntos habíamos envejecido antes de tiempo.
     
No sé cuánto rato anduve metido en estos pensamientos. Me sacó de ellos una voz con acento argentino que se escuchó a través de los amplificadores.
     
— Soy el comandante del barco: Oscar Rubén Gianetto, a su disposición. Bien venidos a bordo. Tengo el gusto de comunicarles que acabamos de dejar las aguas jurisdiccionales españolas…
     
Entonces reventó la contenida emoción, el temor sostenido y un inmenso griterío conmovió la cubierta. Ante la displicente mirada de los pasajeros extranjeros, los españoles saltamos, vitoreamos, nos abrazamos, dimos rienda suelta a una alegría frenética, casi salvaje. Al cabo de unos minutos los nervios se relajaron y volvió la calma; pero una calma feliz, comunicativa y gratificante.
     
Mi padre nos agarró a Pepita y a mí por la cintura.
     
— Deberíamos echarnos un poco, ¿no os parece?
     
— Yo no tengo ningún sueño —dijo mi hermana.
     
— Aunque así sea, nos conviene a todos descansar. O sea que al camarote… —ordenó.
     
Apenas llegamos a él, mi madre se dio un palmetazo en la frente.
     
— ¡Pero qué cabeza la mía! Claro, con tantas emociones… ¿No os habéis dado cuenta qué día es hoy?
     
Los demás pusimos cara de circunstancias.
     
— ¡Tu cumpleaños, hijo!
     
— ¡Es verdad! —recordó mi padre—. ¡Felicidades, Eduardo!…
     
Me besó en la frente, mientras mamá decía:
     
— ¡Quince años ya!
     
— ¡Quince años! —confirmó papá.
     
Entonces recordé mis cercanos pensamientos y tuve que comentar:
     
— ¿Quince años? Yo diría que muchos más. Los chicos de la guerra no tenemos edad…     
     

——————————
      
           
Este fragmento —final— de “Zona roja”, “la novela de los adolescentes que se hicieron hombres durante la guerra civil”, novela de la cual el autor nos indica que “nada de lo que así se narra es fruto de mi imaginación ni mucho menos se encuentra pretendidamente manipulado” quiere ser un recuerdo cariñoso y emocionado de Don Fernando Vizcaíno Casas, hoy que —precisamente— es el día de su cumpleaños. Como ya don Fernando no tiene edad, no hay velitas para soplar.
     
Pero por Usted, una oración y un abrazo imaginario a la distancia, querido hombre del 23-F.
     

martes, 8 de junio de 2010

Apostillas


PÍO XII LO SABÍA

Antes he hablado de Pío XII. A Pío XII le conocí también con audiencia privada, en 1957. Fue en ocasión de una Semana de Cine Español que se celebró en Roma; los buenos oficios de Julián Cortés Cavanillas consiguieron que el Pontífice recibiera a los componentes de la delegación española, en la que, junto a los representantes de la Administración y de la industria, estaban un grupo de artistas: Carmen Sevilla, Paco Rabal, Luz Márquez, José Suárez, Amparo Rivelles, Fernando Sancho, Maite Pardo, María Martín, Germán Cobos, Fernando Rey. Ni qué decir tiene que no se daba en nosotros esa beatería un tanto histérica que suele caracterizar a los participantes en estas audiencias. Yo diría, incluso, que había en algunos cierta morbosa e irónica curiosidad por ver de cerca al Papa, pero muy escasa veneración.

Y, sin embargo, cuando apareció el Santo Padre —enfáticamente anunciado por un cardenal de empalagoso acento— caímos todos de hinojos, como empujados por un resorte invisible, y hasta tuvimos la sensación de hallarnos frente a un ser que no era de este mundo. A nadie se le ocurrió vitorear ni aplaudir —como suelen hacer ciertos frenéticos visitantes— pero la impresión de respeto, de confusión, de devoción, fue asombrosa. Y es que el Papa Pacelli —permítaseme la frase— vestía el cargo de una manera asombrosa. Le ayudaban a ello su figura vertical, solemne, llena de dignidad, y la mirada profundísima de aquellos ojos menudos y penetrantes, que parecían asomados a las almas de sus interlocutores.

Por eso encontramos todos normal que, a la salida de la audiencia, mientras paseábamos por los hermosos pórticos de la plaza de San Pedro, comentando la sensación de santidad que trascendía de Pío XII, una de las actrices que nos acompañaba resumiera la impresión general con tanta gracia como realidad:

— ¡Anda! ¡Como que cuando se me quedó mirando y me clavó los ojos de aquella manera, yo me dije: «Éste sabe lo de Pepe…»!

Pepe era, naturalmente, su amante de entonces…

Fernando Vizcaíno Casas
(Tomado de su libro “Personajes de entonces…”)

lunes, 23 de febrero de 2009

Cumpleaños


ASÍ ESCRIBÍA UN AMIGO

Cuando tanto se ha escrito sobre Francisco Franco, cuando tantas anécdotas más o menos ciertas y tantas semblanzas más o menos certeras se han publicado sobre su persona, creo que nadie ha comentado aún la apabullante impresión que producía verlo frente a frente. Y, sobre todo, el impacto casi hipnótico, aceradamente profundo, de su mirada. Los negros ojos de Franco, vivos, inquisidores, penetrantes, parecían diseccionar a quien tenía delante. Vestía, como casi siempre, uniforme de diario de capitán general y estaba esperando al visitante de pie, frente a la mesa. Una mesa atiborrada de libros, de papeles y de carpetas. Daba la mano con cierta inercia, señalaba el sillón y se sentaba en el de enfrente. Cuantos, como yo, así le vieron coincidirán conmigo en que se hacía difícil iniciar la conversación, porque no daba pie para ello. Supongo, naturalmente, que cuando se trataba de visitas con fines más concretos, más importantes, no sucedería lo mismo. Pero hete aquí que yo iba, sencillamente a entregarle un libro, y un libro, además, sobre cine. Pensé que debía motivar las razones y le dije:

— Excelencia, en este Diccionario del Cine Español aparece Vuestra Excelencia con todo derecho. Como guionista de Raza, cuyo argumento escribió con el seudónimo de “Jaime de Andrade”, pero también como actor…

Me miraba en silencio, sin mover un músculo. Tenía el rostro con un saludable color moreno; las sienes y el bigotillo, plateados; muy pocas arrugas. Y no hablaba.

— Vea, Excelencia, lo que me he permitido incluir en el libro acerca de sus contactos con el cine…

Le mostré la página donde venía su párrafo: “S.E. el Jefe del Estado aparece en este Diccionario por derecho específicamente cinematográfico, como autor del argumento de la película Raza, que firmó con el seudónimo de «Jaime de Andrade» y que realizaría con gran éxito José Luis Sáenz de Heredia en 1942. El mismo director recogería en Franco, ese hombre (1964) una entrevista con el Caudillo, que había aparecido ya en 1926, cuando era tan sólo un joven y prestigioso jefe del Ejército español, junto con otras varias personalidades de la época, en el film de Gómez Hidalgo La malcasada…”

— Yo he visto esa película muda —le dije—. Su Excelencia está muy joven…

Y al tiempo que lo decía, pensé que el comentario constituía una soberana estupidez: ¡cómo no iba a estar joven si tenía entonces treinta y tres años! Franco bisbiseó:

— Fue muy divertido…

— He pensado que a Su Excelencia le gustará, quizá, ojear este libro, porque me consta su afición al cine… — La primera frase del Caudillo en la conversación había estimulado mi capacidad dialéctica.

— Es un medio de difusión importantísimo en todos los órdenes…

Entonces, mantuvimos un diálogo de cinco o seis minutos sobre cine, sobre películas, sobre la trascendencia social del que llaman “séptimo arte”. Hablaba yo mucho más que Franco, que ponía a mis frases un comentario corto y, por cierto, siempre certero. No había sonreído todavía una sola vez. Y yo estaba recordando lo que cuenta mi suegra de aquel Franquito que ella conoció en La Coruña, en el verano de 1918. Y que, según siempre dice, era alegre, muy hablador, muy sonriente. Y muy bailón. Sí; aunque el dato humano ha escapado incluso a la minuciosidad biográfica de Ricardo de la Cierva, hete aquí que el comandante Franco era gran aficionado al baile. La información era directa. Y por eso, ya de pie, despidiéndome del Jefe del Estado, le dije:

— Mi suegra me ha encargado especialmente que le salude con mucho cariño. Naturalmente, Su Excelencia no la recordará; se llama Maruca. Maruca de la Fuente. Hace muchos años eran ustedes amigos, en La Coruña…

— Bailábamos mucho…

Fue una respuesta inmediata, segura, que me desconcertó.

Cincuenta años después, cincuenta años durante los que nunca más habían tenido la menor relación, Franco recordaba por su nombre el detalle de que bailaba con aquella señorita coruñesa y con sus amigas. Era otra demostración más de su prodigiosa memoria, tantas veces resaltada por sus biógrafos.

Casa Loja esperaba a la salida; me disculpé por haber abusado, quizá, del tiempo previsto. Eran más de las tres.

— No se preocupe —me tranquilizó el jefe de la Casa Civil—. Hoy no hemos terminado muy tarde; hay miércoles que las audiencias acaban pasadas las cuatro.

Camino de Madrid, llevaba encima, como una obsesión, la mirada de Franco y la impresión de su indescifrable personalidad, que acogotaba, que embarazaba, que desasosegaba al visitante. He conocido a muchos personajes ilustres de la más variada condición; a gentes de prosapia, de categoría universal, de rango humano superlativo. Solamente dos me han anonadado literalmente: Pío XII y Franco. Solamente ante estos dos he sentido la angustia de verme sin reflejos, empequeñecido, dominado de una manera absoluta. Y en los dos, la misma nota determinante: sus ojos, su mirada…

Fernando Vizcaíno Casas

Nota: El querido Don Fernando, hombre del 23-F si los hay, cumple años hoy. Brindamos por él, y rezamos también por su alma. Que el Buen Dios lo haya encontrado digno de estar para siempre a su lado.

domingo, 2 de noviembre de 2008

In memoriam


PÍO XII
(Y VIZCAÍNO CASAS)

Antes he hablado de Pío XII. A Pío XII le conocí también en audiencia privada, en 1957. Fue en ocasión de una Semana de Cine Español que se celebró en Roma; los buenos oficios de Julián Cortés Cavanillas consiguieron que el Pontífice recibiera a los componentes de la delegación española, en la que, junto a los representantes de la Administración y de la industria, estaban un grupo de artistas: Carmen Sevilla, Paco Rabal, Luz Márquez, José Suárez, Amparo Rivelles, Fernando Sancho, Maite Pardo, María Martín, Germán Cobos, Fernando Rey. Ni que decir tiene que no se daba en nosotros esa beatería un tanto histérica que suele caracterizar a los participantes en estas audiencias. Yo diría, incluso, que había en algunos cierta morbosa e irónica curiosidad por ver de cerca al Papa, pero muy escasa veneración.

Y, sin embargo, cuando apareció el Santo Padre —enfáticamente anunciado por un cardenal de empalagoso acento— caímos todos de hinojos, como empujados por un resorte invisible, y hasta tuvimos la sensación de hallarnos frente a un ser que no era de este mundo. A nadie se le ocurrió vitorear ni aplaudir —como suelen hacer ciertos frenéticos visitantes— pero la impresión de respeto, de confusión, de devoción, fue asombrosa. Y es que el Papa Pacelli —permítaseme la frase— vestía el cargo de una manera asombrosa. Le ayudaban a ello su figura vertical, solemne, llena de dignidad, y la mirada profundísima de aquellos ojos menudos y penetrantes, que parecían asomados a las almas de sus interlocutores.

Por eso encontramos todos normal que, a la salida de la audiencia, mientras paseábamos por los hermosos pórticos de la plaza de San Pedro, comentando la sensación de santidad que trascendía de Pío XII, una de las actrices que nos acompañaba resumiera la impresión general con tanta gracia como realidad:

— ¡Anda! ¡Como que cuando se me quedó mirando y me clavó los ojos de aquella manera, yo me dije: “Éste sabe lo de Pepe…”!

Pepe era, naturalmente, su amante de entonces…

Fernando Vizcaíno Casas

Nota: Don Fernando Vizcaíno Casas se nos murió hace ya cinco años, el 2 de noviembre de 2003, a las tres de la tarde del día de los Fieles Difuntos. Sigan yendo nuestras oraciones para el alma de este amigo.

domingo, 24 de febrero de 2008

Aquel valenciano querido


UN HOMBRE DEL 23-F

Repitió varias veces la anécdota, que por supuesto nació después del año 1981. Cuando alguien le preguntaba por su cumpleaños, o bien cuando quería remarcar ese dato, inmediatamente aclaraba: “Nací un 23 de febrero. Soy, en consecuencia, un hombre del 23-F”.
Por eso, don Fernando, nuestro enhorabuena, en su nuevo cumpleaños, que llega por sobre la ausencia, la muerte y la separación física.
Pero callémonos ya. Que hable el ilustre homenajeado, ya que lo sigue haciendo a través de sus cuarenta libros, un número redondeado como otros cuarenta, los años de aquella España que tanta falta nos hace.


Mi entrevista para el programa “Dos por dos”, se graba después de que Miguel Bosé canta una melodía de esas que ahora se llevan, moviendo mucho la cintura. Me preguntan muchas cosas, algunas verdaderamente agudas (quizá malintencionadas), pero afortunadamente tengo acierto al contestar. De manera que el público interrumpe dos veces con ovaciones, de lo que (según me dicen) no había precedentes. Una, cuando la Milá me dice que me guaseo demasiado de los políticos en el libro, y yo contesto que es que hay aquí muchos políticos de risa. Otra, cuando a la pregunta “¿Cree usted que España necesita que llegue un salvador?”, respondo: “Eso pregúnteselo al presidente Suárez”. Todo un síntoma la reacción de la gente. También han celebrado que dijese no sólo que escribo, sino que todo lo hago mejor con la derecha.

Veo a las diez el programa en casa, con la familia en pleno. Realmente he quedado bien contestando e incluso (según mi hija Carmen) estoy guapo. Comienza a sonar el teléfono y durante una hora no paro de agradecer parabienes, tanto de amigos como de entusiastas desconocidos, que se empeñan en que he estado poco menos que heroico. ¿Pero a qué extremo de sensibilización política hemos llegado? Yo he contestado normalmente (creo), haciendo hincapié en que no soy político, aunque dejando también en claro que no me cambio de chaqueta, que soy de derechas y que respeto la memoria de Franco. Sólo por eso, estas buenas gentes (me llama hasta una señora desde Sevilla) me consideran poco menos que un legionario.

Una de las llamadas es del teniente general Carlos Iniesta, a quien no conocía. Está también entusiasmado. Nos citamos para tomar una copa el jueves en su casa.

Me duermo con una confusa sensación. Realmente, ¿tanto mérito tiene limitarse a mantener una línea meramente honesta, simplemente decorosa? Quizá eso explique el éxito de los últimos libros; la gente normal, la “mayoría silenciosa”, está harta de los oportunistas, de los profesionales del poder. Y agradece que uno los ponga en la picota, aunque sea tan discretamente como creo que yo lo hago.
Fernando Vizcaíno Casas

Nota: El fragmento ha sido tomado de su libro “Un año menos”, de Editorial Planeta, 1979.

sábado, 5 de enero de 2008

¡Que vivan los Reyes!


UN CUENTO DE REYES

La Madre Superiora lo traía de la mano. Era rubio, con el pelo ensortijado y unos ojos azules inmensamente tristes. El traje negro aumentaba todavía más la apariencia dolorosa del niño, que lo miraba todo con cierta penosa indiferencia: los pasillos blanquísimos, el comedor con macetas, las clases…

— ¿Ves? Ésta será tu habitación —dijo la Superiora, que lo acercó a una de las últimas camas—. Apréndete bien el número, Quique. Te corresponde la cama 23. ¿No lo olvidarás?

— No, madre…

— Tienes un armarito al fondo con el mismo número. Deja allí las cosas que has traído.

— Sí, madre…

Llegó en seguida sor Asunción. La Superiora le habló en voz baja.

— Cúidelo mucho estos primeros días, hermana. Ya sabe quién es, ¿verdad?

— Ya sé, ya. El del accidente, ¿no? ¡Pobrecito!…

— Y precisamente en estas fechas…

Aquellas fechas eran las de Navidad, y Quique tenía que pasarlas espantosamente solo. Justamente la víspera de Nochebuena, sus padres y un hermano mayor habían muerto en un choque de automóviles. No tenía más familia que un tío lejano con negocios en México y mientras llegaba o mientras decidía el destino del niño, hubo de acogerse a la Beneficencia del Estado.

Pasó metido dentro de sí todas las fiestas. En realidad, aún no había reaccionado. De golpe y porrazo llamaron a la puerta de su casa; pero no eran sus padres, no era su hermano Jaime. Eran dos señores vestidos de gris que le dijeron de sopetón que toda su familia estaba ya en el cielo.

Luego la tata Juana hizo la maleta y se encontró allí, en la Casa de San Gabriel. Las monjitas le dedicaban todas sus preferencias y unos muchachos, indiferentes con sus problemas, se empeñaban en jugar con él de continuo. Pero él no tenía ninguna gana de jugar.

Y eso que a los siete años no se comprende demasiado estas cosas.


Después del Año Nuevo, las monjitas comenzaron a preparar el recibimiento de los Reyes Magos. Quique no había escrito la carta. A Quique le dictaba todos los años la carta su madre, pero ya nunca más podría hacerlo.

— Si quieres, yo te la dictaré —le había dicho sor Asunción. Pero a él no le interesó la idea.

Su vecino de cama se llama Juan. Expósito de apellido, aunque aseguraba que en cuanto fuese mayor pediría otro, cuestión que Quique no acababa de entender. Juan tenía ya diez años y presumía de saber bastante de todo. Por eso Quique se atrevió a consultarlo.

— Oye, ¿tú crees que me traerán algo los Reyes si no les escribo bien la carta? Porque como siempre me ayudaba mamá…

Juan se rió. Se rió mucho. Llamó a varios compañeros más, todos mayores como él y se rieron a coro.

— ¡Claro que te traerán, rico! ¡Carbón a toneladas…! ¿No es eso lo que les dejan a los niños malos?

— Pero yo no he sido malo… —protestó Quique, sin comprender la algarabía.

— ¡No has sido malo! Entonces, ¿qué esperas que te traigan sus Majestades?

— Yo sí que lo tenía pensado… Pero no sé…

— Dilo, hombre, dilo —vociferó Juan—. Cuéntanoslo todo…

— Yo quería este año un automóvil de esos que funcionan con electricidad…, de esos que parecen de veras y puede uno guiarlo y todo…

— ¿De los que valen seis mil pesetas…?

— Creo que sí…

Volvieron a reírse todos con estrépito.

— Pues aquí, don Felipe no reparte más que soldaditos de plomo…

— Y balones de fútbol. Aunque no de reglamento, ¿eh?

— Pero yo no he pedido balones. A mí no me gusta el fútbol…

— ¡Ay, que rico!

— ¡Igual le traen el automóvil…!

— ¡O un “Talgo” de verdad…!

— ¡El tontaina ese…!

Quique se quedó muy preocupado. Después de comer, en el recreo de las cuatro, llamó a Juan:

— ¿Es que tú no quieres a los Reyes Magos?

— ¡Pero qué Reyes Magos, ni qué flautas, bobo!

No se enteró, esta es la verdad. Anduvo dándole vueltas todo el día y toda la noche, hasta que le llegó el sueño. Al otro día le dijo a sor Asunción:

— Hermana, ¿de verdad quiere usted ayudarme a escribir a los Reyes?

— Pues claro que sí, Quique…

Pero después, la monja se resistió a pedir el automóvil con motor eléctrico. ¿Por qué? Parecía empeñada en que Quique pidiese el balón de fútbol. O soldaditos de plomo.

— No, hermana, no. Yo sólo quiero el automóvil. En resumen; que al final, la carta de la hermana no sirvió y Quique se hizo el ánimo y escribió otra él solo. Era muy corta: apenas cuatro líneas. Habían colocado en el vestíbulo un buzón que decía: “Para sus Majestades de Oriente”, y allí la echó, cerciorándose bien de que había llegado al fondo.

Era el día 4 de enero. Hacía frío y una lluvia menuda, pertinaz y molesta, salpicaba los cristales de las ventanas.

Al otro día se lo contó a Juan. Juan volvió a llamar a los de la pandilla.

— Sí, sí, el automóvil. Balones y soldaditos. Ya verás…

— Yo he pedido el automóvil.

—Claro, gilipollas.

Pasó la noche inquieto. ¿Tendrían razón los mayorcetes? No, no podía ser. Los Reyes Magos existían desde siempre. Desde que llegaron al portal de Belén y ofrendaron regalos al Niño Jesús.

No tenía sueño: serían más de las 12 cuando se le acercó sor Asunción, que aquella noche velaba.

— ¿No duermes, Quique?

— No, hermana. Dígame, hermana, ¿vendrán los Reyes?

— ¡Claro que vendrán!

— ¿Y me traerán el automóvil?

— Eso ya no lo sé. Nuestros Reyes Magos son pobrecitos, ¿sabes?

— Los Reyes Magos son muy ricos, hermana.

—No sé, no sé… Anda, duerme. Casi a las tres se quedó dormido.


A las once de la mañana estaba anunciada la visita de los Reyes al Asilo. Pero eran apenas las diez cuando unas trompetas avisaron su llegada. Venían sobre tres caballos blancos y apenas traían comitiva. En un camión se amontonaban los juguetes. La Madre Superiora salió muy nerviosa a recibirlos.

— ¿Cómo se han adelantado sin avisar…? Los niños no estarán preparados…

— Perdónenos, Reverenda Madre… Tenemos tantas visitas que hacer…

— ¿Y don Felipe? ¿No viene don Felipe de Melchor…?

— No, no viene de Melchor…

Pasaron al patio central. Los niños fueron saliendo en filas. Los Reyes los acariciaron, les regalaron peladillas y pidieron que alguien ayudase a descargar el camión. Fue un espectáculo inolvidable: aquel año, no había balones, no había soldaditos de plomo. Todos los juguetes eran caros; incluso sor Emilia, que hablaba alemán, descubrió que no eran de fabricación española. El último juguete que se entregó fue el automóvil eléctrico; un precioso automóvil color azul. El propio Baltasar gritó el nombre de su destinatario.

— Y esto para Quique, que tanta ilusión tenía. Juan y la pandilla, en cambio, recibieron unos espantosos sacos de carbón. Y andaban mascullando quejas cuando los Reyes volvieron a montar en sus caballos blancos y dijeron adiós con la mano.

— Además, no ha venido don Felipe —protestó Juan.

Quique estaba al volante del automóvil azul.


A las once menos diez sonó el teléfono.

— Salimos ahora mismo de la Cruz Roja. Llegamos en seguida.

— ¿Pero quiénes llegarán?

— ¿Quién va a ser, hermana? La cabalgata de los Reyes.

— ¿Otra vez?

Fue sencillo explicar la doble visita a los niños. Juan y la pandilla sonrieron al fin, porque don Felipe traía los balones de fútbol. Pero nadie supo nunca de dónde vinieron los Reyes Magos anteriores. Nadie, excepto Quique. Él sabía que de Oriente.

Y tenía razón.
Fernando Vizcaíno Casas

Nota: Este relato ha sido tomado del libro “…y habitó entre nosotros”, de Editorial Planeta, Colección Fábula, año 1982.