ASÍ ESCRIBÍA UN AMIGO
Cuando tanto se ha escrito sobre Francisco Franco, cuando tantas anécdotas más o menos ciertas y tantas semblanzas más o menos certeras se han publicado sobre su persona, creo que nadie ha comentado aún la apabullante impresión que producía verlo frente a frente. Y, sobre todo, el impacto casi hipnótico, aceradamente profundo, de su mirada. Los negros ojos de Franco, vivos, inquisidores, penetrantes, parecían diseccionar a quien tenía delante. Vestía, como casi siempre, uniforme de diario de capitán general y estaba esperando al visitante de pie, frente a la mesa. Una mesa atiborrada de libros, de papeles y de carpetas. Daba la mano con cierta inercia, señalaba el sillón y se sentaba en el de enfrente. Cuantos, como yo, así le vieron coincidirán conmigo en que se hacía difícil iniciar la conversación, porque no daba pie para ello. Supongo, naturalmente, que cuando se trataba de visitas con fines más concretos, más importantes, no sucedería lo mismo. Pero hete aquí que yo iba, sencillamente a entregarle un libro, y un libro, además, sobre cine. Pensé que debía motivar las razones y le dije:
— Excelencia, en este Diccionario del Cine Español aparece Vuestra Excelencia con todo derecho. Como guionista de Raza, cuyo argumento escribió con el seudónimo de “Jaime de Andrade”, pero también como actor…
Me miraba en silencio, sin mover un músculo. Tenía el rostro con un saludable color moreno; las sienes y el bigotillo, plateados; muy pocas arrugas. Y no hablaba.
— Vea, Excelencia, lo que me he permitido incluir en el libro acerca de sus contactos con el cine…
Le mostré la página donde venía su párrafo: “S.E. el Jefe del Estado aparece en este Diccionario por derecho específicamente cinematográfico, como autor del argumento de la película Raza, que firmó con el seudónimo de «Jaime de Andrade» y que realizaría con gran éxito José Luis Sáenz de Heredia en 1942. El mismo director recogería en Franco, ese hombre (1964) una entrevista con el Caudillo, que había aparecido ya en 1926, cuando era tan sólo un joven y prestigioso jefe del Ejército español, junto con otras varias personalidades de la época, en el film de Gómez Hidalgo La malcasada…”
— Yo he visto esa película muda —le dije—. Su Excelencia está muy joven…
Y al tiempo que lo decía, pensé que el comentario constituía una soberana estupidez: ¡cómo no iba a estar joven si tenía entonces treinta y tres años! Franco bisbiseó:
— Fue muy divertido…
— He pensado que a Su Excelencia le gustará, quizá, ojear este libro, porque me consta su afición al cine… — La primera frase del Caudillo en la conversación había estimulado mi capacidad dialéctica.
— Es un medio de difusión importantísimo en todos los órdenes…
Entonces, mantuvimos un diálogo de cinco o seis minutos sobre cine, sobre películas, sobre la trascendencia social del que llaman “séptimo arte”. Hablaba yo mucho más que Franco, que ponía a mis frases un comentario corto y, por cierto, siempre certero. No había sonreído todavía una sola vez. Y yo estaba recordando lo que cuenta mi suegra de aquel Franquito que ella conoció en La Coruña, en el verano de 1918. Y que, según siempre dice, era alegre, muy hablador, muy sonriente. Y muy bailón. Sí; aunque el dato humano ha escapado incluso a la minuciosidad biográfica de Ricardo de la Cierva, hete aquí que el comandante Franco era gran aficionado al baile. La información era directa. Y por eso, ya de pie, despidiéndome del Jefe del Estado, le dije:
— Mi suegra me ha encargado especialmente que le salude con mucho cariño. Naturalmente, Su Excelencia no la recordará; se llama Maruca. Maruca de la Fuente. Hace muchos años eran ustedes amigos, en La Coruña…
— Bailábamos mucho…
Fue una respuesta inmediata, segura, que me desconcertó.
Cincuenta años después, cincuenta años durante los que nunca más habían tenido la menor relación, Franco recordaba por su nombre el detalle de que bailaba con aquella señorita coruñesa y con sus amigas. Era otra demostración más de su prodigiosa memoria, tantas veces resaltada por sus biógrafos.
Casa Loja esperaba a la salida; me disculpé por haber abusado, quizá, del tiempo previsto. Eran más de las tres.
— No se preocupe —me tranquilizó el jefe de la Casa Civil—. Hoy no hemos terminado muy tarde; hay miércoles que las audiencias acaban pasadas las cuatro.
Camino de Madrid, llevaba encima, como una obsesión, la mirada de Franco y la impresión de su indescifrable personalidad, que acogotaba, que embarazaba, que desasosegaba al visitante. He conocido a muchos personajes ilustres de la más variada condición; a gentes de prosapia, de categoría universal, de rango humano superlativo. Solamente dos me han anonadado literalmente: Pío XII y Franco. Solamente ante estos dos he sentido la angustia de verme sin reflejos, empequeñecido, dominado de una manera absoluta. Y en los dos, la misma nota determinante: sus ojos, su mirada…
Fernando Vizcaíno Casas
Nota: El querido Don Fernando, hombre del 23-F si los hay, cumple años hoy. Brindamos por él, y rezamos también por su alma. Que el Buen Dios lo haya encontrado digno de estar para siempre a su lado.
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