CIMAS Y SIMAS
DE LA PIEL DE TORO
Hace algunas semanas el gobierno marxiliberal de España derogó la fecha del 25 de julio, Día de Santiago Apóstol, como festividad nacional.
El inspirador de los grandes rumbos de la historia española está silenciado. La cristofobia se ha querido cobrar su derrota en la Cruzada de 1936-1939, y lo hace con el disfraz burgués del Presidente del Gobierno Rodríguez Zapatero, nieto de un tal Lozano, capitanejo rojillo de la Anti-Hispanidad.
Lo que acabamos de escribir era lo que pensábamos cuando nos ubicamos en el Tren Ave que en dieciocho minutos cubriría los noventa kilómetros que unen el Manzanares al Tajo en la línea Madrid-Toledo, la Ciudad Imperial. Pronto los dos caballeros que con sus comentarios me habían dado la noticia se alejaron. Aquel brillante día primaveral, pero por su temperatura casi estival, para mí tomó tonos grisáceos, y hasta un algo de frío como llegado de la Sierra del Guadarrama.
Había en la decisión gubernamental zapateril mucho de resentimiento. El mismo que estudia Marañón, en la biografía de Tiberio, sosteniendo la necesidad de una cierta cantidad de maldad para que incube y pueda desatarse en la adolescencia con sus dos fuentes claves, la competencia y la preterición. A ellas debe agregarse una memoria contumaz que no desgasta el tiempo. Con mucha razón decía Unamuno: “entre los pecados capitales no figura el resentimiento, y es el más grave de todos”.
En el devenir del rapidísimo paisaje, y como regalo de la ruta, fue surgiendo ante nuestros ojos toda una teoría de valores que se pretende canjear por paquetes ideológicos cerrados. En los días que corren se invoca por parte de liberales y marxistas sólo la necesidad de desarrollar la economía. La difusión de estas recetas taumatúrgicas es apoyada desde los centros mundiales, por lo que el poder cultural se encuentra en otro lado. La España oficial es hoy el ejemplo que ilustra las tesis del nihilista Antonio Gramsci: “Una vez ganada por valores que no son los suyos, la sociedad vacila sobre sus bases y entonces no hay más que explotar la situación sobre el terreno político”.
Consciente de esto, el entonces Ministro Fernández de la Mora, pocos meses antes del fallecimiento del Generalísimo Francisco Franco, escribía en una página del diario “ABC”: “En octubre de 1930 José Antonio Primo de Rivera decía en Bilbao: «Como nos dijo hace unos días Ramiro de Maeztu, todo Estado que desea perpetuarse forma sus generaciones en los principios mismos que le sustentan. Sólo nosotros cometemos la incomparable estupidez de abrir con nuestras propias manos las puertas de la casa a quienes sólo quieren entrar para arrojarnos de ella con sangre y vilipendio»”.
Los años le han dado la razón. España está siendo conducida a una situación similar a la que señalaba el nefasto Manuel Azaña cuando, con masónico alborozo, espetaba que “había dejado se ser católica”. Hoy la vemos en esa ruta con un gobierno descristianizador, campeando el aborto, los divorcios, la baja demografía, el vicio contranatura, las autonomías balcanizadoras con la partidocracia gestora de todas las infidelidades.
Pero ya era hora de descender en la Imperial Toledo. Allí nos reencontramos con la España tradicional. La real y que aguarda. La reserva perenne de la cultura donde se asienta el verbo de Occidente en tres capítulos eternos: Atenas, Roma, Toledo. Al echar pie a tierra nos enfrentamos casi de inmediato a torreones centinelas para luego trasponer la Puerta de Bisagra, cuyo dintel está orlado por gigantesca Águila Bicéfala timbrada con la Corona del Sacro Imperio Romano Germánico. Respiramos entonces la España Cruzada y Misionera, la de nuestro querer. La de las Leyes de Indias, Lepanto y la Contrarreforma, con la que enfrentara la satánica subversión de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX, dándose en holocausto durante los años de la Guerra de Resistencia y Liberación.
Recorrimos luego el Tajo que rodea el desafiante Real antes de marchar hacia el Atlante océano azul que imita el color de las camisas falangistas. Nuestra primera visita intentó ser para el Alcázar, sede de XV Concilios que dictaron normas morales, siendo también cuna de las instituciones políticas peninsulares, luego residencia de Fernando e Isabel, Carlos V, Felipe II y reducto de heroicidades que asombraron al mundo. Encontramos sus portones cerrados desde hace años con el pretexto de refacciones que esconden el odio y el resentimiento del que hablamos más arriba. No pudimos, por ende, llegar hasta el despacho del General Moscardó, donde suponemos seguirá cubriendo una de la paredes la plancha de blanco mármol con el diálogo entre el Jefe de la Fortaleza y su hijo condenado a muerte por la bestial milicia roja. De hecho nos fue impedido orar ante las sepulturas de los Defensores entre las que se halla la de Antonio Rivera, el Ángel del Alcázar. Todo un capítulo de la Gran Historia Viril, cerrado el 28 de setiembre de 1936, cuando el laureado héroe, rodeado de los supervivientes guerreros, se cuadraba ante el Jefe de la Fuerza “salvadora de la heredad” y le decía: “Mi General, sin novedad en el Alcázar”.
Quedaban todavía algunas horas. Por ello remontamos las estrechas calles en busca del Greco, el inmortal griego que en aquel escenario del Siglo de Oro soñó su obra. Domenikos Theotokopoulos —así se llamaba el genio llegado desde Candia, la cretense tierra de olivares, palacios con laberintos y patria del Minotauro—. En la Catedral toledana se exhibe “El expolio de Jesús”, pero la que nosotros buscábamos estaba más cerca, en la Iglesia de Santo Tomé. De todos es conocida como “El entierro del Conde Orgaz”. Al llegar hasta ella quedamos extasiados. Sirviéndose de fríos tintes el pintor realiza, con el contraste de blanco y negro, formidables formas. Detenerse ante la enorme tela es comprender a los críticos que señalan sus temas religiosos como ensueños entre los cuales transitan las formas humanas “a modo de insospechados relámpagos”. Todo eso se aprecia en la mitad superior del óleo.
Así como en el segundo sector la presencia de nobles caballeros, monjes, clérigos y escribientes rodeando a quienes colocan en su lecho el cuerpo yacente del Conde enfundado en armadura de acero y con rostro pálido y barbado.
El conjunto es pura poesía. Ella resume miles de páginas y nos conduce a lo trascendente de la auténtica España católica, “que logra con la muerte eternidades”.
Nuestra jornada termina. Volvemos a las calles empinadas y como en los antiguos tiempos pasamos frente a talleres de espadas, morriones, tizonas y escudos donde el artista va trazando con hilos de oro la heráldica de las águilas sobre el acero negro.
Del Tajo es su agua bautismal. Toledo su Pila. En nuestro caminar nos sorprende un hecho: la iconoclastia no conseguió imponerse. Encontramos en una vía cercana a la Plaza principal una placa con el nombre de José Antonio. Debajo del cesáreo apelativo, también en bronce, una fecha: 1940. Nadie se ha atrevido a tocar el justo homenaje de la Ciudad Imperial al espíritu, que ama el servicio y remanga su camisa para curar, al honor a la palabra empeñada, al desinterés, a la abnegación y al sentido que “la vida no vale la pena si no es para quemarla en el servicio de una empresa grande”.
Poco más allá, en una calle de aspecto cervantino, nuestros ojos encuentran el eterno mármol con palmas de acero en recordación perpetua al General José Moscardó, cuya dura estirpe grabó para siempre su nombre de Caudillo con Laureada Heroica en Iberia, Francia, Italia, Alemania y la Patria Grande Hispanoamericana.
El tiempo apremia. Pero no podemos irnos sin un acto de piadoso homenaje a San Juan de los Reyes, la monumental iglesia levantada durante 1476 por expresa voluntad de Isabel la Católica. Cuenta el cronista que cuando le fue presentada la primera construcción, dijo a sus Maestros de Obras: “¿Esta nonada me habéis fecho aquí?” Por lo que ordenó al flamenco Juan de Guas que levantara la que con grandeza está ante nuestra vista. Belleza del Yugo y las Flechas con la Fe y la Voluntad de los Reyes Católicos. Maravilla de los largos paveses que sostienen las tallas del Águila nimbada y las puntas de sus alas hacia abajo, es decir con el vuelo abatido, que es como —según la tradición heráldica— se representa al Santo Patrono de Santa Isabel Reina. Los mismos símbolos que lucieran el Escudo y la Bandera de la Victoriosa España. Una, Grande y Libre. Hasta la instauración cainita que expulsó a San Juan, como ahora lo hace con el también Apóstol Santiago.
Volvimos a Madrid ya muy entrada la noche. Mirando el firmamento sentimos a los camaradas “haciendo guardia sobre los luceros”. Pese a la oscuridad tuvimos por cierto el amanecer. Entonces, nos dijimos, “volverá a reír la primavera”.
DE LA PIEL DE TORO
Hace algunas semanas el gobierno marxiliberal de España derogó la fecha del 25 de julio, Día de Santiago Apóstol, como festividad nacional.
El inspirador de los grandes rumbos de la historia española está silenciado. La cristofobia se ha querido cobrar su derrota en la Cruzada de 1936-1939, y lo hace con el disfraz burgués del Presidente del Gobierno Rodríguez Zapatero, nieto de un tal Lozano, capitanejo rojillo de la Anti-Hispanidad.
Lo que acabamos de escribir era lo que pensábamos cuando nos ubicamos en el Tren Ave que en dieciocho minutos cubriría los noventa kilómetros que unen el Manzanares al Tajo en la línea Madrid-Toledo, la Ciudad Imperial. Pronto los dos caballeros que con sus comentarios me habían dado la noticia se alejaron. Aquel brillante día primaveral, pero por su temperatura casi estival, para mí tomó tonos grisáceos, y hasta un algo de frío como llegado de la Sierra del Guadarrama.
Había en la decisión gubernamental zapateril mucho de resentimiento. El mismo que estudia Marañón, en la biografía de Tiberio, sosteniendo la necesidad de una cierta cantidad de maldad para que incube y pueda desatarse en la adolescencia con sus dos fuentes claves, la competencia y la preterición. A ellas debe agregarse una memoria contumaz que no desgasta el tiempo. Con mucha razón decía Unamuno: “entre los pecados capitales no figura el resentimiento, y es el más grave de todos”.
En el devenir del rapidísimo paisaje, y como regalo de la ruta, fue surgiendo ante nuestros ojos toda una teoría de valores que se pretende canjear por paquetes ideológicos cerrados. En los días que corren se invoca por parte de liberales y marxistas sólo la necesidad de desarrollar la economía. La difusión de estas recetas taumatúrgicas es apoyada desde los centros mundiales, por lo que el poder cultural se encuentra en otro lado. La España oficial es hoy el ejemplo que ilustra las tesis del nihilista Antonio Gramsci: “Una vez ganada por valores que no son los suyos, la sociedad vacila sobre sus bases y entonces no hay más que explotar la situación sobre el terreno político”.
Consciente de esto, el entonces Ministro Fernández de la Mora, pocos meses antes del fallecimiento del Generalísimo Francisco Franco, escribía en una página del diario “ABC”: “En octubre de 1930 José Antonio Primo de Rivera decía en Bilbao: «Como nos dijo hace unos días Ramiro de Maeztu, todo Estado que desea perpetuarse forma sus generaciones en los principios mismos que le sustentan. Sólo nosotros cometemos la incomparable estupidez de abrir con nuestras propias manos las puertas de la casa a quienes sólo quieren entrar para arrojarnos de ella con sangre y vilipendio»”.
Los años le han dado la razón. España está siendo conducida a una situación similar a la que señalaba el nefasto Manuel Azaña cuando, con masónico alborozo, espetaba que “había dejado se ser católica”. Hoy la vemos en esa ruta con un gobierno descristianizador, campeando el aborto, los divorcios, la baja demografía, el vicio contranatura, las autonomías balcanizadoras con la partidocracia gestora de todas las infidelidades.
Pero ya era hora de descender en la Imperial Toledo. Allí nos reencontramos con la España tradicional. La real y que aguarda. La reserva perenne de la cultura donde se asienta el verbo de Occidente en tres capítulos eternos: Atenas, Roma, Toledo. Al echar pie a tierra nos enfrentamos casi de inmediato a torreones centinelas para luego trasponer la Puerta de Bisagra, cuyo dintel está orlado por gigantesca Águila Bicéfala timbrada con la Corona del Sacro Imperio Romano Germánico. Respiramos entonces la España Cruzada y Misionera, la de nuestro querer. La de las Leyes de Indias, Lepanto y la Contrarreforma, con la que enfrentara la satánica subversión de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX, dándose en holocausto durante los años de la Guerra de Resistencia y Liberación.
Recorrimos luego el Tajo que rodea el desafiante Real antes de marchar hacia el Atlante océano azul que imita el color de las camisas falangistas. Nuestra primera visita intentó ser para el Alcázar, sede de XV Concilios que dictaron normas morales, siendo también cuna de las instituciones políticas peninsulares, luego residencia de Fernando e Isabel, Carlos V, Felipe II y reducto de heroicidades que asombraron al mundo. Encontramos sus portones cerrados desde hace años con el pretexto de refacciones que esconden el odio y el resentimiento del que hablamos más arriba. No pudimos, por ende, llegar hasta el despacho del General Moscardó, donde suponemos seguirá cubriendo una de la paredes la plancha de blanco mármol con el diálogo entre el Jefe de la Fortaleza y su hijo condenado a muerte por la bestial milicia roja. De hecho nos fue impedido orar ante las sepulturas de los Defensores entre las que se halla la de Antonio Rivera, el Ángel del Alcázar. Todo un capítulo de la Gran Historia Viril, cerrado el 28 de setiembre de 1936, cuando el laureado héroe, rodeado de los supervivientes guerreros, se cuadraba ante el Jefe de la Fuerza “salvadora de la heredad” y le decía: “Mi General, sin novedad en el Alcázar”.
Quedaban todavía algunas horas. Por ello remontamos las estrechas calles en busca del Greco, el inmortal griego que en aquel escenario del Siglo de Oro soñó su obra. Domenikos Theotokopoulos —así se llamaba el genio llegado desde Candia, la cretense tierra de olivares, palacios con laberintos y patria del Minotauro—. En la Catedral toledana se exhibe “El expolio de Jesús”, pero la que nosotros buscábamos estaba más cerca, en la Iglesia de Santo Tomé. De todos es conocida como “El entierro del Conde Orgaz”. Al llegar hasta ella quedamos extasiados. Sirviéndose de fríos tintes el pintor realiza, con el contraste de blanco y negro, formidables formas. Detenerse ante la enorme tela es comprender a los críticos que señalan sus temas religiosos como ensueños entre los cuales transitan las formas humanas “a modo de insospechados relámpagos”. Todo eso se aprecia en la mitad superior del óleo.
Así como en el segundo sector la presencia de nobles caballeros, monjes, clérigos y escribientes rodeando a quienes colocan en su lecho el cuerpo yacente del Conde enfundado en armadura de acero y con rostro pálido y barbado.
El conjunto es pura poesía. Ella resume miles de páginas y nos conduce a lo trascendente de la auténtica España católica, “que logra con la muerte eternidades”.
Nuestra jornada termina. Volvemos a las calles empinadas y como en los antiguos tiempos pasamos frente a talleres de espadas, morriones, tizonas y escudos donde el artista va trazando con hilos de oro la heráldica de las águilas sobre el acero negro.
Del Tajo es su agua bautismal. Toledo su Pila. En nuestro caminar nos sorprende un hecho: la iconoclastia no conseguió imponerse. Encontramos en una vía cercana a la Plaza principal una placa con el nombre de José Antonio. Debajo del cesáreo apelativo, también en bronce, una fecha: 1940. Nadie se ha atrevido a tocar el justo homenaje de la Ciudad Imperial al espíritu, que ama el servicio y remanga su camisa para curar, al honor a la palabra empeñada, al desinterés, a la abnegación y al sentido que “la vida no vale la pena si no es para quemarla en el servicio de una empresa grande”.
Poco más allá, en una calle de aspecto cervantino, nuestros ojos encuentran el eterno mármol con palmas de acero en recordación perpetua al General José Moscardó, cuya dura estirpe grabó para siempre su nombre de Caudillo con Laureada Heroica en Iberia, Francia, Italia, Alemania y la Patria Grande Hispanoamericana.
El tiempo apremia. Pero no podemos irnos sin un acto de piadoso homenaje a San Juan de los Reyes, la monumental iglesia levantada durante 1476 por expresa voluntad de Isabel la Católica. Cuenta el cronista que cuando le fue presentada la primera construcción, dijo a sus Maestros de Obras: “¿Esta nonada me habéis fecho aquí?” Por lo que ordenó al flamenco Juan de Guas que levantara la que con grandeza está ante nuestra vista. Belleza del Yugo y las Flechas con la Fe y la Voluntad de los Reyes Católicos. Maravilla de los largos paveses que sostienen las tallas del Águila nimbada y las puntas de sus alas hacia abajo, es decir con el vuelo abatido, que es como —según la tradición heráldica— se representa al Santo Patrono de Santa Isabel Reina. Los mismos símbolos que lucieran el Escudo y la Bandera de la Victoriosa España. Una, Grande y Libre. Hasta la instauración cainita que expulsó a San Juan, como ahora lo hace con el también Apóstol Santiago.
Volvimos a Madrid ya muy entrada la noche. Mirando el firmamento sentimos a los camaradas “haciendo guardia sobre los luceros”. Pese a la oscuridad tuvimos por cierto el amanecer. Entonces, nos dijimos, “volverá a reír la primavera”.
Luis Alfredo Andregnette Capurro
1 comentario:
El fusilado capitán Lozano, además de traidor a su patria y a su uniforme, era un probado masón.
Su nieto el Sr. Rodríguez (que prefirió ser Zapatero)sigue fielmente el accionar anticristiano y antiespañol de la masonería. Es muy probable, casi con certeza, que el resentimiento de Rodríguez sea un resentimiento masónico. El resto es solo parte del marketing victimizándose que despliega el nieto ante masas ignorantes y aplebeyadas.
Cuando se lo escucha a Rodríguez se tiene la sensación que es el único hombre del mundo que ha tenido un solo abuelo. Es algo verdaderamente grotesco. Solo creible para los que admiten disparates. Como el que dos degenerados emputecidos puedan legitimar su aberrante coyunda y llamarla matrimonio.
Esa es la calaña de la gentuza que sigue al nieto del traidor Lozano y que gracias a la democracia ejerce la ley del número. Basta ver los retratos de los partidócratas que agobian a España para comprobar que no hay ninguna similitud con los rostros magros, enérgicos y espirituales y que, mal que le pese a la plebe y la haga rabiar, podemos definir sintéticamente como aristocráticos, que nos dejaran los pinceles de El Greco.
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