(IM)PERTINENTES
HISTORIAS DE LA NADA
— El Discípulo: Maestro, hace un par de meses se conmemoraron los cuarenta años del “Mayo francés” y los diarios, suplementos culturales y revistas le dedicaron largos artículos. ¿Qué me puede decir al respecto?
— El Maestro: “Los papeles” —como se le decía en un pasado remoto a la prensa escrita— se mantienen fieles a su tradición: llenan carillas con noticias que no existen, ideas que no importan y “cosas que no son”, como decía Castellani (“Qué gente que sabe cosas / la gente de este albardón / Qué gente que sabe cosas / pero cosas que no son”).
— El Discípulo: Pero Maestro, no se los puede acusar de tal pecado en este caso. El “Mayo francés” existió y ejerció fuerte influencia.
— El Maestro: Niego ambas cosas. A cierto grupo de experiencias ocurridas en mayo de 1968 los papeles le pusieron un nombre común y pretendieron que representaban alguna cosa en el terreno de la política y de la cultura. Pero sus huellas en la política sencillamente no existen…
— El Discípulo: ¿Pero sí en la cultura?
— El Maestro: Menos que menos. Nada importante, nada serio, nada significativo deriva del “Mayo francés” y su ideología. Supuesto que hubiera tenido alguna.
— El Discípulo: Pero, Maestro, algo se puede predicar del asunto, puesto que en ciertos días del mes de mayo de ese año pasaron en Francia ciertas cosas.
— El Maestro: Bien, acepto que exageré para enfatizar la verdad. Pero esa serie de acontecimientos tienen la consistencia y la importancia de un síntoma.
— El Discípulo: Bueno, eso es algo.
— El Maestro: Suponte que cuentas la historia de una persona y llegas en ella a su enfermedad final. ¿Dedicarías mucho tiempo a relatar y comprender la fiebre que anunció la llegada de su mal?
— El Discípulo: No, por cierto.
— El Maestro: Bueno, esa es la máxima existencia y consistencia que puedo atribuirle al famoso “Mayo francés”. No hay nada en él que merezca un análisis profundo, porque nada de importante hay en él.
— El Discípulo: Bien, Maestro, ¿pasamos entonces a otro tema?
— El Maestro: No, seguimos en éste, porque la importancia que no tiene el hecho en sí la tienen los múltiples comentarios a su respecto. Desnudan la etapa en que se dieron —la “década del sesenta”— el canto de cisne de la modernidad.
— El Discípulo: En uno de los múltiples artículos sobre el “Mayo francés”, leo que Roland Barthes consideró a “los acontecimientos” (“les evenements”, así se les dijo en París) como “una escritura destituyente contra los que consideraban la palabra como una actividad ilusoria”.
— El Maestro: El típico pensamiento débil (como lo calificaría más adelante Vattimo). Es una idea que, como no conecta con ninguna realidad, se puede dar vuelta sin riesgos. Así, yo podría decir —no contra Barthes, sino enrolándome en sus palabras sin pensamiento— que fue “una actividad ilusoria contra los que consideraban la palabra como una escritura destituyente”. Da lo mismo. En ambos casos no quiere decir nada que valga la pena expresar. Si queremos discutir el “Mayo francés” muy pronto nos encontramos que estamos cocinando una torta sin harina ni huevos. Es más, sin horno. Es historiar la nada.
LOS ACONTECIMIENTOS
— El Discípulo: En Francia, como Usted acaba de recordar, se referían a lo que sucedía como “los acontecimientos”: ¿por qué ese nombre tan “neutro”?
— El Maestro: Muy sencillo. ¿Cómo podrían haberse nombrado? ¿La revolución? Hubiera quedado muy en claro que se le aplicaba la frase de Marx que acaba de recordar nuestra ilustrada presidenta, aquella referida a la repetición de los hechos históricos que se dan primero como tragedia y luego como farsa. (Cristina dijo “comedia”). Marx se refería muy concretamente al ascenso de Napoleón I como hijo de la tragedia (la Revolución francesa) y al de su sobrino Napoleón III tras la farsa revolucionaria del año 1848. Exactamente ciento veinte años después de aquello surge algo que Marx no había previsto: un tercer acto, una revolución que no alcanza ni siquiera a ser una farsa, una revolución sin objetivos, sin actores, sin medios. Les llamaron “los acontecimientos” porque de alguna manera había que nombrarlos.
— El Discípulo: ¿Y si repasáramos esos “acontecimientos”?
— El Maestro: De acuerdo. Comencemos por dar a cada uno lo suyo. La inquietud estudiantil, una de las raíces del “Mayo francés”, comenzó en Estados Unidos. Esa inquietud agrupó caprichosamente dos talantes muy diversos: lo que después sería lo posmoderno (espíritu de goce sin compromisos ) y los penúltimos resabios del revolucionarismo leninista (conquista del poder político). Así, los estudiantes se movilizaban por lograr dormitorios mixtos en las Universidades y al mismo tiempo denunciaban las “estructuras obsoletas del poder burgués” y se oponían a la guerra en Vietnam.
— El Discípulo: Pero en Francia…
— El Maestro: Lo que había comenzado en Berkeley se corrió a Europa (curiosamente, de allí rebotó a Estados Unidos más politizado) y en Nanterre reclamaron primero reformas universitarias, entre las cuales estaban concretas demandas de mayor libertad sexual y luego “la revolución”.
— El Discípulo: ¿Y que entendían por tal?
— El Maestro: Los maestros del pensamiento de los estudiantes —Marcuse el primero— habían formulado profundas críticas al modelo soviético. Sin embargo, el paradigma de la revolución seguía siendo la toma del Palacio de Invierno: los soviets, la ocupación del Estado inerme. Criticado, el mito de la revolución bolchevique sobrevivía. Por una razón fundamental: no había otro disponible.
— El Discípulo: Formidable poder evocativo, hay que reconocerlo.
— El Maestro: Jules Monnerot escribió un libro muy útil: “Sociología de la Revolución”, en el que explica que la idea revolucionaria es una faceta de la ideología progresista, y sostiene que el eclipse de la idea representará el fin de los tiempos modernos.
— El Discípulo: ¿Es lo que está pasando?
— El Maestro: Casi, casi. Todavía falta el rabo por desollar.
— El Discípulo: He aquí un tema importante, Maestro. Pero nos desviemos. Describamos mejor el “Mayo francés”.
— El Maestro: En la segunda semana de mayo de 1968, el lunes 6, grupos estudiantiles de París, haciéndose eco de los sucesos de Nanterre, organizaron manifestaciones más o menos numerosas. “Los acontecimientos” durarán cuatro semanas, del 6 al 31 de mayo. Las manifestaciones estudiantiles se fueron haciendo cada vez más numerosas, agresivas y politizadas. Pero, por lo pronto, carecían de una dirección única: había grupos trotskistas, maoístas, comunistas de obediencia soviética y anarquistas. Desde el primer momento intentaron sumar a los obreros, pero tanto el Partido Comunista (muy numeroso por entonces en Francia) como las centrales obreras, se manifestaron al principio muy desconfiados de lo que no vacilaron en calificar como una revolución de “hijos de papá”.
— El Discípulo: Pero luego…
— El Maestro: A partir de la tercera semana, como continuaban las manifestaciones y disturbios que la policía no conseguía dominar, los sindicatos —a regañadientes— aceptaron declarar una huelga general y el mismo Partido Comunista se acercó al movimiento. Pero no había ni una dirección unificada, ni una ideología comúnmente aceptada, ni una táctica común. El país estaba semiparalizado (algo parecido a algunos momentos de nuestro conflicto agrario) pero nadie daba un solo paso sólido hacia la conquista del poder, porque nadie estaba en condiciones de hacerlo.
El comunismo recibía órdenes de sus patrones soviéticos que los instaba a “no ceder a los provocadores”, es decir, a no desencadenar una revolucion en serio, con toma de poder incluída. Es que la U.R.S.S. transitaba ya las dificultades que la llevarían, veinte años después, a derrumbarse. Pero el viernes 24 de mayo “el orden burgués” parecía a punto de colapsar. Francia estaba paralizada por la huelga, la calle estaba dominada por los estudiantes, no parecía existir poder público organizado.
— El Discípulo: Una situación sin salida.
— El Maestro: Suelen ser las de más fácil solución. De Gaulle (por entonces era el Presidente) se había mantenido en una pasividad y un silencio que parecían los de un vencido. Después de asegurarse el apoyo irrestricto de las fuerzas armadas, el viernes 31 de mayo pronunció un discurso muy duro por radio, anunciando que no renunciaría y que haría cesar la protesta. En pocas horas las calles de París se vieron cubiertas por un millón de manifestantes que expresaban su apoyo al gobierno y su rechazo a los “revolucionarios” de pacotilla. Un mes después se realizaron elecciones de diputados y la izquierda toda quedó laminada, reducida a los guarismos más bajos de todo el siglo.
— El Discípulo: ¿Eso fue todo?
— El Maestro: Eso fue todo, aunque cueste creerlo, en cuanto a la faz política del “Mayo francés”: 26 días de manifestaciones, barricadas y toma de la Universidad. Hasta la huelga general, el fetiche del primer marxismo. Y todo para terminar en un entierro de tercera.
— El Discípulo: Ahora falta hablar de la ideología de este “acontecimiento”. ¿Hay allí algo más importante?
— El Maestro: Mucho menos, si cabe. Lo que se considera el núcleo de ideas de los revolucionarios es, más que los dos o tres manifiestos publicados, la colección de graffiti que, se dijo, muestran el carácter espontáneo de la nonata revolución. Se han publicado varias colecciones de tales graffitis, en su mayoría escritos en los muros de la Sorbona, la Universidad de París. Vamos a usar este librito rojo (“La imaginación al poder. La revolución estudiantil”) editado por una editorial argentina (Insurrexit) que contiene unos doscientos textos de graffiti. No hay un solo que demuestre claridad en los objetivos de “la revolución”. No hay un solo que pueda calificarse de inteligente o por lo menos ingenioso. Si se leen sin prejuicios son la colección de estupideces, ñoñerías y lugares comunes más grande de la historia.
— El Discípulo: Maestro, sospecho que no simpatiza mucho con el “Mayo francés”.
— El Maestro: Si querés decir, irónicamente, que odio esta estafa, estás equivocado. Apenas si despierta mi irritación. En todo caso, odio a la intelectualidad que tragó —y traga— estas imbecilidades sin decir el juicio que merecen. Vamos a las más famosas: “Prohibido prohibir”, tiene más o menos el mismo sentido que decir: “No ceda al imperialismo de los pulmones: ¡no respire!” En ambos casos los consejos son idiotas. Lo único interesante sería que nos explicaran cómo se hace para no prohibir y no respirar. La vida individual es imposible sin oxígeno, la vida colectiva es imposible sin prohibiciones. Hay varios miles de años de experiencia para sustentar ambas proposiciones. Y que miren la historia de la Unión Soviética, si lo dudan. Luego: “La imaginación al poder”, pero si hay un sitio en el que la imaginación no tiene lugar es el poder, en el cual hacen falta justicia, fortaleza, templanza y muchos etcéteras, pero no imaginación, que hay que dejarla a los literatos.
— El Discípulo: ¿Y cual es el talante general que muestran los graffitis?
— El Maestro: Doble, como ya te dije. Por un lado, los últimos suspiros del revolucionarismo clásico de izquierda: “todo el poder a los Comités de acción”, que eran una caricatura de los soviets del Octubre rojo (y ruso).
— El Discípulo: ¿Y por otro lado?
— El Maestro: El talante posmoderno que asomaba, un talante gozador y egoísta hasta el autismo: “Decretamos el estado de felicidad permanente”, “la emancipación del hombre será total o no será”, etc. En nada de todo esto hay ideas que sirvan para algo: ni para hacer la famosa “revolución”, ni para llegar a fin de mes.
MAYO VISTO DESDE BUENOS AIRES
— El Discípulo: Como le recordé al principio, Maestro, las publicaciones porteñas usaron y abusaron del aniversario número cuarenta del “Mayo francés” para llenar sus escuálidas hojas.
— El Maestro: Y no fue nada fácil encontrar algo que valiera la pena leer. Debo confesarte, con pesar, que lo mejor que leí fue lo que escribió Juan José Sebrelli para “Perfil”. El resto puede desecharse sin remordimiento alguno.
— El Discípulo: ¿Cuál fue la tesitura general?
— El Maestro: Salvar, salvar algo del desastre. Es la constante actual del pensamiento de izquierda. Vagan entre las ruinas de sus sueños como las pobres víctimas de un terremoto. Quieren comprobar si algo escapó a la furia del sismo. Y en el triste montón de residuos encuentran una foto familiar, los pedazos de un fonógrafo, y quieren convertirlos en pruebas de su pasada prosperidad. Cuando las divisiones de Stalin hacían el trabajo que se suponía que la dialéctica debía haber hecho.
— El Discípulo: Triste espectáculo.
— El Maestro: Ya lo creo. Tomemos el ejemplar del 4 de mayo de “Página/12”. Allí encontraremos a Alan Pauls que supone que mayo del '68 fue una “segunda revolución francesa” y condena hasta a los que dicen que hubo entonces “cosas geniales y cosas estúpidas”. Es una lástima que nos deje sin conocer el listado de las “cosas geniales”. En el mismo ejemplar del mismo diario Horacio González postula que mayo es “fundador de nuestra modernidad social” y llega a afirmar que mayo “trasciende la política y la historia” y que por eso “hace mundo (?) de la filosofía. De allí su intensidad y también su recordable fugacidad”.
— El Discípulo: ¿Qué quiere decir?
— El Maestro: Por supuesto, nada. Si se lo tomara en serio, filosofía sería igual a fugacidad… lo cual no merece refutación. Pero el plato fuerte de “Página/12” es, claro, el polígrafo José Pablo Feinmann. Para él mayo fue capaz, por lo pronto, de “crear consignas de alto valor literario y filosófico, exquisitas”. Se trató, simplemente, de “jóvenes que querían cambiar el mundo”. Recordemos esta conclusión de un pensador que los Kirchner aman (o, al menos, amaban, con la pareja presidencial nunca se sabe). El cual, luego de lo dicho entra en un lenguaje que algunos llamarán filosófico y yo califico, en cambio, de viejo y vulgar macaneo criollo. Nos informa, por ejemplo, que “la libertad no se somete a ninguna instancia, no puede ser ahogada por la coseidad del juramento, la praxis es la negación de lo cósico”. Es Engels, Heidegger y Sartre en una sola frase. Y una pizca de Marcuse.
— El Discípulo: ¿Y por el lado de la derecha?
— El Maestro: “La Nación” dedicó un suplemento al “Mayo francés” el domingo 4 de mayo pasado. En él le ceden la palabra a José Eduardo Abadi, el cual reconoce el fracaso de la revuelta, pero sostiene que “fue… anárquica y exuberante, por momentos confusa y destructiva, pero también imaginativa y creativa”. También supone que los graffiti expresaban “con ingenio y con humor pretensiones inhabituales dentro de los eslóganes políticos”. Yo creo, en cambio, que hay mucho más ingenio y humor en los filetes de los carros porteños o en las canciones de nuestras hinchadas de fútbol.
— El Discípulo: Maestro, hay un argumento que utilizan los que quieren encontrar importante el “Mayo francés”. Y es su repercusión, un año después, en el “Cordobazo”.
— El Maestro: Monsergas. Desde la Reforma, el ideal del estudiantado izquierdista es la revolución hecha por “obreros y estudiantes”. Esta consigna, para nada receptada por el comunismo, pone el dedo en una de las llagas incurables de los intelectuales de izquierda: el hecho de que la revolución proletaria tiene por inventor, predicadores y entusiastas muchos más burgueses que proletarios. Es un problema que sólo Gramsci se atrevió a mirar de frente, reconociendo que la batalla de la izquierda es cultural, es decir pertenece por derecho propio a los intelectuales. Ya vamos a volver sobre ello.
— El Discípulo: ¿Y el “Cordobazo”?
— El Maestro: A eso iba. Decir que en el “Cordobazo” hubo influencia del “Mayo francés” es decir poco y nada. Poco, pues en el “Cordobazo” las consignas no tenían nada que ver con las de París. Nada, pues no sirve para explicar el fenómeno, que más bien debe considerarse una etapa en la conformación de la izquierda extrema argentina, cuya eclosión violenta siguió inmediatamente al “Cordobazo”.
— El Discípulo: ¿No ve Usted, Maestro, entonces, ninguna relación entre el “Mayo francés” y esa “izquierda extrema argentina”?
— El Maestro: ¡Hombre! Todos son epifenómenos de la modernidad en una de sus dos familias, la de izquierda. Pero relación de causa a efecto no hay absolutamente ninguna.
HACIA UNA INTERPRETACIÓN
— El Discípulo: Sí, no da la impresión de nada muy trascendente o digno de recordar.
— El Maestro: Te recomiendo leas todos los graffitis de mayo y verás que nada hay que merezca ser recordado o que pueda servir de guía a nadie para nada. De hecho, estos principios (si se les puede llamar así) yacen en los libros de historia pero no sirven de inspiración ni al más minúsculo de los grupúsculos, si me perdonás la rima.
— El Discípulo: ¿Entonces…?
— El Maestro: Lo único de alguna utilidad que se puede hacer con el “Mayo francés” es interpretar su sentido y razón de ser para comprender por qué se vivieron en París estos veintitantos días de holgorio. Para lo que hay que comenzar por la modernidad y su ideología, la enunciada en el siglo XVIII por los “filósofos” franceses, cuyo centro está en la idea de progreso cientifico. Sin esa borrachera de ciencia nada puede entenderse, ni Mayo de 1968 ni nada.
— El Discípulo: ¿Por qué “borrachera”?
— El Maestro: Porque dos siglos de ciencia provocaron una lectura equivocada, distorsionada de sus posibilidades. Felices al ver todo lo que la ciencia hacía y podía hacer, le reclamaron mucho más allá de sus posibilidades. Toda revolución, se ha dicho, si es tal modifica ante todo la escatología, la conciencia de lo que puede esperar el hombre y la humanidad. Lo que surge entonces es una esperanza colectiva: los hombres marchan, gracias a la ciencia, a un futuro perfecto en el que todas las contradicciones se resolverán. Por primera vez en la Historia, el paraíso se realizará en la tierra.
— El Discípulo: ¿Coincidían todos los actores de la modernidad en este planteo?
— El Maestro: Totalmente. Esa simple fórmula de una humanidad que se cura de todos sus males es el meollo del pensamiento moderno y su eclipse explica, por sí solo, la crisis de la modernidad. Pronto surgirán, en el seno de lo moderno, dos “familias” diversas. Por un lado, la que pone el énfasis en la libertad, la cual dará origen a la derecha y al liberalismo. Es una fracción de lo moderno que se apoya en el “ethos” (conjunto de valoraciones) de los hombres ligados al dinero. Éstos privilegiarán, como es lógico, la vía lenta y evolutiva hacia el progreso.
— El Discípulo: Y por el otro lado, la izquierda…
— El Maestro: Claro, la cual pondrá el énfasis en la igualdad y dará origen al socialismo. En este caso, el “ethos” es el de los intelectuales. Pero de los intelectuales occidentales, herederos —contra su deseo— de los intelectuales cristianos. De ellos tomarán la idea de revolución.
— El Discípulo: ¿La idea de revolución viene del cristianismo?
— El Maestro: Por cierto. Es lo que demostró Monnerot. En los intelectuales de izquierda la revolución es un acontecimiento escatológico: parte en dos la historia, deja marcados un antes y un después. Exactamente como la redención dividía de un tajo los tiempos: antes y después de Cristo. De allí que la izquierda tiene su calendario marcado por revoluciones que van prometiendo esa división tajante: la “Gran Revolución” (la francesa), la comuna de 1870, la Gran revolución proletaria de 1917 en Rusia.
Quedémonos con esta sed de revoluciones que tiene la izquierda. Ahora veamos la evolución de la modernidad. Nacida en el siglo XVIII, parece encontrar su plena confirmación en el fin del siglo XIX mediante la segunda revolución industrial, hija de la ciencia. En cuarenta y cinco años (1870-1914) se acumulan la mayor cantidad de inventos que jamás existieron, ni antes ni después. E inventos que influyen fuertemente sobre la vida humana, desde la electricidad al motor de explosión, desde los automóviles a los aviones, desde el teléfono hasta el telégrafo sin hilos. Pero esto no es todo: por un lado, el darwinismo parece revelar, gracias a la ciencia, el problema del hombre. Y por el otro, se impone el modelo de estado democrático de derecho. Todo es exaltante. ¿Cómo no pensar que se vive una “belle époque”?
EL SIGLO DE HIERRO Y MUERTE
— El Discípulo: Y luego irrumpe el siglo XX.
— El Maestro: Exactamente. Ahora comenzamos a acercarnos al significado del “Mayo francés”. Porque el siglo XX fue el cementerio de la modernidad, su implosión. Hecho tras hecho, cada uno fue un clavo en el ataúd de la idea de progreso. Comenzó con la Guerra Mundial de 1914/18, que mostró por primera vez la cara oscura de la ciencia y sus logros, porque los aviones originaron los tanques y la aviación sirvió para arrojar bombas contra civiles. La burguesía progresista europea comenzó a dudar.
— El Discípulo: Y luego, la crisis económica de 1929.
— El Maestro: Sí, daba la impresión de que se había fabricado un Frankenstein inmanejable: la economía moderna. Pero sucedió algo más importante que todo esto: el surgimiento de los fascismos, la escisión de una parte de la burguesía que rechazaba frontalmente las dos caras políticas del progresismo: la liberal y la marxista, que entre tanto había edificado el primer Estado socialista: la Unión Soviética. Desde 1933, por primera vez en la historia, una de las primeras potencias europeas (Alemania) era gobernada por un régimen declaradamente anti-progresista. Temible desafío que terminó con la victoria progresista de 1945.
— El Discípulo: ¿Sin mayores costos?
— El Maestro: ¡No! Con un costo terrible. Por un lado, la ruina de la potencialidad europea. Pero el peor fue que el progresismo debió cambiar su paradigma cultural. Había sido la frase de Voltaire: “No creo en lo que dices, pero daría mi vida para que pudieras expresarlo libremente”. Ahora, después de haber estado a dos milímetros de la derrota militar, el progresismo tuvo que sacarse la careta de un Estado neutral que tolera y hasta propicia las opiniones disidentes. El Estado que surgirá de la Segunda Guerra era —y es— un Estado militante, basado en un “fundamentalismo” progresista, que no acepta disidencias y las borra con los medios de que dispone. No la censura, como había hecho el Estado de la alianza del trono y el altar sino mecanismos que surgen de la estructura económica de la sociedad. No está prohibido difundir tales ideas, pero el pensamiento único las remitirá a los arrabales de la cultura. Y aún habrá, para ciertos casos y cosas (vgr., el Holocausto) prohibición legal de publicar. Lo que hubiera sido impensable antes de Nüremberg.
— El Discípulo: Pero, por otro lado, esto sucede en plena crisis intelectual del progresismo.
— El Maestro: En efecto, la bomba atómica ha mostrado la profundidad del problema insinuado por la primera guerra: ahora la ciencia —sí, la ciencia— ha fabricado un artefacto que puede destruir a la humanidad. Sin embargo, todavía falta algo.
LA DÉCADA DEL '60
— El Maestro: Quince años después del fin de la guerra, va a darse un curioso fenómeno, una década de grandes ilusiones, como si la modernidad en trance de muerte quisiera cerrarse con un espectáculo de fuegos ratifícales. Eso es la década del '60. Comenzando por el tema del desarrollo, la ilusión de que una receta creará el círculo virtuoso del crecimiento económico. Por otro lado, su contrario: el rechazo de la sociedad de consumo que late en los hippies. No hay que decir que ambas cosas fenecerían en la década siguiente. Hay tres figuras prototípicas de estos años: Kennedy, Kruschev y Juan XXIII. La “Alianza para el Progreso”, el “comunismo con gulasch” y el “aggiornamento de la Iglesia”. Tres ilusiones que estallaron como pompas de jabón. Y la “conquista del espacio” (tres saltos de pulga) y la píldora anticonceptiva, que disociaría para siempre el placer sexual de la “consecuencia” de los hijos. Y el “Mayo francés”, que iba a enseñar a prohibir las prohibiciones.
— El Discípulo: Una verdadera kermesse de maravillas.
— El Maestro: Lo asombroso es cómo, en solo diez años, todo eso dejará de existir. No hubo Alianza para el Progreso, ni comunismo con gulash ni aggiornamento (pero sí crisis) de la Iglesia. Y en esos mismos diez años ha surgido el último clavo en el ataúd del progreso: la cuestión ambiental. Poco importa la precisión (y aún la seriedad) de las predicciones de los ambientalistas. Lo importante es que han dado argumento para cambiar el humor social. Ya nadie cree que la acumulación de maravillas de la técnica científica va a llevarnos al paraíso. Y aún los que conservan esa ilusión han perdido la fe en la necesidad de tal progreso. Ya no es algo inevitable: en todo caso, es un programa.
— El Discípulo: Sin embargo, Maestro, hay un predominio, una notable extensión de algo que se llama a sí mismo progresismo y que de alguna manera comparten derechas e izquierdas.
— El Maestro: Exacto. Pero del progresismo original, cuyo meollo era la fe en la ciencia, nada queda. Ahora el progresismo es un vago rejunte de causas que pretenden dar argumento a la modernidad que se quedó sin él: por los matrimonios homosexuales, por la equiparación de hombres y mujeres, por los pueblos indígenas. Este batiburrillo de causas varias quiere ocupar el lugar del viejo progresismo y lo único que hace es mostrar su indigencia intelectual.
— El Discípulo: Sin embargo, Maestro, ¿no influyen —en ese nuevo progresismo— las ideas del “Mayo francés”?
— El Maestro: En lo más mínimo. Te recomiendo leer cuidadosamente las consignas de mayo y no verás ni la menor alusión a los homosexuales, a la igualdad femenina (hay unas cuantas marcadamente machistas) o a cualquiera de los temas de hoy. El “Mayo francés”, como toda la década del '60, fue en todo caso el final de algo —del revolucionarismo del siglo XX— pero no el comienzo de algo. Ya desde 1956 en Hungría, las revoluciones cambiaban de signo. Iban contra los tiranos marxistas para instaurar Estados de derecho. La culminación fue la gran revolución antisoviética en Rusia de 1991.
— El Discípulo: ¿O sea que el Mayo de 1968 ha muerto?
— El Maestro: El Mayo de 1968 no ha muerto porque nunca nació.
Aníbal D'Angelo Rodríguez
No hay comentarios.:
Publicar un comentario