LIBERTAD
RELIGIOSA
Corren ríos de tinta describiendo la angustia del hombre moderno, y la crisis de valores del planeta.
Como el alejamiento absoluto de Dios es el infierno, no debe sorprendernos el encontrar los rasgos infernales anticipados en un alejamiento relativo. Desconocemos los derechos de Dios sobre el mundo; desconocemos nuestra condición creatural; negamos a Dios su condición de Padre y Señor.
El Protestantismo negó a Dios el derecho a hablar, y sólo le autorizó a balbucear palabras ininteligibles; no otra cosa es el libre examen. El catolicismo liberal no niega a Dios el derecho a hablar, pero sí le niega el de mandar en su mundo.
Dentro del catolicismo liberal el Humanismo Integral erige el derecho de la persona humana a forjar su mundo propio, enteramente profano, sin referencia a lo sacral, concediendo a Dios apenas cierta audiencia en el fuero interno de la conciencia. La Iglesia, dice, no tiene ninguna jurisdicción externa y visible en la realidad social pues su principio normativo es la libertad de la persona humana.
La dialéctica de la libertad absoluta con la negación implícita de nuestra condición de creaturas y negación de los derechos de Dios sobre el mundo reapareció muchas veces. En forma más larvada pero no menos real es el tema del Humanismo Integral que llenó las páginas de nuestra literatura católica actual, y de vanos escrúpulos las cabezas de los católicos, paralizando su acción en el campo social.
Estos católicos quieren la separación de la Iglesia y el Estado, el laicismo educativo, la paridad de los cultos ante la ley, la tolerancia religiosa como el derecho del individuo a practicar cualquier culto; la libertad del acto de fe requiere que el Estado no se pronuncie en materia de religión. Nos abstenemos de mencionar a nadie y citar textos. Se desconocen así los derechos de Dios al culto verdadero fundado en la integridad de la fe y realizado por los organismos que Él creó y el derecho que Dios posee a la obediencia de su creatura racional, como ser individual y ser social. Esto importa poner de relieve.
El dominio de las relaciones del hombre con Dios es materia de la Justicia. La materia de Justicia es una deuda; la relación de deudor a acreedor según estricta obligación.
En las relaciones del hombre con Dios tenemos por consiguiente un plano de estrictas obligaciones morales, de justicia, y no algo meramente facultativo.
Si la libertad de cultos fuera justa, la elección del culto sería algo facultativo. Por el contrario, es materia de la justicia, quiere decir que entraña con respecto a Dios una serie de deberes y obligaciones de las cuales el hombre no puede prescindir.
La opción religiosa, presupuesta en la llamada libertad de cultos, olvida la esencia del acto religioso y lo reduce a la piedad o a la observancia.
Probamos esto por la estructura del débito religioso. El hombre debe todo a Dios, y Dios no debe nada al hombre. Esta verdad tan simple ocupa un lugar excepcional en nuestro asunto; debemos traerla de nuevo, precavernos de dejar un vacío que poblarían los fantasmas del sueño de la razón.
Si Dios no le debe nada digámoslo enseguida, no tiene ningún derecho ante Dios; si debe todo a Dios, Dios puede exigir todo de él. Si debe todo a Dios, la dependencia es total; esa dependencia total es lo que se expresa en la virtud de religión.
La religión pertenece a la Justicia; quiere decir que la forma justa como el hombre puede dirigirse a Dios es el culto, la reverencia, la obediencia, el acatamiento a su voluntad, que es la devotio. Esta obediencia y acatamiento se extiende también a la revelación, a la obra de Dios en la historia humana.
Con respecto a Dios, el hombre como creatura es sujeto de obligaciones, de deberes; no tiene derechos. Esto distingue el débito religioso, del propio de la piedad o el de la observancia. En estos últimos el hombre conserva sus derechos personales.
La estructura del débito religioso que liga al hombre con Dios, es diferente del débito social según que liga los hombres entre sí o con el Estado. El débito religioso es debitum servitutis, de servicio, el débito social es un debitum inter pares, entre iguales. El primero se funda en la distinción de naturaleza, y en la dependencia total de la naturaleza humana con respecto a Dios. El segundo supone la igualdad de naturaleza, y un sistema de jerarquías dentro de la misma naturaleza. Pero, la distancia entre Dios y el hombre es infinitamente mayor que la distancia entre el príncipe y el súbdito; igualmente en cuanto a la dependencia. Por eso el débito religioso es más estricto que el de la observancia.
Santo Tomás habló de esta dependencia absoluta del ser creado, al tratar de la creación, de la providencia del gobierno de Dios. Para entender bien las verdades de orden práctico, nada mejor que dar audiencia a los grandes dogmas que proyectan su luz sobre aquéllas. Las doctrinas sociales y políticas deben iluminarse con aquéllos para contemplar las exigencias del estado creatural del hombre.
Sería superfluo mencionar los textos que nos hablan de la creación ex nihilo, nulla presuposita materia, la creación saliendo toda de la potencialidad creadora del Ser. Dependiendo de su Causa en el ser y en su persistir, la creatura vive en estado obediencial con respecto a Dios, como algo primario y extensivo a todas las modalidades de ser.
En otros lugares bien conocidos tenemos que el hombre no es dueño de las cosas en cuanto a su naturaleza: “Non subjacet humana potestati sed divinæ, cui omnia ad nutum obediunt” (IIa. IIæ., c. 66, a. 1).
No es dueño tampoco de su vida: “vita est quoddam donum divinitus homini attributum” (IIa. IIæ., c. 64, a. 5). La razón estriba en que el hombre “non est institutor naturæ” (Ia., c. 22, a. 2 ad 3). No es el creador de la naturaleza; puede solamente usar de ella para su utilidad. Hemos perdido respeto por la naturaleza; no vemos en ella la creación. La obra de Dios desaparece a nuestros ojos tan soberbios como cargados de idiotez; no vemos más que una mole con la cual tropiezan nuestros sentidos.
Sin embargo contemplada la obra de Dios, aparece claramente la dependencia total que funda el débito religioso como servicio reverencial. “Manifestum est autem quod dominium convenit Deo secundum propriam et singularem quandam rationem; quia scilicet ipse omnia fecit, et quia summum in omnibus rebus obtinet principatum; et ideo specialis ratio servitutis ei debetur” (Ia. IIæ., c. 81, a. 1, ad 3).
Cuando el personalismo cree en un derecho de la persona a la opción religiosa, desvirtúa el débito religioso bajándole al nivel de la virtud que regula el homenaje a las personas constituidas en dignidad, o sea la observancia. Dios es identificado con un jefe de Estado o como una persona dotada de cierta dignidad. En el honor debido al príncipe, la personalidad mantiene los derechos propios de su perfección humana: el súbdito tiene derecho a la vida, a la buena fama, etc. Santo Tomás pone una escala de virtudes según la excelencia de las personas a las cuales debemos el “bonum” del homenaje. Primero la Religión; la deuda para con Dios es absoluta, como hemos dicho. Después con los padres: piedad; el padre participa de la razón de principio. Por último, la observancia, para las personas constituidas en dignidad (IIa. IIæ., c. 102, a 1).
En esta última esfera el débito moral es más lábil; en cambio, es más fuerte en religión. Eso explica que las relaciones entre príncipe y súbdito están llamadas a tolerar mucho más una adaptación a los usos y formas históricas concretas que las relaciones religiosas o cultos.
Comparando la observancia con la piedad, Santo Tomás explica cómo el vínculo en ésta es más exigente que en aquélla. En virtud de ello las obligaciones del hijo para con el padre son más graves que las del ciudadano frente al Estado. El hijo tiene menos “libertades”, menos derechos subjetivos frente al padre, que el súbdito frente al Estado, o que el obrero frente al patrón.
Por eso siempre se ha planteado la cuestión en qué medida puede el Estado intervenir en la vida religiosa de los ciudadanos. Casi siempre la intervención del Estado fue funesta: las sectas protestantes se mantienen en algunos países, porque son religiones de Estado. Respetando la libertad individual debe la comunidad promover la fe católica, respetar el débito religioso que tiene para con Dios.
Lo que a nosotros nos interesa por el momento es destacar el dominio absoluto de Dios con respecto al hombre, y como la religión es un derecho, Dios tiene derecho al culto verdadero y a prescribir las condiciones y modalidades de ese culto. Habiendo Dios ejercido ese derecho, habiendo instituido sus elementos fundamentales, el hombre no tiene un derecho a modificar o cambiar. El hombre, no puede optar por otra cosa, porque carece de valor.
La vida religiosa del hombre no puede tener su epicentro en la libertad personal, aunque esto pudiera adular nuestra vanidad. Tenemos derecho a buscar la verdad; derecho a practicar un culto erróneo si estamos de buena fe en el error. Pero no porque el culto sea algo optativo, sino porque la conciencia, incluso errónea, me exige el cumplimiento de un deber.
Como el alejamiento absoluto de Dios es el infierno, no debe sorprendernos el encontrar los rasgos infernales anticipados en un alejamiento relativo. Desconocemos los derechos de Dios sobre el mundo; desconocemos nuestra condición creatural; negamos a Dios su condición de Padre y Señor.
El Protestantismo negó a Dios el derecho a hablar, y sólo le autorizó a balbucear palabras ininteligibles; no otra cosa es el libre examen. El catolicismo liberal no niega a Dios el derecho a hablar, pero sí le niega el de mandar en su mundo.
Dentro del catolicismo liberal el Humanismo Integral erige el derecho de la persona humana a forjar su mundo propio, enteramente profano, sin referencia a lo sacral, concediendo a Dios apenas cierta audiencia en el fuero interno de la conciencia. La Iglesia, dice, no tiene ninguna jurisdicción externa y visible en la realidad social pues su principio normativo es la libertad de la persona humana.
La dialéctica de la libertad absoluta con la negación implícita de nuestra condición de creaturas y negación de los derechos de Dios sobre el mundo reapareció muchas veces. En forma más larvada pero no menos real es el tema del Humanismo Integral que llenó las páginas de nuestra literatura católica actual, y de vanos escrúpulos las cabezas de los católicos, paralizando su acción en el campo social.
Estos católicos quieren la separación de la Iglesia y el Estado, el laicismo educativo, la paridad de los cultos ante la ley, la tolerancia religiosa como el derecho del individuo a practicar cualquier culto; la libertad del acto de fe requiere que el Estado no se pronuncie en materia de religión. Nos abstenemos de mencionar a nadie y citar textos. Se desconocen así los derechos de Dios al culto verdadero fundado en la integridad de la fe y realizado por los organismos que Él creó y el derecho que Dios posee a la obediencia de su creatura racional, como ser individual y ser social. Esto importa poner de relieve.
El dominio de las relaciones del hombre con Dios es materia de la Justicia. La materia de Justicia es una deuda; la relación de deudor a acreedor según estricta obligación.
En las relaciones del hombre con Dios tenemos por consiguiente un plano de estrictas obligaciones morales, de justicia, y no algo meramente facultativo.
Si la libertad de cultos fuera justa, la elección del culto sería algo facultativo. Por el contrario, es materia de la justicia, quiere decir que entraña con respecto a Dios una serie de deberes y obligaciones de las cuales el hombre no puede prescindir.
La opción religiosa, presupuesta en la llamada libertad de cultos, olvida la esencia del acto religioso y lo reduce a la piedad o a la observancia.
Probamos esto por la estructura del débito religioso. El hombre debe todo a Dios, y Dios no debe nada al hombre. Esta verdad tan simple ocupa un lugar excepcional en nuestro asunto; debemos traerla de nuevo, precavernos de dejar un vacío que poblarían los fantasmas del sueño de la razón.
Si Dios no le debe nada digámoslo enseguida, no tiene ningún derecho ante Dios; si debe todo a Dios, Dios puede exigir todo de él. Si debe todo a Dios, la dependencia es total; esa dependencia total es lo que se expresa en la virtud de religión.
La religión pertenece a la Justicia; quiere decir que la forma justa como el hombre puede dirigirse a Dios es el culto, la reverencia, la obediencia, el acatamiento a su voluntad, que es la devotio. Esta obediencia y acatamiento se extiende también a la revelación, a la obra de Dios en la historia humana.
Con respecto a Dios, el hombre como creatura es sujeto de obligaciones, de deberes; no tiene derechos. Esto distingue el débito religioso, del propio de la piedad o el de la observancia. En estos últimos el hombre conserva sus derechos personales.
La estructura del débito religioso que liga al hombre con Dios, es diferente del débito social según que liga los hombres entre sí o con el Estado. El débito religioso es debitum servitutis, de servicio, el débito social es un debitum inter pares, entre iguales. El primero se funda en la distinción de naturaleza, y en la dependencia total de la naturaleza humana con respecto a Dios. El segundo supone la igualdad de naturaleza, y un sistema de jerarquías dentro de la misma naturaleza. Pero, la distancia entre Dios y el hombre es infinitamente mayor que la distancia entre el príncipe y el súbdito; igualmente en cuanto a la dependencia. Por eso el débito religioso es más estricto que el de la observancia.
Santo Tomás habló de esta dependencia absoluta del ser creado, al tratar de la creación, de la providencia del gobierno de Dios. Para entender bien las verdades de orden práctico, nada mejor que dar audiencia a los grandes dogmas que proyectan su luz sobre aquéllas. Las doctrinas sociales y políticas deben iluminarse con aquéllos para contemplar las exigencias del estado creatural del hombre.
Sería superfluo mencionar los textos que nos hablan de la creación ex nihilo, nulla presuposita materia, la creación saliendo toda de la potencialidad creadora del Ser. Dependiendo de su Causa en el ser y en su persistir, la creatura vive en estado obediencial con respecto a Dios, como algo primario y extensivo a todas las modalidades de ser.
En otros lugares bien conocidos tenemos que el hombre no es dueño de las cosas en cuanto a su naturaleza: “Non subjacet humana potestati sed divinæ, cui omnia ad nutum obediunt” (IIa. IIæ., c. 66, a. 1).
No es dueño tampoco de su vida: “vita est quoddam donum divinitus homini attributum” (IIa. IIæ., c. 64, a. 5). La razón estriba en que el hombre “non est institutor naturæ” (Ia., c. 22, a. 2 ad 3). No es el creador de la naturaleza; puede solamente usar de ella para su utilidad. Hemos perdido respeto por la naturaleza; no vemos en ella la creación. La obra de Dios desaparece a nuestros ojos tan soberbios como cargados de idiotez; no vemos más que una mole con la cual tropiezan nuestros sentidos.
Sin embargo contemplada la obra de Dios, aparece claramente la dependencia total que funda el débito religioso como servicio reverencial. “Manifestum est autem quod dominium convenit Deo secundum propriam et singularem quandam rationem; quia scilicet ipse omnia fecit, et quia summum in omnibus rebus obtinet principatum; et ideo specialis ratio servitutis ei debetur” (Ia. IIæ., c. 81, a. 1, ad 3).
Cuando el personalismo cree en un derecho de la persona a la opción religiosa, desvirtúa el débito religioso bajándole al nivel de la virtud que regula el homenaje a las personas constituidas en dignidad, o sea la observancia. Dios es identificado con un jefe de Estado o como una persona dotada de cierta dignidad. En el honor debido al príncipe, la personalidad mantiene los derechos propios de su perfección humana: el súbdito tiene derecho a la vida, a la buena fama, etc. Santo Tomás pone una escala de virtudes según la excelencia de las personas a las cuales debemos el “bonum” del homenaje. Primero la Religión; la deuda para con Dios es absoluta, como hemos dicho. Después con los padres: piedad; el padre participa de la razón de principio. Por último, la observancia, para las personas constituidas en dignidad (IIa. IIæ., c. 102, a 1).
En esta última esfera el débito moral es más lábil; en cambio, es más fuerte en religión. Eso explica que las relaciones entre príncipe y súbdito están llamadas a tolerar mucho más una adaptación a los usos y formas históricas concretas que las relaciones religiosas o cultos.
Comparando la observancia con la piedad, Santo Tomás explica cómo el vínculo en ésta es más exigente que en aquélla. En virtud de ello las obligaciones del hijo para con el padre son más graves que las del ciudadano frente al Estado. El hijo tiene menos “libertades”, menos derechos subjetivos frente al padre, que el súbdito frente al Estado, o que el obrero frente al patrón.
Por eso siempre se ha planteado la cuestión en qué medida puede el Estado intervenir en la vida religiosa de los ciudadanos. Casi siempre la intervención del Estado fue funesta: las sectas protestantes se mantienen en algunos países, porque son religiones de Estado. Respetando la libertad individual debe la comunidad promover la fe católica, respetar el débito religioso que tiene para con Dios.
Lo que a nosotros nos interesa por el momento es destacar el dominio absoluto de Dios con respecto al hombre, y como la religión es un derecho, Dios tiene derecho al culto verdadero y a prescribir las condiciones y modalidades de ese culto. Habiendo Dios ejercido ese derecho, habiendo instituido sus elementos fundamentales, el hombre no tiene un derecho a modificar o cambiar. El hombre, no puede optar por otra cosa, porque carece de valor.
La vida religiosa del hombre no puede tener su epicentro en la libertad personal, aunque esto pudiera adular nuestra vanidad. Tenemos derecho a buscar la verdad; derecho a practicar un culto erróneo si estamos de buena fe en el error. Pero no porque el culto sea algo optativo, sino porque la conciencia, incluso errónea, me exige el cumplimiento de un deber.
Alberto García Vieyra, O. P.
Nota: el presente texto ha sido tomado de “Estudios teológicos y filosóficos”, año 1959, págs. 87 a 89.
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