LOS CRIMINALES DE GUERRA
En “Clarín” de hace un tiempo salió el enésimo artículo acusando a la Iglesia de estar ligada a una red de criminales de guerra. Esta vez la acusación viene de la boca desbocada de “un agente secreto del ejército de Estados Unidos que operó en Roma después de la Segunda guerra mundial”.
Según este personaje, el entonces Obispo Montini (después Pablo VI) habría estado ligado —junto con “altos funcionarios vaticanos”— a la fuga de criminales nazis. Y se añaden largos y truculentos detalles sobre propiedades, participación de británicos en la acción, etc.
Alguna vez he dicho y hoy reitero que tengo la convicción (apoyada en algunos datos que conozco) que, en efecto, hubo ayuda del Vaticano y de la Iglesia en general para que muchos alemanes y nacionales de países aliados a Alemania huyeran de Europa al fin de la guerra.
La razón es obvia y evidente. La Iglesia tiene (y tenía entonces con más extensión aún) una vastísima red de informaciones a través de sus párrocos, Órdenes e instituciones. Conocía entonces cosas que los periódicos no publicaban, algunas de las cuales han ido llegando de a poco y tardíamente a las páginas de la prensa. Sabía entonces que en la Europa de 1945-1948 no se estaba llevando a cabo una tarea de justicia, sino una vasta operación de venganza, con una crueldad que nada tenía que envidiar a cualquier atrocidad que se atribuyera a los nazis.
Nadie mejor que la Iglesia Católica hubiera entendido un juicio basado en la Ley Natural (aún en ausencia de ley positiva). Pero la condición sine qua non era que tal juicio recayera sobre las acciones de todos los beligerantes. Tal como se dio, mientras en Nüremberg sesionaba un Tribunal “justiciero”, a unos pocos kilómetros se estaba expulsando a los alemanes de territorios propios que ocuparían los polacos, en condiciones tales que provocaron la muerte de seis millones de inocentes.
Y esto es sólo una parte mínima de la cuestión. Hace poco publicó la prensa española (no la Argentina) la historia de un judío que como guardián de un campo de concentración en Polonia había sometido a multitud de alemanes a un trato vejatorio y criminal. Y éste es, claro, un caso que se conoció, pero la Iglesia tenía datos de centenares de casos análogos. Para no hablar del hambreamiento del pueblo alemán que llegó a su máximo en 1947 (el “hunger jähre”, el año del hambre, en el recuerdo de muchos sobrevivientes). O de la brutal expulsión de los alemanes sudetes de la que había sido su tierra por siglos.
O la criminal ofensiva comunista en Francia e Italia, en la posguerra, cuyas víctimas eran en muchos casos católicos y sacerdotes inocentes. Frente a todo eso, juraría (aunque no tengo pruebas de ello) que fue el mismo Pío XII el que dio órdenes de ayudar a todas las víctimas de esta inicua persecución, aun sabiendo que podían colarse verdaderos culpables de actos criminales, puesto que en la Europa de 1945-48 la justicia se había hecho imposible. Tengo la esperanza de que algún día —por cierto hoy muy lejano— la Iglesia podrá blanquear esta conducta que no hizo sino continuar una larga tradición de auxilio y asilo a los perseguidos.
Pero para que ello sea posible tendrá que haberse derrumbado la mentira que signa la historiografía vigente, tendrá que ser del conocimiento común la bárbara ola de venganza que desataron los triunfadores de la Segunda Guerra.
Aníbal D'Angelo Rodríguez
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