LA IDIOTA CRISTINA
Idiotas eran los de antes. En nuestros días, según la última edición del Diccionario de la Real Academia Española, la palabra “idiota” significa, en su primera acepción, “el que padece de idiocia”; idiocia, a su vez, es el nombre técnico con el que en Psiquiatría se designa el grado máximo de debilidad mental congénita. Hay tres acepciones más: “engreído, sin fundamento para ello”; “tonto, corto de entendimiento”; “que carece de toda instrucción”. Dejando, pues, aparte la primera y más propia de las acepciones (que sólo puede movernos a la conmiseración de estos pobres enfermos), el término “idiota” se usa de modo peyorativo para descalificar a alguien tildándolo de fatuo, tonto, torpe, indocto, etc.
Pero los idiotas de antes no eran así. En efecto, idiotes, la palabra griega que dio origen al castellano idiota proviene de la raíz idios que quiere decir personal, privado, particular, propio. La palabra idioma, por ejemplo, reconoce este origen pues designa la forma particular de hablar de un determinado grupo, pueblo o nación.
Idiota designaba, también, originariamente, lo que hoy llamamos ‘lego’, alguien ajeno a una determinada profesión o grupo social o, simplemente, un hombre común. Posteriormente, gracias a la continua evolución que sufren las palabras, este significado se fue particularizando para referirse exclusivamente a una persona que no tiene ningún oficio especializado ni conoce ningún arte, y por esta vía se fue aproximando cada vez más al significado de persona ignorante y, más adelante, se usó para referirse a las personas desprovistas de inteligencia.
Pero volvamos al principio. Idiota era, simplemente, aquel que sólo se preocupaba de sí mismo, como encerrado en sí mismo, con una incapacidad, de hecho absoluta, de emerger de su soledad y solipsismo. La idiotez, en el fondo, era algo parecido a un cierto autismo como decimos hoy. El idiota resultaba, de este modo, la antítesis del hombre público, preocupado por los asuntos políticos. Entre los griegos y los romanos la vida pública competía al verdadero ciudadano, al hombre eminente; de allí que los idiotas permanecían, de hecho, excluidos de la Polis o Civitas y, por ende, desprovistos del honor y la honra del hombre público. Los estoicos, por su parte, veían como una obligación del hombre sabio ser un ciudadano, un hombre público; por esta razón despreciaban a los epicúreos para quienes poco valía e interesaba la vida política.
Por eso es importante conocer el origen de las palabras para aplicarlas con propiedad. En este sentido, nos animamos a afirmar que la Sra. Presidenta de la Argentina es una idiota. Pero no, desde luego, una idiota de las de ahora sino de las otras, de las de antes. Pues en este noble y arcaico sentido la palabra idiota nos parece la más adecuada para designar las actitudes y el talante de nuestra Primera Mandataria.
La Sra. Presidenta, en efecto, no tiene el menor signo de padecer la penosa y temible enfermedad de la idiocia. Por el contrario, se la ve vivaz, aguda por momentos, y su coeficiente intelectual parece corresponder al promedio normal (aunque exhibe una cierta tendencia al pensamiento abstracto en detrimento de aquella facultad conocida como razón particular o cogitativa de neto predominio en el “género” al que pertenece con tanto garbo nuestra magistrada). Tampoco puede decirse de ella que sea tonta o carente de entendimiento o de instrucción; aunque cierta dosis de engreimiento parece aproximarla a una de las modernas acepciones de la idiotez; pero no viene al caso.
Entonces ¿por qué decimos que es idiota a la antigua, a la vieja usanza? Porque contrariamente a lo que puede suponerse, habida cuenta del cargo que ocupa, Doña Cristina no tiene nada que ver con el hombre público, interesado en los graves asuntos de la Polis, con el ciudadano (o ciudadana) abierto a las preocupaciones de la comunidad. Por el contrario, vive en un coto ideológico, cada vez más estrecho, confinada en los pequeños límites de un entorno doméstico dominado por un cónyuge arbitrario y caprichoso, dueño de una mirada oblicua, propenso a la iracundia y al berrinche fácil. Lo grave es que nuestra Cristina supone que este espacio doméstico, tan pobre cuan insano, ese mundo tan suyo y privado, es el país real al que le toca gobernar. He aquí su drama y el drama de la pobre Argentina.
Esa y no otra es la razón por la que, en estos días aciagos, se la ve más despistada y más fuera de la realidad que “piojo en peluca”, según la gráfica expresión de un amigo español, radicalmente ajena a los graves asuntos del Estado y a la tumultuosa realidad nacional. Pues solamente así se explica que a pocas horas de sufrir la más contundente derrota política en el Senado, tras cuatro meses de agitación social y derrumbe económico, Cristina se enfunde en uno de sus vistosos atuendos, vuele a inaugurar las obras de un módico aeropuerto de provincias, exhiba ante las cámaras un rictus psicofarmacológico a modo de sonrisa y, encaramada en una tarima rodeada de unas decenas de obsecuentes, deslice “cuchufletas” (como solía decir una vieja mucama) contra los “traidores” y los lentos de espíritu que no entienden que ella, la Gran Cristina, ha recibido, a modo de revelación, el mensaje de las últimas elecciones y que, cual nueva encarnación de Moisés, ha sido destinada por la divinidad democrática a conducirnos a la tierra prometida del progresismo setentista.
“No entienden, ya entenderán, ya entenderán…” repetía con su sonrisa de falsete y su voz un tanto afónica. No hay caso, nuestra Cristina es irremediablemente idiota: padece una antigua, arcaica y veterana idiotez. Lo cual, puesto siempre cuanto decimos en términos antiguos, no sería malo pues, después de todo, los idiotas son parte de este mundo. Pero en aquellos viejos tiempos las cosas eran distintas.
Así, por poner un ejemplo, Don Enrique de Villena, en el libro que escribió sobre El arte de trobar o de la Gaya Sciencia, nos describe como eran aquellos concursos de arte y teología donde los sabios discurrían y juzgaban acerca de temas graves y profundos y premiaban los ingenios:
“En el público congregávanse los Mantenedores, e Trobadores en el Palacio; e Don Enrique partia dende con ellos, como está dicho, para el Capítulo de los Frailes Predicadores; e colocadas, e fecho silencio; yo les facia una Presuposicion tocando las Obras que ellos avian fecho e declarando en especial quál dellas merecia la Joya: e aquella la traia ya el Escrivano del Consistorio en pergamino bien iluminada, e encima puesta la Corona de oro, e firmávalo Don Enrique al pie: e luego los Mantenedores: e sellávala el Escrivano con el Sello pendiente del Consistorio: e traia la Joya ante Don Enrique: e llamado el que fizo aquella Obra, entregávale la Joya, e la Obra coronada por memoria, la qual era asentada en el Registro del Consistorio, dando autoridad, e licencia para que se pudiese cantar, e en público decir.
“E acabado esto, tornávamos de allí al Palacio en ordenanza, e iva entre dos Mantenedores el que ganó la Joya e llevávale un mozo delante la Joya con Ministriles, e trompetas: e llegados a Palacio, hacíales dar confites, i vino: e luego partian dende los Mantenedores, e Trobadores con los Ministriles, e Joya, acompañando al que la ganó fasta su posada: e mostrávase aquel aventage que Dios e Natura ficieron entre los claros ingenios, e los obscuros. De donde parece que aventage viene del vocablo italiano avante.
E no se atrevian los Ediotas.”
Lo malo es que ahora los ediotas se atreven a todo.
Mario Caponnetto
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