¡OIGAN, SEÑORES!
LA IGLESIA HA HABLADO
LA IGLESIA HA HABLADO
Cedan su lugar nuestras palabras, en el aniversario que estamos recordando, a las que fueron proferidas y escritas por los hombres de la Iglesia: comenzando por el Santo Padre, el Papa Pío XI, quien regía los destinos de la barca de Pedro cuando comenzó la Cruzada, pasando luego por la de los Príncipes de la Iglesia, los Obispos y los sacerdotes.
Pocos meses después del Alzamiento Nacional, Su Santidad Pío XI, en su encíclica “Divini Redemptoris” (del 19 de marzo de 1937) se refirió a los estragos que el comunismo estaba perpetrando en las tierras de Santa Teresa y San Ignacio: “…en nuestra queridísima España, el azote comunista no ha tenido aún tiempo de hacer sentir todos los efectos de sus teorías, se ha desquitado desencadenándose con una violencia más furibunda. No se ha contentado con derribar alguna que otra iglesia, algún que otro convento, sino que, cuando le fue posible, destruyó todas las iglesias, todos los conventos y hasta toda huella de religión cristiana, por más ligada que estuviera a los más insignes monumentos del arte y de la ciencia. El furor comunista no se ha limitado a matar obispos y millares de sacerdotes, de religiosos y religiosas, buscando de modo especial a aquéllos y aquéllas que precisamente trabajaban con mayor celo con pobres y obreros, sino que ha hecho un número mayor de víctimas entre los seglares de toda clase y condición, que diariamente, puede decirse, son asesinados en masa por el mero hecho de ser buenos cristianos o tan sólo contrarios al ateísmo comunista. Y una destrucción tan espantosa la lleva a cabo con un odio, una barbarie y una ferocidad que no se hubiera creído posible en nuestro siglo. Ningún particular que tenga buen juicio, ningún hombre de Estado consciente de su responsabilidad, puede menos de temblar de horror al pensar que lo que hoy sucede en España tal vez pueda repetirse mañana en otras naciones civilizadas”.
Todavía no era sino el comienzo de la persecución, y el horror ya se desencadenaba ante los ojos del Sumo Pontífice:
“…esto es lo que, por desgracia, estamos viendo; pro primera vez en la historia, asistimos a una lucha fríamente calculada y cuidadosamente preparada contra todo lo que es divino. El comunismo es, por naturaleza, antirreligioso, y considera la religión como el «opio del pueblo», porque los principios religiosos que hablan de la vida de ultratumba desvían al proletariado del esfuerzo por realizar el paraíso soviético, que es de esta tierra…”
El comunismo es “intrínsecamente perverso”, según definición papal en la misma encíclica, hasta tal punto que “no se puede admitir que colaboren con él, en ningún terreno, quienes deseen salvar la civilización cristiana”. Es la suma de todos los errores y herejías, y se había instalado en España de la mano de la República. ¿Quién lo dice, hoy, cuando los principios democráticos han inficionado a la Santa Madre Iglesia? ¡Ah, silencio de los culpables! Pero no siempre fue así: los perros mudos de hoy nada tienen que ver con los Pastores que clamaban ayer para alertar a sus ovejas.
¿Qué proclamaban en tan alta voz? La licitud del Alzamiento del 18 de Julio. Aquellos tres requisitos morales enunciados por el Aquinate (causa grave, posibilidad de victoria, superación de los males con los bienes de la victoria), las nueve razones de la legitimidad del alzamiento armado de Jaime de Balmes (si el poder abusa escandalosamente de sus facultades, si persigue la religión, si ultraja el decoro público, si menoscaba el honor de los ciudadanos, si exige contribuciones ilegales y desmesuradas, si viola el derecho de propiedad, si enajena el patrimonio de la nación, si desmembra a las provincias, si lleva a los pueblos a la ignorancia y a la muerte), todo estaba ya consumado.
España entera tembló, y bajo su cielo oscurecido por la invasión de los tras el silencio de la muerte, se abrieron las piedras de los sepulcros y renació el Cid, para campear por sendas y caminos. España guerrera, España santa, España nuestra, España de pie para marchar hacia el Padre, entre voces de héroes y santos.
Marzo de 1937. Habló Monseñor Leopoldo Eijo y Garay, Obispo de Madrid-Alcalá, con su pastoral La hora presente: “España tenía el derecho y el deber de rebelarse contra una autoridad prostituida y usurpadora, antinacional y anticristiana, tiránica y delincuente”.
“Usurpadora, porque se arrogaba el título de autoridad legítima, sólo por una ficción falsificadora de la realidad política del país; prostituida, porque subvirtió la misión augusta de la autoridad, con ponerse al servicio exclusivo de una plebe desbordada en odios, en envidias y afanes de venganza; antinacional, porque se vendió a los intereses judaicos de la Rusia soviética; anticristiana, porque negó a la Religión Católica, la profesada por la casi totalidad del pueblo español, derechos que le son fundamentales, nativos e inalienables y el pacífico ejercicio de muchos de sus cultos sagrados; tiránica, porque oprimió con cruel violencia las libertades más naturales, aquellas, precisamente, que formaban con España un todo consustancial; y delincuente, porque consintió, sin reparación y sin castigo, y aún fomentó su protección oficial, los más horribles desmanes de sus partidarios y las más crueles vejaciones, cometidas contra indefensos ciudadanos, y llegó hasta a acudir al asesinato y a las penas más aflictivas para eliminar a los hombres más conspicuos de la España buena y cristiana (…) Cuando la sustancia de la legalidad es la injusticia, no le queda a la conciencia y a la acción más recurso que buscar la justicia en la legítima ilegalidad”.
No era ésta, claro, la primera voz. Ya en 1934, habló el canónigo magistral de la catedral de Salamanca, Castro Albarrán, quien publicó “El derecho a la rebeldía”; luego dijo: “El Movimiento armado español contra el poder tiránico que oprimía a España era un árbol robusto que brotaba de la raíz ardiente del santo Derecho a la Rebeldía” (“El derecho al alzamiento”, págs. 15 y 16).
Habló el Obispo de Zamora, Monseñor Arce Anchorena, el 20 de enero de 1937, afirmando que: “Cuando falta la paz en todas sus formas, en todas sus facetas y en todas sus significaciones, la paz religiosa, ¿qué otro sentido más hondo e incoercible e imperioso puede sentir una sociedad perfecta y soberana que el de reacción violenta, por la vía de las armas, para recuperarla?”
Habló el dominico Ignacio Menéndez-Reigada, quien calificaba al gobierno republicano de “ilegítimo en su origen y usurpador injusto del Poder”, “traidor a la Patria y a la nación”, “enemigo de Dios y de la Iglesia”, por lo que “el alzamiento en armas contra el Frente Popular y su Gobierno es, no sólo justo y lícito, sino hasta obligatorio, y constituye por parte del Gobierno Nacional y sus seguidores la guerra más santa que registra la historia”. Aún iba más lejos, al afirmar: “…debilitar el esfuerzo (del Gobierno Nacional), o mermar su poder, o entorpecer su actuación podría considerarse como traición a la Patria, infidelidad a la religión y crimen ante la humanidad” (“La guerra nacional española ante la Moral y el Derecho”, págs. 7 y ss.).
Habló el R.P. Juan Martínez, enseñando que si bien es condenable la insurrección contra el poder legítimo y justo, ante la “usurpación tiránica” de la República, “…cualquier heroico ciudadano que inicie el movimiento militar realizará un hecho religioso y altamente patriótico, digno de ser recompensado por la nación, y sobre todo por el Altísimo” (tomado de “¿Cruzada o rebelión?”, págs. 23 y ss.).
Aquí está la palabra clave. Cruzada. La Undécima Cruzada, la iniciada por el General Franco en África, para más datos. Cruzada porque en ella se enfrentaban, no dos políticas, sino dos modos de ver y entender la vida. La Fe contra quienes la quisieron (y quieren) exterminar.
Hablaron claro, definiendo al enemigo, los Obispos Monseñores Olaechea y Múgica (de Pamplona y Vitoria, respectivamente), en su pastoral conjunta del 8 de agosto de 1936: “ese monstruo moderno, el marxismo o comunismo, hidra de siete cabezas, síntesis de toda herejía”, tal era el oponente.
También habló el Cardenal Isidro Gomá y Tomás, cuando nos presentaba al enemigo en su pastoral El caso de España, del 24 de noviembre de 1936: “la guerra es un castigo por el laicismo y la corrupción impuesta al pueblo desde las alturas políticas, por la propaganda de los malos políticos”. Y agregaba: “…masones envenenaron el alma nacional con doctrinas absurdas, con cuentos tártaros y mongoles convertidos en sistema político y social en las sociedades tenebrosas manejadas por el internacionalismo…”
Habló Monseñor Enrique Pla y Deniel, el 30 de septiembre de 1936, con su pastoral Las dos ciudades. Luego de presentarnos el problema, nos aclara qué es en realidad esta pretendida guerra civil: “En el suelo de España luchan hoy cruentamente dos concepciones de la vida, dos sentimientos, dos fuerzas que están aprestadas para una lucha universal en todos los pueblos de la tierra… Comunistas y anarquistas son los hijos de Caín, fratricidas de sus hermanos, envidiosos de los que hacen un culto a la virtud, y por ello los asesinan y martirizan”. Después, estas rotundas afirmaciones lo redondeaban todo: “Reviste, sí, la forma externa de una guerra civil, pero en realidad es una Cruzada. Fue un sublevación, pero no para perturbar, sino para restablecer el orden”, “…una Cruzada por la Religión, por la Patria y por la Civilización”, “…una Cruzada contra el comunismo para salvar la Religión”.
¿Más palabras episcopales? El Obispo de Valladolid también habló de Cruzada; el de Granada: “nos encontramos en un nuevo Lepanto”; el de Córdoba: “…la Cruzada más heroica que registra la historia”.
Habló además el R.P. Félix G. Olmedo, S.J., quien fue contundente: “Esta guerra es ante todo, religiosa, la más religiosas de todas las españolas, que es decir de todas las guerras habidas y por haber, porque los enemigos con que ahora luchamos son los mayores que ha tenido ni puede tener la Iglesia; pues los turcos, los moros, los judíos y los protestantes, con los que tuvimos que luchar en otro tiempo, tenían al fin y al cabo su religión. Los mismos demonios del infierno, aunque no reconocen la soberanía de Dios, creen y tiemblan delante de Él. (…) Pero estos enemigos de ahora son peores que los mismos demonios, pues no sólo no tienen religión alguna, sino que tratan de destruir el fundamento d todas y de todo el orden moral y religioso, negando la existencia de Dios” (“El sentido de la guerra española”, págs. 18 y 19).
Con más énfasis aún habló el canónigo Castro Albarrán en “Este es el cortejo…” Allí, en la pág. 259, encontramos su grito: “¡Guerra Santa! ¡La más santa de todas las guerras! Dios se ha hecho generalísimo nuestro…”
Casi las mismas palabras habían salido de la boca del Cardenal Primado Isidro Gomá, cuando se refería, en 1936, a “…esta Santa Cruzada, la más santa que han visto los siglos…”
Nuestro Cardenal siguió hablando, tiempo después, en Budapest, ante un grupo de españoles, el 28 de mayo de 1938, cuando ya comenzaba a presentirse la primavera victoriosa: “Efectivamente, conviene que la guerra acabe. Pero no que se acabe con un compromiso, con un arreglo ni con una reconciliación. Hay que llevar las hostilidades hasta el extremo de conseguir la victoria a punta de espada. Que se rindan los rojos, puesto que han sido vencidos. No es posible otra pacificación que la de las armas. Para organizar la paz dentro de una constitución cristiana es indispensable extirpar toda la podredumbre de la legislación laica. (…) son las bocas de los sacerdotes asesinados las que se abrirán para morder a sus asesinos”.
También habló de las faltas que debían ser satisfechas el R.P. Olmedo, al dictaminar que: “…El castigo tiene un doble carácter de pena y corrección; es como una operación quirúrgica que hace Dios a un pueblo para curarle de una grave enfermedad, en que había voluntariamente caído. Podría Dios curarle sin dolor, pero entonces no quedaría satisfecha su justicia ni la cura sería tan eficaz” (op. cit., pág. 48).
Con similares conceptos habló el Padre Menéndez-Reigada, O.P.: “Una paz blanca y… ¡todos contentos!… ¡Ah, no, y mil veces no! Eso sería dejar infecunda la sangre de tantos mártires, hacer traición al sacrificio de tantos héroes, renegar de nuestra estirpe y hacer que España siguiese arrastrando una existencia vergonzosa como en los tiempos que han precedido a este resurgir glorioso, dar tregua al enemigo para rehacerse y preparar mejor sus medios de combate, haciendo que España fuese rodando de abismo en abismo hasta que ya fuese imposible todo remedio” (op. cit., pág. 18).
Nótese cuántas veces aparece la palabra “habló” en este texto. Es que, con machacona reiteración, una y mil veces se pronunció la Iglesia sobre la Cruzada. Y aún no hemos citado el documento más extenso: la Carta colectiva del Episcopado español, fechada el 1º de julio de 1937.
Inspirador de esta conocidísima carta ha sido el Primado de España, conocido ya por todos como el Cardenal de la Cruzada, Isidro Gomá y Tomás. En ella, se analizaban las históricas razones de peso esgrimidas por la Jerarquía española de 1936, en base a las cuales, y por exigencias ineludibles de su ministerio pastoral y patriótico, declararon Cruzada Nacional a la mal llamada guerra civil, y condenaron con energía, claridad y justicia, los crímenes de la zona roja.
“Esta es la posición del Episcopado español, de la Iglesia española, frente al hecho de la guerra actual. Se la vejó y persiguió antes de que estallara; ha sido víctima principal de la furia de una de las partes contendientes y no ha cesado de trabajar, con su plegaria, con sus exhortaciones, con su influencia para aminorar los daños y abreviar los días de prueba.
“Y si hoy, colectivamente, formulamos nuestro veredicto en la cuestión complejísima de la guerra de España, es, primero, porque aún cuando la guerra fuese de carácter político o social, ha sido tan grave su repercusión de orden religioso, y ha aparecido tan claro, desde sus comienzos, que una de las partes beligerantes iba a la eliminación de la religión católica de España, que nosotros, Obispos católicos, no podíamos inhibirnos sin dejar abandonados los intereses de Nuestro Señor Jesucristo, y sin incurrir en el temendo apelativo de canes muti, con que el Profeta censura a quienes debiendo hablar callan ante la injusticia (…)
“La revolución fue esencialmente «antiespañola». La obra destructora se realizó a los gritos de «¡Viva Rusia!», a la sombra de la bandera internacional comunista. Las inscripciones murales, la apología de personajes forasteros, los mandos militares en manos de jefes rusos, el expolio de la nación en favor de extranjeros, el himno internacional comunista, son prueba sobrada del odio al espíritu nacional y al sentido de patria (…)
“Ayudadnos a orar, y sobre nuestra tierra, regada hoy con sangre de hermanos, brillará otra vez el iris de la paz cristiana y se reconstruirá a la par nuestra Iglesia, tan gloriosa, y nuestra Patria, tan fecunda”.
Hablaron todos. Su voz sigue resonando firme, clara, con la sonoridad sublime de la verdad y la razón.
Sin embargo, ya no se habla tanto; salvo la Iglesia del Concilio, que lo hace para pedir vergonzosamente perdón por la defensa que la verdadera Iglesia, ayer como hoy, hace de la causa de Cristo.
Un eco de aquella voz inconfundible, la que las ovejas reconocen como proveniente del Buen Pastor, pudo escucharse todavía por los años '80. No era la de un Obispo español, sino francés. Él habló también de continuidad y martirio:
“Hago votos por España, por la Iglesia, por renovar lo que hicieron los mártires españoles de 1936, por continuar su obra y el magnífico ejemplo que nos dieron. No hay que perder la riqueza de la sangre de los mártires que fue derramada por el bien de España y de la Iglesia” (Monseñor Marcel Lefebvre, conferencia en Madrid, el 28 de octubre de 1986).
Fue este mismo Arzobispo quien, seis años antes, el 19 de abril de 1980, había señalado también en Madrid: “España ha sido, a lo largo de la historia, un apoyo considerable para la Iglesia y un ejemplo de fidelidad a Roma, a la Roma católica. Los gobernantes españoles, salvo algunas excepciones, han sabido sostener siempre el catolicismo. De aquí el odio especial que han sentido los enemigos del catolicismo hacia España y las campañas reiteradas que han suscitado contra ella. Un buen ejemplo de esto fue la Guerra Civil de 1936, que estuvo destinada a someter a España a la dictadura del comunismo. Gracias a Dios, surgió un hombre providencial que evitó que España sucumbiera”.
Es que el providente Dios, que se ha hecho generalísimo nuestro, con su infinita misericordia, nos había regalado otro generalísimo para que fuera nuestro Caudillo tras ganar la Cruzada, cuando España fuese ya libre de látigos, chekas, tanques, hoces y martillos. Como lo cantaba el poeta Manuel de Góngora:
“Rusia torva y helada
—látigo y cheka, tanque y servidumbre—
¡quédate en tus estepas sepultada!,
déjame estar a mi española lumbre.
Frente a tu Plaza Roja, mi Alcázar toledano,
frente a tu descreimiento, mi crisma de cristiano;
y frente al agrio gesto de tu hoz y tu martillo,
la generosa y franca sonrisa del Caudillo”.
Álvaro M. Varela
2 comentarios:
Viva la República Española.
Una pregunta:¿el padre Bartolomé de Las Casas está beatificado o canonizado?
Quería saber...
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