LA DESTRUCCIÓN DE LA MUJER
Durante milenios, las civilizaciones reposaron en la mujer. Su papel de formadora de la próxima generación, apenas reconoce minúsculas excepciones. Y ese papel decisivo estaba basado en el reconocimiento implícito de la diversidad y de la complementariedad de ambos sexos.
Desde el siglo XIX el progresismo irrumpe en la cuestión a partir de la absurda idea de la igualdad de hombres y mujeres, y en poco más de un siglo destruye lo que la naturaleza y la civilización habían construido en milenios. El primer golpe fue convencer a las mujeres de que sólo los trabajos masculinos eran importantes. El segundo golpe fue la creación de un sistema social y familiar en la que el trabajo femenino se fue haciendo cada vez más necesario e inevitable.
Con estas realidades se colocaba la mujer en la primera de las trampas de la modernidad. Para funcionar, el sistema montado exigía una de estas dos cosas:
a) Que las mujeres dejaran de tener hijos y estos se “produjeran” con artilugios biológicos y químicos (ésta fue la solución imaginada por Aldous Huxley en su novela “Brave New World”).
b) Que las madres ya no criaran más a sus hijos (esta fue la solución ensayada, por ejemplo, en algunas granjas israelíes. Terminó en un fracaso total).
No dándose ninguna de esas dos soluciones, el feminismo imponía a la mujer esta realidad: el ejercicio de algún trabajo o profesión no la libraba —no la podía librar— de sus responsabilidades de esposa y de madre, si lo era. Con lo cual, lejos de conquistar un lugar igual al lado del hombre se encontraba con que en el reparto le correspondían a ella dos papeles que en numerosísimos casos se mostraban total o parcialmente incompatibles.
El resultado a la larga no era dudoso. Una proporción creciente de las mujeres “modernas” de Europa y Estados Unidos optan por tener una “pareja” (o varias, simultáneas o sucesivas) pero no tener hijos. En el mejor de los casos, el ideal para tales mujeres toma el nombre del matrimonio “dink” (double income, no kids – ingreso doble, sin hijos). Las consecuencias de todo esto sobre la evolución de la población se leen por ahora en las notorias estadísticas y en las terribles dificultades de los sistemas provisionales, pero en su momento causarán una catástrofe inimaginable.
Pero todo esto, a pesar de su atroz gravedad, no es lo peor. El progresismo luchaba también por suprimir todo aquello que diferenciara a la mujer del hombre. La próxima víctima tenía que ser… el pudor. Persistentemente se luchó contra ese sentimiento que parte de la conciencia de la parte animal de los seres humanos y se convierte en tal (en pudor) al encontrarse con la delicadeza propia de la condición femenina. El pudor era la señal distintiva de la mujer, la muralla exterior de su condición.
Tras un siglo de lucha, hoy se ha matado el pudor en millones de mujeres, que no dudan en exhibirse desnudas (con tres trapitos malcubriendo sus “vergüenzas”) todos los veranos, a lo que deben agregarse otros millones que se desnudan por precio en los sets de televisión y en los estudios de los pornógrafos. El resultado es un mar de carne femenina convertida en un pingüe negocio al alcance —televisión e Internet mediante— de todos los bolsillos y de todas las edades.
La liberación femenina, que prometía la dignificación de la mujer frente al menosprecio masculino, la ha convertido en el más banal de los objetos de consumo para el hombre, en el más barato de los gags de los que vive la sociedad enferma que marcha hacia la nada.
Aníbal D’Angelo Rodríguez
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