CARLOS
ALBERTO
SACHERI
MÁRTIR DE CRISTO
Y DE LA PATRIA
Cuando el dolor es tan intenso y tan desconcertante como el que ha producido en sus amigos la muerte de Carlos Alberto Sacheri, es difícil su expresión. O bien el silencio simple, o bien la retórica aunque sincera, engolada y hueca.
También los sentimientos se entremezclan. ¿Venganza? ¿Justicia? ¿Perdón? ¿Cómo reaccionar ante su muerte? ¿Cómo reaccionar ante tu ausencia?
Sobre todo ¿cómo evitar el tono intimista para nombrar tu muerte, un tono que no sea la continuación de nuestros diálogos, ahora truncos para siempre?
Para siempre. La muerte ha creado un mar inmenso entre vos y tus amigos que quedamos en la tierra y en la vida. Pero nos quedan muchas cosas tuyas.
Nos queda tu serenidad. Esa serenidad que se asentaba tan sólidamente en la Esperanza. Y nos queda también tu confianza, reflejo de la Fe en que viviste y por la que moriste. Y nos queda esa forma tan alegre y tan generosa de darte, que se llama Caridad.
Estas líneas están escritas para recordar a un amigo asesinado y muerto como mártir y están dedicadas a los que lo conocieron, no a los que lo ignoraron. Que aquéllos digan si exagero.
¿Cómo definir a Sacheri? A mí se me ocurre que por su modo de actuar y de pensar y de inspirar, en fin, por su estilo, Carlos era un griego reelaborado en un molde cristiano. Esa ponderación tan suya, esa prudencia bebida en los clásicos, ese equilibrio tan realista, provenían de una síntesis —que en él se daba auténtica y dinámicamente— entre lo griego y lo cristiano, como en la Iglesia Primitiva. Su tan profundo conocimiento de los Padres me lo confirman.
Y a ello, sumo el conocimiento de Santo Tomás. ¡Qué empresa la de él, la de Carlos Alberto Sacheri, reconstruir a la Argentina, su patria bien amada, desde una perspectiva aristotélica y tomista!
Cabildo debe recoger, claro está, su pensamiento político que, aunque no haya sido original, fue sólido, prudente y, sobre todo, realizable. Su inteligencia no le permitía engañarse. Conocía muy bien, los límites de la Patria y, sobre todo, los límites de esta generación que nos gobierna. No soñaba con una Argentina de fanfarrias, de imperios a construir, con una Argentina suficientemente lúcida como para proponerse tareas universales, inalcanzables ahora. Pensaba, más sencillamente, como una Argentina que encarara una primera Cruzada, la de reconquistarse a sí misma para el orden natural de la Gracia.
Este fue, en realidad, un programa político, no expuesto tal vez en forma expresa, pero supuesto en la intención de toda su abundante y varia labor. En realidad, tal como Carlos lo propiciaba, era un verdadero programa de vida, que comprometía a todos los que lo aceptaban. Era un programa fuerte para católicos que amaran su religión, un programa cotidiano y para la historia. Un plan de vida a cuyo final no se prometía el triunfo en el sentido mundano. Todo en ese programa decía de tensión sobrenatural, de hambre de las cosas celestes.
Sacheri fue un político argentino que propuso, a sus compatriotas el bien natural como meta a seguir, como basamento y fin de un orden social justo.
Sacheri no fue, en modo alguno, un iluso ni, menos aún, un utopista. Perteneció a una raza hoy aparentemente desaparecida del país, la de los políticos, tomada esta expresión en su significado clásico. Sabía articular los medios —los escasos medios de que puede disponer un católico nacionalista argentino— apuntando hacia su fin propio, el bien común y en un orden trascendente, el bien sobrenatural.
Por el momento había comprendido con claridad su misión: formar las inteligencias de los jóvenes. A esta labor didáctica se encontraba dedicado; en cierto modo fue el continuador del magisterio del Padre Meinvielle, rescatar a la generación que lo seguía a él. Rescatarla del error, por supuesto, pero sobre todo de la confusión, que hoy es el nombre del error dentro de la Iglesia.
Carlos Sacheri fue todo eso, profesor, filósofo, político, periodista, pero ante todo, fue un luchador por la restauración de la Iglesia de siempre. Conoció, definió y denunció —como nadie en la Argentina y como pocos fuera de ella— ese modo delirante del progresismo social que se llama Tercermundismo. Fiscal lleno de energía y apóstol desbordante de caridad, en toda su acción pública y en toda su vida privada se rigió por esa virtud tan suya y tan cristiana del equilibrio, que es como una forma del amor y de la generosidad. Fue intransigente, sin llegar a la dureza, fue audaz, sin faltar a la prudencia.
Fue maestro y apóstol, y murió mártir. Es difícil imaginar un destino más pleno —en una perspectiva cristiana— una vida más rica, una muerte, por así decirlo, más lograda. Porque en el caso de Sacheri, la muerte —aún cuando haya destrozado tanto trabajo en agroz y aventado tantas esperanzas— es como la culminación de toda su vida, como su continuación y no su interrupción. Él, como quería el poeta, tuvo su propia muerte.
Amó a Cristo y a la Patria en Cristo. No atinó nunca a desvincular a ésta de Aquél. Una Argentina descristianizada le era inimaginable. Fue un solo amor: una Argentina para Cristo y Cristo volviendo la sombra de su Cruz sobre la Argentina.
Su partida nos duele y cómo. No se nos diga que es el dolor de la carne. La mística cristiana tiene numerosos textos para iluminar un consuelo sobre este dolor. Elegimos, sencillo, sobrio y aún sublime, uno de Louis Veuillot, con quien Carlos Sacheri presenta varios puntos en común: “Dios me envió una prueba terrible, mas lo hizo misericordiosamente… La fe me enseña que mis hijos viven y yo lo creo. Hasta me atrevo a decir que yo lo sé…”
Carlos Alberto Sacheri vive en el reino de Dios, por quien tanto luchó en la tierra. Fue asesinado, por las manos bestiales de los hijos de las tinieblas, casi en vísperas de Navidad. El nacimiento de Nuestro Señor se encuentra colocado, escatológicamente, en la misma línea que su Cruz. Esta situación es irreversible y resulta anticristiano intentar su alteración. La Cruz es la muerte pero también es la vida. Porque la culminación de esa línea que arranca en la Navidad es la Resurrección.
Carlos, cuando murió, venía de comulgar. Hasta esta enorme circunstancia fue prevista por Dios en su misericordia: él, que había sido soldado en vida, murió siendo su custodia.
Carlos simplemente se nos adelantó en el camino. Ese camino en cuyo recodo final nos gusta imaginar esta escena casi infantil: Jesús, con tanta suavidad, apenas musitando, “No lloréis. Sólo duerme”.
Víctor Eduardo Ordóñez
Nota: Este artículo ha sido tomado de “Cabildo”, primera época, año II, número 21, correspondiente al mes de enero de 1975.
1 comentario:
che que cantidad de comentarios que tienen, felicitaciones!!!
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