jueves, 20 de noviembre de 2008

En la semana del 20-N (II)


MI HONOR
ES LEALTAD

Cuando se borra toda sospecha de que alguien pueda estar levantando una bandera esperando recompensa, el pulso se vuelve más enérgico, el ademán más impasible, y el latido flameante del corazón se hace uno con el de la enseña que ondea.

Cuando se ama de verdad, no cuentan los años de la ausencia, la silla vacía, el balcón desolado: en nuestros ojos sigue viva la figura entrañable con uniforme de Capitán General.

Cuando se tiene memoria y ésta no se ha encanallecido, el recuerdo se endulza y hasta la nostalgia tiene algo de hermoso. El ser querido es convocado permanentemente y vuelve a ser presencia cotidiana.


Cuando la fecha marca que es el día exacto de la recordación, la escarapela busca nuestro pecho no porque sea obligado llevarla, sino porque de la abundancia del corazón mana una fuente de agua roja y gualda. Y si bien lo hace todo el año, ese día la riada es más cálida y permanente.


Cuando nadie más se acuerde, Dios nos permita seguir estando. No pedimos más que el puesto del vigilante que vela y musita una oración en la alborada. En el alba combatiente, el aire lleva ardor guerrero, vibrando al igual que el amor patrio.

Cuando las cucarachas se empeñen en agujerear la tierra para buscar huesos y regodearse en el lodazal de los perjuros, sabremos que no hay zarpa que pueda contaminar la santidad y la gloria.


“Los llantos desgarrados al ver el Caudillo no eran sólo de mujeres; hombres maduros rompían en lágrimas; jóvenes nacidos bajo la paz de Franco lloraban también. No había edad para el llanto: había sólo emoción y gratitud por el hombre excepcional que yacía en un ataúd.


“Una viejecita —siete horas en la cola, soportando una cruda noche de viento helado—, se santiguó ante el cadáver, y con el meloso hablar gallego, que denunciaba su origen, dijo: «¡Adiós, Paquiño, hasta el cielo!» Un viejo legionario, curtido en emociones y peligros, depositó su gorro de la Legión con todo respeto ante el féretro, y cayó de rodillas con los brazos en cruz, exclamando: «¡Adiós, mi general, que Dios le tenga en su gloria!»

“O aquel grupo de jóvenes ciegos de nacimiento, que se acercaron llorando y extendieron sus manos para tocar el ataúd, ya que sus ojos muertos no podían ver a Franco”.


Estos testimonios de un pueblo agradecido no pueden borrarse por decreto. Como tampoco cuarenta años de unidad, grandeza y libertad de España, obra de un Caudillo forjador de patrias imperiales.


Aquella bandera levantada, la del latido flameante del corazón, seguirá ondeando a perpetuidad. Es que en el cielo —nuevo alcázar ferrolano del Generalísimo— no hay tiempo.

Rafael García de la Sierra

No hay comentarios.: