NOCTURNA
– Llegamos bien – susurró Pepón, que tenía el comando de la pequeña expedición. Está todavía levantada. Hemos tenido suerte. Llama tú, Expedito.
Un hombre alto y huesudo, de aspecto decidido, avanzó y dio un par de golpes en la puerta.
– ¿Quién es? – preguntó una voz de adentro.
– Scarrazzini – contestó el hombre.
A poco la puerta se abrió y apareció una viejecita de cabellos blancos como la nieve, que traía un candil en la mano. Los otros salieron de la sombra y se acercaron a la puerta.
– ¿Quién es esa gente? – preguntó la anciana, recelosa.
– Están conmigo, explicó Expedito. Son amigos: queremos hablar con usted de cosas muy importantes.
Entraron los diez en una salita limpia y permanecieron mudos, cejijuntos y envueltos en sus capas delante de la mesita a la cual la vieja fue a sentarse. La anciana se enhorquetó los anteojos y miró las caras que asomaban de las capas negras.
– ¡Hum! –murmuró. Conocía de memoria y del principio hasta el fin a todos esos tipos. Ella tenía ochenta y seis años y había empezado a enseñar el abecé en el pueblo cuando todavía el abecedario era un lujo de gran ciudad. Había enseñado a los padres, a los hijos y a los hijos de los hijos. Y había dado baquetazos en las cabezas más importantes del pueblo. Hacía tiempo que se había retirado de la enseñanza y que vivía sola en aquella casita remota, pero hubiera podido dejar abiertas las puertas de par en par, sin temor, porque “la señora Cristina” era un monumento nacional y nadie se hubiera atrevido a tocarle un dedo.
– ¿Qué sucede? – preguntó la señora Cristina.
– Ha ocurrido un suceso – explicó Expedito. Ha habido elecciones comunales y han triunfado los rojos.
– Mala gente los rojos – comentó la señora Cristina.
– Los rojos que han triunfado somos nosotros – continuó Expedito.
– ¡Mala gente lo mismo! – insistió la señora Cristina. En 1901, el cretino de tu padre quería hacerme sacar el Crucifijo de la escuela.
– Eran otros tiempos – dijo Expedito. Ahora es distinto.
– Menos mal – refunfuñó la señora Cristina. ¿Y entonces?
– Es el caso que nosotros hemos ganado, pero hay en la minoría dos negros.
– ¿Negros?
– Sí, dos reaccionarios: Spilletti y el caballero Bignini.
La señora Cristina rió burlonamente: – Esos, si ustedes son rojos, los harán volverse amarillos de ictericia. ¡Imagínate, con todas las estupideces que ustedes dirán!
– Por eso estamos aquí – dijo Expedito. Nosotros no podemos acudir sino a usted porque solamente en usted podemos confiar. Debe ayudarnos. Se comprende que pagando.
– ¿Ayudar?
– Aquí está todo el consejo municipal. Vendremos tarde, al anochecer, para que usted nos haga un repaso. Nos revisa los informes que debemos leer y nos explica las palabras que no podemos comprender. Nosotros sabemos lo que queremos y no necesitamos de tanta poesía, pero con esas dos inmundicias es preciso hablar en punta de tenedor o nos harán pasar por estúpidos ante el pueblo.
La señora Cristina movió gravemente la cabeza.
– Si ustedes en vez de andar de vagos hubieran estudiado cuando era tiempo, ahora…
– Señora, cosas de treinta años atrás.
La señora Cristina volvió a calarse los anteojos y quedó con el busto erguido, como rejuvenecida en treinta años. También los visitantes se sentían rejuvenecidos en treinta años.
– Siéntense – dijo la maestra. Y todos se acomodaron en sillas y banquetas.
La señora Cristina alzó la llama del candil y pasó revista a los diez. Evocación sin palabras. Cada cara un nombre y el recuerdo de una niñez.
Pepón estaba en un ángulo oscuro, medio de perfil; la señora Cristina levantó el candil, luego lo bajó rápidamente, y apuntando con el dedo huesudo dijo con voz dura:
– ¡Tú, márchate!
Expedito intentó decir algo, pero la señora Cristina meneó la cabeza.
– ¡En mi casa Pepón no debe entrar ni en fotografía! – exclamó. Bastantes juderías me hiciste, muchacho. ¡Bastante y demasiado gordas! ¡Fuera de aquí y que no te vea más!
Expedito abrió los brazos desolado: – Señora Cristina, ¿cómo hacemos? ¡Pepón es el alcalde!
La señora Cristina se levantó y blandió amenazadora una baqueta.
– ¡Alcalde o no, sal de aquí o te pelo a golpes la calabaza!
Pepón se alzó. – ¿No les había dicho? – dijo saliendo. Demasiadas fechorías le hice.
– Y acuérdate de que aquí no pones más los pies aunque llegaras a ministro de Educación. – Y volviendo a sentarse, exclamó: ¡Asno!
* * *
En la iglesia desierta, iluminada solamente por dos cirios, don Camilo estaba platicando con el Cristo.
– No es ciertamente por criticar vuestra obra – concluyó en cierto momento; pero yo no hubiese permitido que un Pepón llegara a alcalde en un consejo donde sólo hay dos personas que saben leer y escribir correctamente.
– La cultura no cuenta nada, don Camilo – contestó sonriendo el Cristo. Lo que vale son las ideas. Con los lindos discursos no se llega a ninguna parte si debajo de las hermosas palabras no hay ideas prácticas. Antes de emitir un juicio, pongámoslo a prueba.
– Justísimo – aprobó don Camilo. Yo decía esto simplemente porque si hubiese triunfado la lista del abogado, tendría ya la seguridad de que el campanario sería reparado. De todos modos, si la torre se derrumba, en compensación se levantará en el pueblo una magnífica Casa del Pueblo, con salas de baile, despacho de bebidas, salones para juegos de azar y teatro para espectáculos de variedades.
– Y una casa de fieras para encerrar las serpientes venenosas como don Camilo – concluyó el Cristo.
Don Camilo bajó la cabeza. Le desagradaba haberse mostrado tan maligno. Luego la levantó y dijo:
– Me juzgáis mal. Sabéis lo que significa para mí un cigarro. Bien; éste es el último que tengo y ved lo que hago.
Sacó del bolsillo un cigarro y lo hizo trizas en la enorme mano.
– Bravo – dijo el Cristo. Bravo, don Camilo: acepto tu penitencia. Pero ahora hazme el favor de arrojar al suelo esos restos, porque tú eres capaz de guardarlos en el bolsillo y fumarlos luego en pipa.
– Pero estamos en la iglesia – protestó don Camilo.
– No te preocupes, don Camilo. Arroja el tabaco en ese rincón.
Don Camilo así lo hizo bajo la mirada complacida del Cristo y en ese momento se oyó llamar a la puerta de la sacristía y entró Pepón.
– Buenas tardes, señor alcalde – dijo don Camilo con mucha deferencia.
– Dígame – dijo Pepón, si un cristiano tiene una duda sobre algo que ha hecho y viene a contárselo a usted, y usted advierte que aquél ha cometido errores, ¿usted se los hace notar, o los deja pasar?
Don Camilo se fastidió: – ¿Cómo te atreves a poner en duda la rectitud de un sacerdote? El primer deber de un sacerdote es el de hacer reparar al penitente con claridad todos los errores que ha cometido.
– Bien – dijo Pepón. ¿Está usted listo para recoger mi confesión?
– Estoy.
Pepón sacó del bolsillo un grueso cartapacio y empezó a leer: “Ciudadanos, mientras saludamos la victoriosa afirmativa de la lista”.
Don Camilo lo interrumpió con un ademán y fue a arrodillarse ante el altar.
– Jesús – murmuró, ¡yo no respondo más de mis actos!
– Respondo Yo – contestó el Cristo. Pepón te ha vencido y tú debes acusar honradamente el golpe y comportarte conforme a tus obligaciones.
– Jesús – insistió don Camilo, ¿os dais cuenta de que me hacéis trabajar para el comité de Agitación y Propaganda?
– Trabajas para la gramática, la sintaxis y la ortografía, que nada tienen de diabólico ni de sectario.
Don Camilo se caló los anteojos, empuñó el lápiz y puso en regla las frases bamboleantes que Pepón debía leer el día siguiente. Pepón releyó gravemente.
– Bien – aprobó. Lo que no entiendo es esto: donde decía “Es nuestro propósito hacer ampliar el edificio escolar y reconstruir el puente sobre el Fosalto”, ha puesto usted: “Es nuestro propósito hacer ampliar el edificio escolar, reparar la torre de la iglesia y reconstruir el puente sobre el Fosalto”. ¿Por qué?
– Por razones de sintaxis – explicó don Camilo gravemente.
– Dichosos ustedes que han estudiado el latín y conocen todos los detalles de la lengua – suspiró Pepón. Así – agregó – se esfuma la esperanza de que la torre caiga y le aplaste la cabeza.
Don Camilo abrió los brazos: – Es preciso inclinarse ante la voluntad de Dios.
Después de haber acompañado a Pepón hasta la puerta, don Camilo fue a saludar al Cristo.
– Bravo, don Camilo, le dijo el Cristo sonriendo. Te había juzgado mal y me duele que hayas roto tu último cigarro. Es una penitencia que no merecías. Pero seamos sinceros: ha sido bien villano ese Pepón al no ofrecerte ni un cigarro después del trabajo que te has tomado por él.
– Está bien – suspiró don Camilo, sacando del bolsillo un cigarro y disponiéndose a triturarlo en su gruesa mano.
– No, don Camilo; ve a fumarlo en paz, que te lo mereces.
– Pero…
– No, don Camilo, no lo has robado. Pepón tenía dos en el bolsillo; Pepón es comunista y escamoteándole diestramente uno, tú no has hecho más que tomar tu parte.
– Nadie mejor que Vos sabe de estas cosas – exclamó don Camilo con mucho respeto.
Giovanni Guareschi
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