POR SIEMPRE CASTELLANI
Con el rostro muy colorado, nada común en el Padre Alberto, los ojos húmedos (podía verlo bien desde mi segundo banco, a la derecha del ambón) comenzó en tono alto unas palabras desconcertantes. Tampoco era común que comenzara un sermón eufórico: más bien solía así terminarlo, y el Evangelio del día no encajaba con las ideas que iba diciendo de “bien a la Patria”, “ha habido un hombre providencial”…
No aparecía el nombre de tal hombre, y pienso ahora que el noventa por ciento de los seminaristas no sabía de quién hablaba y por qué lo hacía con tanto sentimiento. Comencé a tiritar en mi banco como cada vez que escuchaba sus arengas.
“Y fue el sacerdote que con su clarividencia profetizó, denostándolo, ese cristianismo mistongo que se venía”, y me sonó a “Su Majestad Dulcinea”, y comencé a ponerme triste por el tiempo verbal pretérito referido a la persona del sentidísimo panegírico. Pienso que, a esta altura del sermón, ya nadie dudaba de quién se trataba. Noté cómo se inclinaban las cabezas compungidas, cómo los absortos por la oratoria humedecían los ojos fijos en el Padre Alberto, el discípulo más filial del Padre Leonardo, como lo creíamos nosotros. Y llegó el larguísimo climax, a velocidad eufórica inimitable de palabras articuladas, fuertes, precisas, sentidas, sin cortar las frases ni silencios, para describirnos la persecución que el fariseísmo vomitó sobre el Padre Castellani. Persecución que llevó con hombría no común entre las sotanas de la época moderna, por eso no les reprochaba que no fueran santos varones, sino que ni siquiera fueran varones. Una persecución que lo volvió tipo de lo venidero. Los libros se encarnaban en su vida o su vida se explicaba con el precioso idioma de su talento. “La etapa parusíaca será así, como me está pasando a mí, la Iglesia verdadera será escondida por el fariseísmo diabólico y el pueblo fiel la buscará hasta cuando Él vuelva sobre las Nubes del Cielo”, parece decir Castellani por ser profeta en vida y palabras.
Y si alguien lo sacó a flote de tanta tormenta y oscuridad, fue la Madre de Dios. Aquí, en el Dulce nombre de María, el Padre Alberto tragó todo el sentimiento acongojante de ver a la Virgen protegiendo al Padre Leonardo. Aquí no supimos si el Padre Ezcurra sufría o reía, nadie podría jurar ante el Sagrario que nos presidía sobre el Altar de la Capilla Mayor, si lloraba por la separación temporal del gran Cura argentino o daba sonidos incomprensibles por verlo entrar en la Gloria de Dios Padre, como Santa Teresa a San Pedro de Alcántara, hacia el trono de la Reina Sin Par, acompañado del Capitán Jesucristo, único amor donde Castellani amaba todo lo que Él amaba.
Cortó las palabras como un cruzado medieval deja caer la espada en la cabeza del enemigo, giró hacia la sede del Rey como soldado acostumbrado a la obediencia marcial, sus manos juntas a la altura del pecho señalando hacia delante, sus anteojos negros mojados de todo el respeto hacia Castellani, su maestro.
Si esto, si estos frutos produjo Castellani, ¡entonces, realmente fue grande! Ningún seminarista necesitó nunca preguntar cuántas veces había que releer los libros de Castellani, ni rememorar la obra en los hombres que lo tocaron saliendo de él la fuerza del Espíritu que los formó. Después del sermón y de la vida del Director espiritual de Paraná, todo era luz, Castellani el maestro.
Y si la Madre Iglesia considera un milagro la fecundidad inexplicable en la obra de un hombre hasta el punto de canonizarlo, entonces todos los argentinos podemos regocijarnos como Ezcurra en Castellani, beber en esa tinaja nueva del Vino Nuevo hasta embriagarnos y esperar que la semilla produzca. Aquí la Esperanza es grande, a pesar de nuestros pecados.
Francisco Díaz Viett
Nota: El autor desgrana en estas líneas sus recuerdos del sermón pronunciado por el Padre Alberto Ezcurra, en el Seminario de Paraná, la mañana en que se enteró de la muerte del Padre Leonardo Castellani.
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