domingo, 9 de marzo de 2008

Rompiendo viejos tópicos


DISCRIMINAR:

EL VERBO PROHIBIDO

C
ada vez resulta más evidente que la cultura moderna se basa en una furibunda ideología antidiscriminatoria que se da en torno a un juego tramposo y confuso de palabras. Esconde, por un lado, un agnosticismo desechador de cualquier valoración, un facilismo que tiene mucho de escapismo, y por otro, la dogmática de una cultura tradicional para su destrucción y sustitución por la nueva en la que prima el relativismo.

Antes que nada hay que determinar de una forma correcta y decente qué ha de entenderse por discriminación y, cohonestadamente, por su contrario. Discriminar —que los comunicadores han conseguido que se convierta en un concepto que huele mal y que sea condenado públicamente— es una actividad y una función connatural al ser humano. Todos discriminamos a lo largo de nuestra vida y no por excepción ni capricho sino habitual y necesariamente. Las sociedades lo hacen, aun las más pluralistas e igualitarias. Bien se puede decir que la discriminación es una reacción espontánea, pre y suprarracional, que adopta quien tenga valores o los quiera conservar y defender. Discriminar —si nos decidimos a dejar de lado esa parafernalia asfixiante de preconceptos con que nos atosiga el mundo moderno— es escoger, elegir, distinguir, diferenciar, valorar. Optar por lo bueno contra lo malo, por lo bello contra lo feo, por lo superior contra lo inferior, por lo digno contra lo indigno. Es asombroso que se tengan que recordar nociones tan elementales, pero el hecho mismo de que hayan sido negadas u obscurecidas exige una rectificación. Discriminar es ejercer la libertad. Lo que ocurre es que junto a este proceso condenatorio de la actitud discriminatoria, late un neutralismo suicida que le abre la puerta a la cultura de izquierda, aparentemente vacía y tolerante, pero cargada de sus propias creencias y, además, dispuesta a imponerlas a sangre y fuego, como lo viene haciendo cada vez que usa del poder.

Este proyecto izquierdista ha conformado un núcleo pragmático mínimo pero irrenunciable, armado de un jacobinismo quizá un poco más sutil que el utilizado por Robespierre o el ideado por Trotsky, pero no menos implacable. Gira en torno a dos mitos que son otras gruesas deformaciones: los derechos humanos y la suposición de que todo es igual. “Prohibido prohibir”, uno de los lemas del Mayo Francés, ahora se traduce así: hay que discriminar a los discriminadores y marginar a los marginadores.

No hay aquí amor a los hombres ni reconocimiento de un orden natural. Se trata del producto de un racionalismo ideológico que ha encontrado estos dos pivotes a partir de los cuales se propone edificar una nueva moral que reemplace con precisión dialéctica los principios de insoportable cuño cristiano. Tales fundamentos son suficientemente elásticos y vaporosos como para aprisionar la sensibilidad contemporánea —hedonismo, permisivismo— y dejar afuera con todo cuidado e intención a la propia naturaleza humana que siempre se resiste a que la alejen de sí misma y que la fuercen a opciones que no comprende.

Si estoy obligado —como lo estoy— a amar a mi “prójimo”, más lo estoy —en todo caso me encuentro más inclinado— a amar a mi más “próximo”, con el que comparto una serie de creencias, costumbres, afinidades e intereses. ¿Cómo no apreciar más a un compatriota santiagueño que a un conciudadano coreano, o a un hermano neuquino que a un vecino chileno? ¿Y por qué no tener más aprecio por quien comparte el credo religioso y los ritos que celebramos juntos, que por el que afirma principios contrarios o distintos a los míos? ¿Quién y por qué alguien —el Estado, los comunicadores, la misma Iglesia— me puede obligar a renunciar a estos afectos y a estas preferencias tan legítimas, deseables y fructíferas? Es que la tolerancia finisecular no soporta lo que la cuestione ni lo que le sea distinto. Sin embargo lo distinto es lo que nos da identidad en cuanto individuos y en cuanto grupo.

Es curioso que tan feroz dogmática antidiscriminatoria invoque los derechos de la subjetividad absoluta; de prosperar en la práctica semejante discurso, la sociedad se volverá imposible porque se fundamentará en dos concepciones irreconciliables: por un lado, la expansión de la subjetividad hasta traspasar los límites de la naturaleza; por el otro, su acotamiento con respecto a las relaciones que cada uno debe mantener con su prójimo al que le está prohibido corregir, esto es, diferenciar; he aquí un amor tan desacralizado como es posible pero impuesto por la fuerza de la cultura y del Estado.
Víctor Eduardo Ordóñez

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