VIGESIMOCUARTO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
Por tanto, cuando
viereis que la abominación de la desolación, que fue dicha por el
profeta Daniel, está en el lugar santo, el que lee entienda. Entonces
los que estén en la Judea, huyan a los montes. Y el que en el tejado,
no descienda a tomar alguna cosa de su casa. Y el que en el campo, no
vuelva a tomar su túnica. ¡Mas ay de las preñadas y de las que crían
en aquellos días! Rogad, pues, que vuestra huida no suceda en invierno
o en sábado. Porque habrá entonces grande tribulación, cual no fue
desde el principio del mundo hasta ahora ni será. Y si no fuesen abreviados
aquellos días, ninguna carne sería salva; mas por los escogidos aquellos
días serían abreviados.
Entonces si alguno
os dijere: Mirad, el Cristo está aquí o allí, no lo creáis. Porque
se levantarán falsos cristos y falsos profetas, y darán grandes señales
y prodigios, de modo que, si puede ser, caigan en error aun los escogidos.
Ved que os lo he dicho de antemano. Por lo cual si os dijeren: He aquí
que está en el desierto, no salgáis; mirad que está en lo más retirado
de la casa, no lo creáis. Porque como el relámpago sale del Oriente,
y se deja ver hasta el Occidente, así será también la venida del
Hijo del hombre. Donde quiera que estuviese el cuerpo, allí se juntarán
también las águilas.
Y luego después
de la tribulación de aquellos días el sol se oscurecerá, y la luna
no dará su lumbre, y las estrellas caerán del cielo y las virtudes
del cielo serán conmovidas:
Y entonces aparecerá
la señal del Hijo del hombre en el cielo, y entonces plañirán todas
las tribus de la tierra.
Y verán al Hijo
del hombre que vendrá en las nubes del cielo con gran poder y
majestad.
Y enviará
sus ángeles con trompetas y con grande voz: y allegarán sus escogidos
de los cuatro vientos, desde lo sumo de los cielos hasta los términos
de ellos.
Aprended de la
higuera una comparación: cuando sus ramos están ya tiernos, y las
hojas han brotado, sabéis que está cerca el estío: pues del
mismo modo, cuando vosotros viereis todo esto, sabed que está cerca,
a las puertas.
En verdad os digo,
que no pasará esta generación, que no sucedan todas estas cosas:
el cielo y la tierra pasarán, mas mis palabras no pasarán.
Para el sermón de este 24º
Domingo de Pentecostés de este año me serviré del resumen de un texto del Padre Emmanuel, cura
párroco de Mesnil-Saint-Loup: El drama del
fin de los tiempos.
Dicho estudio debe ser leído y meditado en integridad; aquí no
puedo hacer más que una reseña.
El mismo fue publicado en 1885, en Francia, y reeditado
cien años más tarde con un prefacio de Monseñor Marcel Lefebvre.
En él podemos leer:
La lectura de estas páginas sobre la Iglesia entusiasma, se siente
en ellas el soplo del Espíritu Santo. Algunas de ellas incluso son
proféticas, cuando describe la Pasión de la Iglesia. Ese año de 1884
fue también el año en que León XIII redacta su exorcismo por intercesión
de San Miguel Arcángel, que anuncia la iniquidad en la Sede de Pedro.
Algunos años antes el Papa Pío IX hacía publicar las Actas de la
secta masónica de la Alta Venta, que son verdaderas profecías diabólicas
para nuestro tiempo.
El Reverendo Padre da precisiones sorprendentes sobre el indiferentismo religioso, que corresponde exactamente
a la herejía ecuménica de nuestros días. ¿Qué habría dicho y escrito
si hubiese vivido en nuestra época? Por sus escritos nos alienta a
permanecer firmes en la fe de la Iglesia católica, y a rechazar los
compromisos que menoscaban su liturgia, su doctrina y su moral.
+ + +
Con esta entusiasmante introducción comencemos
nuestra meditación de la mano del Padre Emmanuel.
Dios ha querido que los destinos de la Iglesia
de su Hijo único fuesen trazados de antemano en las Escrituras, como
lo habían sido los de su Hijo mismo; por eso, en ellas buscaremos los
documentos de nuestro trabajo.
La Iglesia, como debe ser semejante en todo a Nuestro Señor, sufrirá, antes del fin del mundo,
una prueba suprema que será una verdadera Pasión.
Los detalles de esta Pasión, en la cual la Iglesia
manifestará toda la inmensidad de su amor por su divino Esposo,
son los que se encuentran consignados en los escritos inspirados del
Antiguo Testamento y del Nuevo.
Ciertamente es un espectáculo triste ver cómo la
humanidad, seducida y enloquecida por el espíritu del mal, trata de
ahogar y de aniquilar a la Iglesia, su madre y su tutora divina. Pero
de este espectáculo sale una luz que nos muestra toda la historia en
su verdadera luz.
El hombre se agita sobre la tierra; pero es conducido
por fuerzas que no son de la tierra. En la superficie de la historia,
el ojo capta trastornos de imperios, civilizaciones que se hacen y que
se deshacen. Por debajo, la fe nos hace seguir el gran antagonismo entre
Satán y Nuestro Señor; ella nos hace asistir a las astucias y a las
violencias de que se vale el espíritu inmundo, para entrar en la casa
de la que Jesucristo lo expulsó. Al fin volverá a entrar en ella,
y querrá eliminar de ella a Nuestro Señor.
Entonces se rasgarán los velos, lo sobrenatural se
manifestará por todas partes; no habrá ya política propiamente
dicha, sino que se desarrollará un drama exclusivamente religioso,
que abarcará a todo el universo.
+ + +
Podemos preguntarnos por qué los escritores
sagrados han descrito tan minuciosamente las peripecias de este drama,
cuando sólo ocupará algunos pocos años. Es que será la conclusión de toda la
historia de la Iglesia y del género humano; es que hará resaltar,
con un brillo supremo, el carácter divino de la Iglesia.
Por otra parte, todas estas
profecías tienen el fin incontestable de fortalecer el alma de los fieles creyentes en los días de
la gran prueba. Todas las sacudidas, todos los miedos, todas las seducciones
que entonces los asaltarán, puesto que han sido predichos con tanta
exactitud, formarán entonces otros tantos argumentos en favor de la
fe combatida y proscrita. La fe se afianzará en ellos, precisamente
por medio de lo que debería destruirla.
Pero nosotros mismos tenemos que sacar abundantes
frutos de la consideración de estos acontecimientos extraños y temibles.
Después de haber hablado de ellos, Nuestro Señor dijo a sus discípulos: “Velad, pues, orando en todo
tiempo, a fin de merecer el evitar todos estos males venideros, y manteneros
en pie ante el Hijo del hombre”.
Así, pues, el anuncio de estos acontecimientos es
un solemne aviso al mundo: “Velad y orad para no caer
en la tentación”.
No sabéis cuándo sucederán estas cosas: velad y orad, para que no
os tomen por sorpresa.
Sabéis que desde ahora la seducción opera en las
almas, que el misterio de iniquidad realiza su obra, que la fe es reputada
como un oprobio; velad y orad, para conservar
la fe.
Llegó la hora de la noche, la hora del poder
de las tinieblas: velad para que vuestra lámpara
no se apague, orad para que el torpor
y el sueño no os venzan. Más bien levantad vuestras cabezas al cielo;
porque la hora de la redención se acerca, porque las primeras luces
del alba clarean ya las tinieblas de la noche.
+ + +
Jamás se habrá visto al mal tan desencadenado;
y al mismo tiempo más contenido en la mano de Dios.
La Iglesia, como Nuestro Señor, será entregada sin
defensa a los verdugos que la crucificarán en todos sus miembros; pero
no se les permitirá romperle los huesos, que son los elegidos, como
tampoco se les permitió romper los del Cordero Pascual extendido sobre
la cruz.
La prueba será limitada, abreviada, por causa de
los elegidos; y los elegidos se salvarán; y los elegidos serán todos
los verdaderos humildes.
Finalmente, la prueba concluirá por un triunfo
inaudito de la Iglesia, comparable a una resurrección.
En esos tiempos, e incluso en los preludios de la
crisis suprema, la Iglesia verá cómo se convierten los restos de las
naciones. Pero su consuelo más vivo será el retorno de los Judíos.
Los Judíos se convertirán, ya antes, ya durante el triunfo de la Iglesia.
+ + +
El tema
del fin del mundo ha sido agitado desde el comienzo de la Iglesia. San Pablo había dado sobre este punto preciosas
enseñanzas a los cristianos de Tesalónica; y como a pesar de sus instrucciones
orales, los espíritus seguían inquietos por causa de predicciones
y rumores sin fundamento, les dirige una carta muy grave para calmar
esas inquietudes.
Os rogamos, hermanos,
por lo que atañe al advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo y a nuestra
reunión con Él, que no os dejéis tan pronto impresionar, abandonando
vuestro sentir, ni os alarméis, ni por visiones, ni por ciertos discursos,
ni por cartas que se suponen enviadas por nosotros, como que sea inminente
el día del Señor. Que nadie os engañe de ninguna manera; porque antes
ha de venir la apostasía, y se ha de manifestar el hombre del pecado,
el hijo de la perdición. ¿No recordáis que, estando todavía con
vosotros, os decía yo esto? Y ahora ya sabéis lo que le detiene, con
el objeto de que no se manifieste sino a su tiempo. Porque el misterio
de iniquidad está ya en acción; sólo falta que el que lo detiene
ahora desaparezca de en medio.
Así, el fin del mundo no llegará sin que antes
se revele un hombre espantosamente malvado e impío, que San Pablo califica
llamándolo el hombre del pecado, el hijo de la perdición. Y éste,
a su vez, no se manifestará sino después de una apostasía general,
y después de la desaparición de un obstáculo providencial sobre el
que el Apóstol había instruido de viva voz a sus fieles.
¿De qué apostasía quiere hablar San Pablo? No se
trata de una defección parcial; porque dice, de manera absoluta, la apostasía.
No se lo puede entender, por desgracia, sino de la apostasía en masa
de las sociedades cristianas, que social y civilmente renegarán de
su bautismo; de la defección de estas naciones que Jesucristo, según
la enérgica expresión de San Pablo, había hecho con-corporales a
su Iglesia. Sólo esta apostasía hará posible la manifestación, y
la dominación, del enemigo personal de Jesucristo, en una palabra,
del Anticristo.
Nuestro Señor dijo: “Cuando viniere el Hijo del
hombre, ¿os parece que hallará fe sobre la tierra?”. El divino
Maestro veía declinar la fe en el mundo llegado a su vejez.
No es que los vientos del siglo puedan hacer vacilar
esta llama inextinguible, sino que las sociedades, ebrias por el bienestar
material, la rechazarán como importuna. Volviendo las espaldas a la
fe, el mundo va camino de las tinieblas, y se convierte en juguete de
las ilusiones de la mentira. Considera como luces a meteoritos engañosos.
Sería capaz de considerar como las primeras luces del día los brillos
rojos del incendio. Al renegar de Jesucristo, es preciso que caiga mal
que le pese en las garras de Satán, a quien tan justamente se llama
príncipe de las tinieblas. No puede permanecer neutro; no puede crearse
una independencia. Su apostasía lo pone directamente bajo el poder
del diablo y de sus satélites.
El docto Estio, al estudiar el texto del Apóstol,
dice que esta apostasía comenzó con Lutero y con Calvino. Es
el punto de partida. Desde entonces ha recorrido un camino espantoso.
Hoy esta apostasía tiende a consumarse. Toma el nombre de Revolución,
que es la insurrección del hombre contra Dios y su Cristo. Tiene por
fórmula el laicismo, que es la eliminación de Dios y de su Cristo.
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Entra dentro de lo posible, aunque la apostasía se
encuentre muy avanzada, que los cristianos, por un esfuerzo generoso,
hagan retroceder a los conductores de la descristianización a ultranza,
y obtengan así para la Iglesia días de consuelo y de paz antes de
la gran prueba. Este resultado lo esperamos, no de los hombres, sino
de Dios; no tanto de los esfuerzos cuanto de las oraciones.
En este orden de ideas, algunos autores piadosos esperan,
después de la crisis presente, un triunfo de la Iglesia, algo así
como un domingo de Ramos, en el cual esta Madre será saludada por los
clamores de amor de los hijos de Jacob, reunidos a las naciones en la
unidad de una misma fe. Nos asociamos de buena gana a estas esperanzas,
que apuntan a un hecho formalmente anunciado por los profetas, y del
cual volveremos a hablar en su lugar.
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Sea lo que fuere, este triunfo, si Dios nos lo concede,
no será de larga duración. Los enemigos de la Iglesia, aturdidos
por un momento, proseguirán su obra satánica con redoblado odio.
Podemos representarnos el estado de la Iglesia en
ese momento, como semejante en todo al estado de Nuestro Señor durante
los días que precedieron a su Pasión. El mundo será profundamente
agitado, como lo estaba el pueblo judío reunido para las fiestas pascuales.
Habrá rumores inmensos, y cada cual hablará de la Iglesia, unos para
decir que ella es divina, otros para decir que ella no lo es.
La Iglesia se encontrará
expuesta a los más insidiosos ataques del librepensamiento; pero jamás
habrá logrado mejor que entonces reducir al silencio a sus adversarios, pulverizando
sus sofismas.
En resumen, el mundo será puesto enfrente de
la verdad; la irradiación divina de la Iglesia brillará ante
sus ojos; pero él desviará la cabeza, y dirá: ¡No me interesa!
Este desprecio de la verdad, este abuso de las gracias
tendrá como consecuencia la revelación del hombre de pecado. La humanidad
habrá querido a este amo inmundo: ella lo tendrá. Y por él se producirá
una seducción de iniquidad, una eficacia de error que castigará a
los hombres por haber rechazado y odiado la Verdad.
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San Gregorio Magno contempla a la Iglesia, al fin
de los tiempos, bajo la figura de Job humillado y sufriente, expuesto
a las insinuaciones pérfidas de su mujer y a las críticas amargas
de sus amigos; él, delante de quien en otros tiempos se levantaban
los ancianos, y los príncipes guardaban silencio.
La Iglesia, dice muchas veces el gran Papa, hacia
el término de su peregrinación, será privada de todo poder temporal;
incluso se tratará de quitarle todo punto de apoyo sobre la tierra.
Pero va más lejos, y declara que será despojada del brillo mismo que
proviene de los dones sobrenaturales.
Se retirará, dice, el poder de los
milagros, será quitada la gracia de las curaciones, desaparecerá la
profecía, disminuirá el don de una larga abstinencia, se callarán
las enseñanzas de la doctrina, cesarán los prodigios milagrosos. Eso
no quiere decir que no habrá nada de todo eso; pero todas estas señales
ya no brillarán abiertamente y de mil maneras, como en las primeras
edades. Será incluso la ocasión propicia para realizar un maravilloso
discernimiento. En ese estado humillado de la Iglesia crecerá la recompensa
de los buenos, que se aferrarán a ella únicamente con miras a los
bienes celestiales; por lo que a los malvados se refiere, no viendo
en ella ningún atractivo temporal, no tendrán ya nada que disimular,
y se mostrarán tal como son.
¡Qué palabra terrible: se callarán las
enseñanzas de la doctrina! San Gregorio proclama en otras partes que la Iglesia
prefiere morir a callarse. Por lo tanto, ella hablará: pero su enseñanza
será obstaculizada, su voz será ahogada; ella hablará: pero muchos
de los que deberían gritar sobre los techos no se atreverán a hacerlo
por temor a los hombres. Y eso será la ocasión de un discernimiento
temible.
A pesar de todas estas tristezas punzantes, la Iglesia
no perderá ni la valentía ni la confianza. Será sostenida
por la promesa del Salvador, consignada en las Escrituras, de que esos
días serán abreviados a causa de los elegidos. Sabiendo que los elegidos
serán salvados a pesar de todo, se entregará, en lo más recio de
la tormenta, a la salvación de las almas con una energía infatigable.
En efecto, a pesar del espantoso escándalo de esos
tiempos de perdición, no hay que pensar que los pequeños y los débiles
se perderán necesariamente. El camino de salvación seguirá estando
abierto, y la salvación será posible para todos. La Iglesia tendrá
medios de preservación proporcionados a la magnitud del peligro. Y
sólo perecerán aquellos de entre los pequeños que, por haber abandonado
las alas de su madre, serán presa del ave rapaz.
¿Cuáles serán esos medios de preservación? Las
Escrituras no nos dan ninguna indicación sobre este punto; mas nosotros
podemos formular sin temeridad algunas conjeturas.
La Iglesia se acordará del aviso dado por Nuestro
Señor para los tiempos de la toma y destrucción de Jerusalén, y aplicable,
según el parecer de los intérpretes, a la última persecución.
En conformidad con estas instrucciones del Salvador,
la Iglesia salvará a los pequeños de su rebaño por medio de la fuga; Ella
les preparará refugios inaccesibles, donde los colmillos de la Bestia
no los alcanzarán.
+ + +
Según San Pedro, vendrán en los últimos días
burladores con burlerías, dados a vivir conforme a sus propias concupiscencias,
y diciendo: “¿Dónde está la promesa y el advenimiento de
Jesucristo? Porque desde que los padres murieron, todo continúa de
la misma manera, lo mismo que desde el principio de la creación”.
Es superfluo intentar precisar la hora en que tendrá
lugar el segundo advenimiento de Nuestro Señor. Se trata de un secreto
impenetrable para toda criatura. “Lo que toca a aquel día y
hora, nadie lo sabe, ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino
el Padre solo”.
Sin embargo este momento supremo, que pondrá término
a este mundo de pecado, será precedido de señales portentosas, que
fijarán la atención no sólo de los creyentes, sino también de los
mismos impíos.
Por otra parte, los Evangelios insinúan con bastante
claridad que habrá un cierto lapso, aunque bastante corto, entre el
castigo del monstruo y la consumación de todas las cosas.
En efecto, ¿qué dice Nuestro Señor? Comienza
por describir una tribulación tal, cual no la hubo jamás desde el
comienzo del mundo; es la persecución del Anticristo.
Añade: “Luego, después de la tribulación
de aquellos días, el sol se entenebrecerá, y la luna no dará su resplandor,
y las estrellas caerán del cielo, y las fuerzas de los cielos se tambalearán.
Entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo, y se
herirán entonces los pechos todas las tribus de la tierra, y verán
al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con grande poderío
y majestad”.
Estos son los signos que precederán inmediatamente
el advenimiento de Jesucristo como Juez. Pero ¿cómo conciliar, con
todos estos preludios formidables, el carácter repentino e imprevisto
que, según otros textos del Evangelio, revestirá este advenimiento?
Un poco más lejos, en efecto, Nuestro Señor nos
representa a los hombres de los últimos días del mundo enteramente
semejantes a los contemporáneos de Noé, que el Diluvio sorprende comiendo
y bebiendo, casándose ellos y casándolas a ellas.
Santo Tomás responde a esta objeción diciendo que
todos los trastornos precursores del fin del mundo pueden ser considerados
como haciendo cuerpo con el juicio mismo, semejantes a esos crujidos
siniestros que no se distinguen del hundimiento que les sigue.
Antes de todos estos presagios terribles, los hombres
podrán burlarse de las advertencias de la Iglesia. Pero cuando oigan
crujir la máquina del mundo, palidecerán; y como dice San Lucas, perderán
el sentido por el terror y la ansiedad de lo que va a sobrevenir al
mundo.
El mismo Santo Tomás da una viva luz sobre los tiempos
que transcurrirán entre la muerte del Anticristo y la venida de Jesucristo,
cuando dice: “Antes de que empiecen a aparecer
las señales del juicio, los impíos se creerán en paz y en seguridad,
a saber, después de la muerte del Anticristo, porque no verán acabarse
el mundo, como lo habían estimado antes”.
+ + +
Ayudándonos de este pequeño texto, podemos formar
las hipótesis más plausibles sobre los últimos tiempos del mundo;
y nuestros lectores no dejarán de interesarse, aunque no las reciban
sino a título de simples conjeturas.
Hemos dicho, y mantenemos como incontestable, que
la muerte del Anticristo será seguida de un triunfo sin igual
de la santa Iglesia de Jesucristo.
Estos hermosos días no durarán, desgraciadamente,
sino el tiempo necesario para olvidar los solemnes acontecimientos que
los habrán hecho nacer. Poco a poco se verá cómo la tibieza sucede
al fervor; y este paso insensible se hará tanto más rápido, cuanto
que la Iglesia no tendrá, por decirlo así, enemigos que combatir.
He aquí cómo un autor estimado, el Padre Arminjon, describe
el estado en que caerá entonces el mundo:
La caída del mundo tendrá lugar
instantáneamente y de improviso: «veniet dies Domini sicut fur».
Será en una época en que el género humano, sumergido en el sueño
de la más profunda incuria, estará a mil leguas de pensar en el castigo
y en la justicia. La divina misericordia habrá agotado todos sus medios
de acción. El Anticristo habrá aparecido. Los hombres dispersados
en todas partes habrán sido llamados al conocimiento de la verdad.
La Iglesia católica, una última vez, se habrá difundido en la plenitud
de su vida y de su fecundidad. Pero todos estos favores señalados y
sobreabundantes, todos estos prodigios, se borrarán de nuevo del corazón
y de la memoria de los hombres. La humanidad, por un abuso criminal
de las gracias, habrá vuelto a su vómito. Volcando todas sus aspiraciones
hacia la tierra, se habrá apartado de Dios, hasta el punto de no ver
ya el cielo, y de no acordarse más de sus justos juicios (Dan. 13 9).
La fe se habrá apagado en todos los corazones. Toda carne habrá corrompido
su camino. La divina Providencia juzgará que ya no habrá remedio alguno.
Será, dice Jesucristo, como en los tiempos de Noé. Los hombres vivían
entonces despreocupados, hacían plantaciones, construían casas suntuosas,
se burlaban alegremente del bueno de Noé, que se entregaba al oficio
de carpintero y trabajaba noche y día por construir su arca. Se decían:
¡Qué loco, qué visionario! Eso duró hasta el día en que sobrevino
el diluvio, y se tragó toda la tierra: «venit diluvium et perdidit
omnes» (Lc. 17 27). Así, la catástrofe final se producirá cuando
el mundo se creerá en la seguridad más completa; la civilización
se encontrará en su apogeo, el dinero abundará en los comercios, jamás
los fondos públicos habrán conocido un alza tan grande. Habrá fiestas
nacionales, grandes exposiciones; la humanidad, rebosando de una prosperidad
material inaudita, dirá como el avaro del Evangelio: «Alma mía, tienes
bienes para largos años, bebe, come, diviértete...» Pero de repente,
en medio de la noche, «in media nocte» —porque en las tinieblas,
y en esa hora fatídica de la medianoche en que el Salvador apareció
una primera vez en sus anonadamientos, volverá a aparecer en su gloria—,
los hombres, despertándose sobresaltados, escucharán un gran estrépito
y un gran clamor, y se dejará oír una voz que dirá: Dios está aquí,
salid a su encuentro, «exite obviam ei» (Mt. 25 6).
+ + +
La gran catástrofe, en efecto, será precedida de
signos aterradores cuyo conjunto formará un supremo llamado de la divina
misericordia. ¡Muy ciego y endurecido será quien resista a él!
El sol se oscurecerá, como agotado por una pérdida
de luz. La luna no recibirá ya una irradiación lo suficientemente
viva como para brillar ella misma. El cielo se enrollará como un libro,
invadido por una oscuridad espesa. Las fuerzas del cielo se tambalearán;
pues las leyes de los movimientos de los cuerpos celestiales parecerán
suspendidas. Habrá una profunda turbación en el mar, un gran estrépito
de olas levantadas, y la tierra se verá sacudida de movimientos insólitos;
y los hombres no sabrán dónde refugiarse para huir de los elementos
desencadenados. Finalmente la tierra se abrirá, y lanzará globos de
llamas que producirán un incendio general, mientras que en los aires
aparecerá una cruz esplendorosa que anunciará la venida del sumo Juez.
¿Cuánto tiempo durarán estas señales? Nadie lo
sabe. Lo que la Escritura nos dice, es que los hombres se secarán de
espanto. Sucederá con ellos lo que sucedió con los contemporáneos
de Noé. Mientras éste proseguía la construcción del arca, todo el
mundo se burlaba de él; pero cuando el Diluvio comenzó a invadirlo
todo, todo el mundo tembló, y muchos hombres, según el testimonio
de San Pedro, se convirtieron.
Del mismo modo, nos está permitido esperar que
al acercarse el juicio, una buena parte de los hombres, viendo cómo
los cielos se velan y sintiendo fallar la tierra bajo sus pies, harán
un acto de contrición suprema y volverán a entrar en gracia con Dios.
Por lo que mira a los justos, levantarán la cabeza
con confianza; y la cruz que resplandecerá los llenará de
alegría.
La carrera mortal de la Iglesia habrá concluido.
El mundo esperará, para acabar, a que Ella haya recogido
al último de sus elegidos.
+ + +
¿Nos equivocamos en ver en el estado presente del
mundo los preludios de la crisis final
que se describe en los Santos Libros? No nos lo parece.
La apostasía comenzada de las naciones cristianas,
la desaparición de la fe en tantas almas bautizadas, el plan satánico
de la guerra llevada contra la Iglesia, la llegada al poder de las sectas
masónicas, son fenómenos de tal envergadura que no podríamos imaginar
otros más terribles.
Sin embargo, no querríamos que se falsease nuestro
pensamiento. La época en que vivimos es indecisa y atormentada. La
humanidad está inquieta y vacilante. Al lado del mal está el bien;
al lado de la propaganda revolucionaria y satánica hay un movimiento
de renacimiento católico, manifestado por tantas obras generosas y
empresas santas.
Las dos corrientes se delinean cada día más claramente:
¿cuál de ellas arrastrará a la humanidad? Sólo Dios lo sabe.
Por otra parte, es seguro que la carrera terrestre
de la Iglesia se encuentra lejos de estar cerrada: es más, tal vez
nunca se ha visto abierta más ampliamente. Nuestro Señor nos ha hecho
saber que el fin de los tiempos no llegará antes de que el Evangelio
haya sido predicado en todo el universo, en testimonio para todas las
naciones (Mt. 24 14). Ahora bien, ¿se puede decir que el Evangelio
ha sido ya predicado en el corazón de África, en China, en el Tíbet?
Algunas luces raras no constituyen el pleno día; algunos faros encendidos
a lo largo de las costas no expulsan la noche de las tierras profundas
que se extienden detrás de ellas.
¿Cómo la Iglesia realizará esta carrera? ¿Bajo
qué auspicios llevará a las naciones que lo ignoran, o que lo han
recibido insuficientemente, el testimonio prometido por Nuestro Señor?
¿Será en una época de paz relativa? ¿Será en medio de las angustias
de una persecución religiosa? Se pueden formular hipótesis en ambos
sentidos. La Iglesia se desarrolla de un modo que desconcierta todas
las previsiones humanas; basta recordar las maravillosas conquistas
hechas contra la infidelidad, en el momento más agudo de la crisis
del protestantismo.
En realidad, la confianza más absoluta en los magníficos
destinos futuros de la Iglesia no es incompatible de ningún modo con
nuestras reflexiones y conjeturas sobre la gravedad de la situación
presente.
+ + +
Por otra parte, al estimar que asistimos a los preludios
de la crisis que traerá consigo la aparición del Anticristo en
la escena del mundo, nos cuidamos muy bien de querer precisar los tiempos
y los momentos; lo que consideraríamos como una temeridad ridícula.
Permítasenos una comparación que explicará
todo nuestro pensamiento.
Sucede que un viajero descubre,
a un cierto punto de su camino, toda una vasta extensión de un país,
limitado en el horizonte por montañas. Ve cómo se dibujan claramente las líneas de esas montañas
lejanas; pero no podría evaluar la distancia que las separa a unas
de otras. Cuando empieza a atravesar esta distancia intermediaria, encuentra
barrancos, colinas, ríos; y la meta parece alejarse a medida que se
acerca de ella.
Así sucede con nosotros, a nuestro humilde entender,
en los tiempos presentes. Podemos presentir la crisis final, viendo
cómo se urde y desarrolla ante nuestros ojos el plan satánico del
que será la suprema coronación.
Pero, desde el punto en que nos encontramos en el
momento actual de esta crisis, ¡cuántas sorpresas nos reserva el futuro!
¡Cuántas restauraciones del bien son siempre posibles! ¡Cuántos
progresos del mal, por desgracia, son posibles también! ¡Cuántas
alternativas en la lucha! ¡Cuántas compensaciones al lado de las pérdidas!
Aquí hay que reconocer, con Nuestro Señor,
que sólo al Padre pertenece disponer los tiempos y los momentos. “Non
est vestrum nosse tempora vel momenta, quæ Pater posuit in sua potestate”
(Act. 1 7).
+ + +
En esta incertidumbre, dominada por el pensamiento
de la Providencia, ¿qué podemos hacer? Velar y orar.
Velar y orar, porque los tiempos
son incontestablemente peligrosos; pues hay un peligro grande, en esta
época de escándalo, de perder la fe.
Velar y orar, para que la Iglesia
realice su obra de luz, a pesar de los hombres de tinieblas.
Velar y orar, para no entrar en
la tentación.
Velar y orar en todo tiempo, para
ser hallados dignos de huir de estas cosas que sobrevendrán en el futuro,
y de mantenerse de pie en presencia del Hijo del hombre.
1 comentario:
El hombre sin fe es esclavo de sus pasiones y siervo del mundo y de las máximas que rigen el mundo.
El mundo y el Evangelio son incompatibles. !Pobre del que elija abandonar el segundo para servir al primero! Cerrarle la puerta a Dios es abrírsela a Satanás. Ningún hombre se puede sustraer a esa elección, y el que diga que no quiere elegir ya ha elegido.
Ésa fue precisamente la labor del conciliábulo, la de abrirle las puertas al mundo y al padre de la mentira.
“Todo el que caiga sobre la piedra angular, Cristo, quedará destrozado y se hará pedazos.”
“Al que me negare delante de los hombres, también Yo le negaré delante de mi Padre.”
LA SALETTE
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