18 DE NOVIEMBRE EN ROMA
LA DEDICACIÓN DE LAS BASÍLICAS DE LOS SANTOS APÓSTOLES PEDRO Y PABLO
Entre los lugares sagrados que atrajeron siempre la veneración
de los católicos, los más famosos y los más comunes fueron aquellos donde se
conservan los cuerpos y reliquias de los Mártires o cualquier memoria de los Santos.
En primer lugar figura siempre la gloriosa parte del Vaticano
llamada “la confesión de San Pedro”. Allí, de
hecho, está la piedra de la fe, el fundamento de la Iglesia.
Allí llegó el Emperador Constantino el Grande al octavo día
después de su bautismo, depositó la diadema y postrándose derramó una gran
abundancia de lágrimas.
Luego, armando de pico y pala, cavó el suelo y retiró doce puñados
de tierra en honor de los doce Apóstoles, designando la ubicación de la Basílica
que quería construir en honor al Príncipe de ellos.
La misma fue dedicada por el Papa San Silvestre, quien erigió un
altar de piedra, que ungió con el Santo Crisma.
San Silvestre bendijo y dedicó igualmente, sobre la vía de Ostia,
la Basílica de San Pablo Apóstol, que el Emperador Constantino también había
construido con magnificencia.
Sin embargo, como la Basílica vaticana cayó de vetustez, fue
reconstruida por la piedad de muchos Papas, y Urbano VIII la dedicó solemnemente.
Un incendio arrasó completamente la Basílica de la vía de Ostia.
Reconstruida también magníficamente, ella fue dedicada por el Papa Pío IX.
Así, la Roma Católica está protegida al norte y al sur por estas dos Basílicas, que guardan las santas reliquias de estas dos columnas de la Iglesia.
Asociémonos, pues a los sentimientos de nuestros ancestros, cuando decían de su ciudad preferida:
Pedro, el portero, firme a la entrada de su santa morada, ¿quién negará que esta ciudad sea semejante al Cielo?
En el otro extremo, Pablo, desde su basílica, guarda sus muros.
Roma está asentada entre los dos: allí donde está Dios.
Por lo tanto este día, en que se conmemora la dedicación de estas dos basílicas, merece más que una solemnidad local; la Santa Iglesia Romana, Madre y Maestra de toda la Cristiandad, la extendió a toda Iglesia.
Gracias a esta fiesta, podemos hoy espiritualmente hacer una peregrinación ad limina, Ad limina Apostolorum, a los umbrales de los templos de los Apóstoles, donde se postraban nuestros antepasados antes de entrar en las basílicas; peregrinación que realizaban al precio de muchas fatigas, no creyendo nunca comprar demasiado caro las santas alegrías y bendiciones.
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La fiesta de la dedicación en la Iglesia Romana es el
aniversario del día en que fue consagrada una iglesia.
Domun Dei decet sanctitudo. Sponsum ejus Christum adoremus in
ea.
Esta es la fórmula del invitatorio
donde se precisa el pensamiento litúrgico del día:
A la Casa de Dios le corresponde la santidad. Adoremos a Cristo,
su Esposo, en ella.
¿Cuál es el misterio de esta Casa y
al mismo tiempo Esposa?
Son santas nuestras iglesias por su pertenencia a Dios, por la
celebración del sacrificio, por la oración y la alabanza ofrecidas en ellas al
huésped divino.
Por un mejor título que el Tabernáculo figurativo o el Templo,
su dedicación las ha formalmente separado de las mansiones de los hombres,
elevado sobre todo palacio de la tierra.
Esta ceremonia sublime de la dedicación de una iglesia, como
también la fiesta para conmemorarla, no se detiene en el Santuario construido
por nuestras manos, sino que son realidades vivas y augustas.
La gloria principal del noble edificio será el de simbolizar la
grandeza divina. Los hombres se iniciarán, bajo la sombra de sus bóvedas, en
los secretos inefables, cuyo misterio se consumará en el pleno día de los Cielos.
Dios tiene un solo Santuario realmente digno de Él: su propia
vida divina, el Tabernáculo rodeado de densas tinieblas
para ojos mortales, luz inaccesible donde habita en su gloria a la Santísima
Trinidad.
Sin embargo, esta vida divina, que no pueden alojar con dignidad
los cielos y mucho menos la tierra, Dios se digna comunicarla a nuestras almas;
y al hacerlo hace al hombre partícipe de su naturaleza.
Todo cristiano participa de Cristo y se convierte en templo
del Espíritu Santo.
El templo de Dios es Santo, dice el Apóstol, y este templo
sois vosotros.
De este modo, la Iglesia es la Esposa, y
Cristo es con Ella la Casa de Dios.
Lo es ya desde este mundo miserable, donde se lleva a cabo el
duro trabajo de la talla de las piedras elegidas,
sucesivamente colocadas en el lugar previsto por el plan divino.
Lo es en el gozo del Cielo, donde el templo eterno crece con
toda alma que se alza desde aquí abajo, esperando que sea completada por la
adjunción de su cuerpo inmortal y la consagración por Nuestro gran Pontífice el
día de la dedicación que clausurará los tiempos: solemne entrega al Padre del
mundo redimido y santificado por el Hijo, y Dios será todo en todos.
Entonces aparecerá manifiestamente que la Iglesia es el arquetipo
presentado de antemano sobre la montaña, del
cual cualquier otro santuario hecho por mano del hombre no puede más que la
figura o sombra.
Entonces, la profecía de San Juan se realizará: Vi la Ciudad
Santa, la nueva Jerusalén, descender del cielo, adornada como una Esposa
ataviada para su Esposo; y oí una gran voz que venía del trono y dijo: Este es
el tabernáculo de Dios.
Es uno de los Ángeles que portan las Copas llenas de la ira de
Dios el que muestra al Profeta la Novia del Cordero bajo
el brillo de su rico adorno. Que la esperanza de contemplarla en su gloria sea
para nosotros la fortaleza y el consuelo en estos tiempos malos.
La espera de su inminente aparición animará a los justos en el
tiempo de los últimos combates.
Pero desde ahora, hijos de la Esposa, festejemos a Nuestra
Madre; que este día tan querido para su corazón sea para nosotros igualmente de
las más augustas solemnidades.
Porque él recuerda su nacimiento del costado del Adán celestial
y su consagración bienaventurada.
¡Casa de Dios! La Iglesia gusta repetir
esta palabra, una y otra vez.
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Y cabe recordar el texto del Evangelio donde Jesús compara al
hombre que escucha sus palabras y las pone en práctica, con quien construyó
su casa sobre la roca.
Ya se prevé una relación en el pensamiento de la Iglesia entre
el edificio sagrado, cuya estabilidad exalta, y los mismos fieles.
He aquí la casa del Señor; está construida sólidamente, bien
establecida sobre piedra firme.
No cabe duda de que la Iglesia, iluminada por el Espíritu Santo,
no tiene en vista sólo estas paredes, que caerán un día: para Ella, la
piedra firme es Cristo, la casa la
Asamblea de los Santos electos: bien establecida sobre la piedra firme, es la
casa del Señor.
Emocionada, la Iglesia interpela en su admiración a la gloriosa
mansión que el Esposo se construye en el Cielo: tus muros serán piedras
preciosas, gemas vivientes formarán las torres de la nueva Sión.
El nombre de Iglesia dado al
templo cristiano proviene de la Asamblea de los
bautizados que asisten a sus atrios. Es de la santificación del mismo pueblo
elegido, en sus fases sucesivas, que la dedicación del edificio sagrado toma la
inspiración y la trama, que hacen de ella una de las ceremonias más augusta de
la liturgia.
¿Que nos representa, ante todo, ese templo de paredes desnudas,
a puertas cerradas, sino la humanidad, creada por Dios y vacía de Él desde el
pecado original? Pero los herederos de la promesa no caen en la desesperación:
ellos han ayunado, orado en la noche. La mañana los encontró elevando a Dios
las súplicas de los Salmos de penitencia que inspiró al Rey Profeta su castigo
y su arrepentimiento.
Apareció el Verbo Salvador, que nos muestra la persona del Pontífice,
ya que tomó nuestra naturaleza. Y Dios hecho hombre une a la oración otros
hombres sus hermanos; y los lleva al templo cerrado todavía, se arrodilla como
ellos, reduplica con ellos las súplicas.
Alrededor del noble edificio, inconsciente de sus destinos,
surge la paciente gracia de Dios. Por tres veces, el Pontífice recorre las
paredes y trata de forzar tercamente estas puertas cerradas; pero su fuerza es
de oraciones al cielo: abríos puertas, y el rey de la gloria.
El infiel cede finalmente; la entrada al templo es conquistada. Paz
eterna a esta Casa en Nombre del Señor eterno.
Todo, sin embargo, no está terminado, sino que más bien
comienza: del edificio, profano todavía, resta por hacer una morada digna de
Dios.
La humanidad, de la cual la futura Iglesia será el símbolo,
absorbe su pensamiento. Él sabe que esta caída después de mucho tiempo, siendo
la ignorancia su primer mal. Por lo tanto, con su Báculo Episcopal traza, sobre
las dos líneas de ceniza que recorren de un extremo al otro el templo y se
cruzan en el centro de la nave, el alfabeto griego y el alfabeto latino:
primeros elementos de las dos lenguas principales donde se conservan para
nosotros, la Tradición y las Escrituras.
Son trazadas las letras, con la ayuda del báculo pastoral, sobre
la ceniza y la Cruz, porque la Ciencia Sagrada proviene de la autoridad
doctrinal, que sólo entienden los humildes y se resume en Jesús crucificado.
Como el catecúmeno y la humanidad, el templo exige ser
purificado. El Pontífice se inspira en los más altos símbolos cristianos para
confeccionar el elemento de esta purificación: mezcla agua y vino, ceniza y
sal, que figuran la humanidad y la divinidad del Salvador, su muerte y su
resurrección.
De la manera que Jesucristo nos precedió en las aguas de su
bautismo en el Jordán, las aspersiones comienzan por el altar, que lo
representa, y continúan por todo el edificio.
La lluvia santificante expulsa al demonio, entrega esta casa a
Dios, la dispone a los dones y gracias que serán otorgados.
En el orden de las operaciones de la salvación, el agua llama al
aceite, que confiere al cristiano por el segundo Sacramento la perfección de su
ser sobrenatural, así como también unge a los Reyes, los Sacerdotes y Pontífices.
A todos estos títulos, el santo aceite se vierte sobre el Altar,
que es Cristo, Profeta, Pontífice y Rey. Y de Él, del Altar que lo significa,
conquista los muros, toda la Iglesia.
Realmente, de hecho, el templo es digno de este nombre de
Iglesia, porque así como el bautizado es consagrado en el agua y en el Espíritu,
del mismo modo las piedras representan la Asamblea de los electos, vinculados
entre ellos como piedras vivas y con la Piedra, que es Cristo.
El incienso, que se consume sobre el altar en cinco cruces, las
llagas sagradas, sube en remolinos y, a través de las naves, impregna el
templo.
Entonces, y sólo entonces tiene lugar la triunfante procesión de
las reliquias destinadas a ser sepultadas en el Altar: es la coronación de la
consagración de iglesias: Voy a prepararos un lugar,
dijo el Nuestro Señor. Y cuando lo hayo preparado, volveré para llevaros
conmigo, para que estéis donde yo estoy.
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Adoremos, pues, humildemente la inmensa majestad de Dios que, a
pesar de que llena el universo con su presencia e inmensidad y tiene, por
consiguiente, derecho en todas partes a nuestro respeto y a nuestro amor,
quiere, sin embargo, ser honrado y amado de una manera especial en nuestras
iglesias, donde ha establecido para esto su morada.
Este es, dice el apóstol San Juan, el tabernáculo y la casa
de Dios entre los hombres. Ahí quiere ver reunidos a sus
hijos, ofreciéndole el homenaje público y solemne de su religiosidad.
No se puede leer sin conmoverse en el Antiguo Testamento el respeto
que Dios exigía ante el Tabernáculo y en los diferentes lugares donde manifestaba
su presencia.
Temblad al acercaros a mi santuario,
decía a Moisés; dejad a un lado vuestro calzado; la tierra que pisáis es
santa.
¡Qué terrible es este lugar!, dice
Jacob, verdaderamente el Señor está aquí.
Señor, dice a su vez David, entraré en
vuestra casa para adoraros, animado de un religioso temor,
porque Vos sois el que tiene su trono en el cielo.
Recordemos la dedicación del templo de Salomón: desciende fuego
del cielo, la majestad del Señor llena el lugar santo; todos los hijos de
Israel caen con el rostro en tierra, adoran y alaban al Señor tan bueno, tan
misericordioso, que se abaja hasta su criatura.
Si se tenía tal respeto al antiguo Templo, ¿qué veneración tan
profunda no se debe a nuestras iglesias? porque es Dios mismo, tan sustancialmente
presente por su Verbo en el Tabernáculo, como en el Cielo; Dios, rodeado de
millones de Ángeles que de día y de noche hacen guardia invisible alrededor de
su trono.
¡Cuán justo es tener en el templo un exterior profundamente
religioso!, moderar nuestras miradas, evitar el andar precipitado, las
genuflexiones bruscas, las posturas poco respetuosas ¡Cómo debemos, sobre todo,
guardar en él nuestro interior puro y sin mancha, recogido y ocupado en la gran
Majestad ante la cual estamos! ¡Con qué amor debemos ocuparnos en el ornato y
decoro de las iglesias, en el decoro y majestad del culto divino!
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¿Qué amaremos en el mundo, si no amamos un lugar donde están
reunidas todas las manifestaciones del amor de Dios a los hombres, un lugar
donde Dios habita en Persona?
He ahí lo que son nuestras iglesias:
1°) En ellas están reunidas todas las pruebas del amor divino:
la Fuente Sagrada que, al regenerarnos nos ha hecho hijos de Dios, hermanos de
Jesucristo, herederos del Cielo; y la Cátedra de donde desciende la Palabra Santa
a nuestras almas para hacer brotar en ellas todas las virtudes; el Tribunal de
la misericordia, que nos devuelve, con la inocencia, nuestros derechos al Cielo
que habíamos perdido; el Santo Altar donde cada día el Dios-Hombre se inmola
por nosotros y nos alimenta con el Pan de los Ángeles; las Imágenes de la Santísima
Virgen y de los Santos, cuyo recuerdo evoca tantos prodigios de gracia y nos
predica con tanta elocuencia todas las virtudes.
2°) En ellas habita Dios. Salomón exclamaba: ¿Es creíble que
Dios habite en la tierra de los hombres? Y lo que
Salomón no acertaba a creer, lo vemos realizado en nuestras iglesias.
En ellas Dios tiene su corte a nuestra disposición; la entrada
nos está siempre abierta. Cuando queremos podemos aproximarnos a Él, hablarle y
oírle; derramar nuestro corazón en el suyo, sacar de ahí el consuelo para
nuestras penas; la fuerza en nuestras debilidades; encontrar ahí un cielo en la
tierra para esperar el de la eternidad.
Juzguemos por esto cuánto debemos amar a las iglesias.
3°) En ellas, Dios nos invita a presentarle nuestras súplicas
con la promesa de escucharlas.
Moisés decía del Antiguo Tabernáculo: No hay ninguna nación
tan grande que tenga sus dioses tan cerca como nosotros.
David cantaba, hablando de ese Templo: ¡Qué amables son
vuestros tabernáculos, Señor! Un día pasado ahí vale más que mil años en compañía
de los malvados.
El mismo Señor decía de este Templo: Mis ojos estarán
abiertos y mis oídos atentos para el que me pida algo en este santuario. He
escogido este lugar para tener siempre abiertos mis ojos y mi corazón para los
que vengan aquí a orar. Aquí escucharé, desde lo alto del cielo, las oraciones
de los que me supliquen: perdonaré los pecados y curaré a la sociedad enferma.
Si tan magníficas promesas han sido hechas para el Templo
antiguo, ¿qué no debemos esperar de las oraciones hechas en nuestras iglesias,
delante del trono de gracia que está erigido para socorro y misericordia de
todos?
Jesucristo nos espera ahí, nos llama, nos invita a venir a pedírselo
todo con confianza, y nos promete escucharnos.
Respondamos a su llamamiento y vengamos con confianza a abrirle
nuestro corazón y a contarle nuestras necesidades.
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Concluyamos de aquí ¡cuánto debemos amar a nuestras iglesias!, esos
vestíbulos del Cielo, esos lugares de cita dados por Dios a su criatura, esos
verdaderos cielos en la tierra.
Tomemos la resolución de observar en el lugar santo una actitud
profundamente religiosa, junto con un interior lleno de fe y de fervor.
Este lugar es tan santo que hace temblar, es la Casa de Dios y
la Puerta del Cielo.
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