EL MONO DEL MATRIMONIO
Con prevención les pregunto
Que ustedes no se me ofendan
¿Este pueblo amodorrado
Merece que lo defiendan?
(Leonardo Castellani)
Que ustedes no se me ofendan
¿Este pueblo amodorrado
Merece que lo defiendan?
(Leonardo Castellani)
Sumada a la pérdida transitoria de racionalidad que aporta el fútbol, hay que atender otra cuestión no menos irracional, esta vez planteada desde el congreso. Se trata del proyecto de ley que derivaría en la abolición del matrimonio y la familia tradicional. Esa antigua y única fórmula que como todos sabemos, durante milenios, unió a un varón y una mujer en plenitud de vida y familia.
Es indudable que durante el siglo pasado, el matrimonio no permaneció al margen de las tensiones políticas y sociales que fueron ocupando la escena. La crisis, a su vez, derivaba del relativismo moral, grave confusión que insidiosamente fue desplazando la primacía de la verdad y del bien, hasta llegar amenazante, a atentar contra la vida, contra la familia, contra la libertad y ahora contra el matrimonio.
Con eso de eliminar a Dios, pretenden al mismo tiempo —con cierta lógica— que desaparezca el orden que el Creador imprimió a la naturaleza.
En los últimos días tanta poesía falsa se ha acumulado sobre el homomonio que más allá de las escenas, de las lagrimitas y de la histeria, no se encuentra otro argumento distinto del emocional. No hay medio en el que no hayamos escuchado: “si se quieren y bueno… tienen derecho… que se casen… no hay que discriminar… que importa si es hombre o mujer… todos somos seres humanos”.
En primer lugar, sabemos que no es posible fundar un derecho natural en un error, en una torcedura, en algo individual, variable y transitorio.
Por oto lado la manifestación pública de un error, ni lo hace verdadero, ni le otorga derechos y visto socialmente —muy lejos de ser motivo de “orgullo”— no solo no dignifica, sino que es más bien degradante.
El entonces Cardenal Ratzinger escribía sobre la cuestión: “En realidad esto no deja de ser grave, por muy bello y generoso que parezca significa que la sexualidad no está ya enraizada en una antropología; significa que el sexo puede ser mirado como una simple función intercambiable a voluntad… Entonces se deduce que todo el ser y el obrar de una persona se reduce a pura funcionalidad, a puro cumplimiento de un papel, por ejemplo el papel de consumidor, de trabajador, etc…”
Observemos que si esta antropología reduce al hombre a una cosa y la cosa ni siquiera es permanente, sino que además es funcional, todo puede ser cambiado, de acuerdo a las ganas de cada uno, sin que nada valga ni sirva para nada. De este modo puedo ser un rato hombre, mujer al siguiente o caballo si mi deseo me lleva hacia tal “construcción cultural”.
Además de los enunciados anteriores y de su rasgo abusivamente irracional, no podemos pasar por alto que nada menos que en la década del desarrollo del genoma humano, estos activistas, al tiempo que califican de oscurantistas a los que nos oponemos, en el mismo momento ignoran, como si no existieran, los datos definitivos aportados por la biología, la anatomía y la genética. Para esta secta la ciencia también es reaccionaria…
Y en este terreno de la biología podríamos detenernos con algunos ejemplos.
El ordenamiento natural de las cosas, ese que nos dice sencillo y claro que, de una pareja de perros solo puede nacer otro perro y no un conejo, nos dice también que es imprescindible que en la unión haya hembra y macho para engendrar al nuevo perro.
No traicionamos ningún secreto cuando decimos que las gallinas ponen huevos, si un soleado mediodía descubriésemos una gallina poniendo blancas mandarinas, una vez repuestos del asombro, nadie debería atreverse a concluir que el gallinero es el sitio adecuado para cosechar mandarinas. Tampoco que de ahí en más, la anomalía deba convertirse en ley para las otras gallinas.
Nos apresuramos en aclarar que, de ninguna manera castigaríamos a la gallina por su intromisión exitosa en el reino vegetal, aunque si fuera posible, y la gallina estuviese de acuerdo, no sería vano intentar que volviese por sus fueros y sobre todo por sus antiguos huevos trastocados en mandarinas.
De igual modo que en tanto no se restablezca en el gallinero la vida natural, de ninguna manera dejaríamos en ese sector a los animales más pequeños, dado que en medio del caos causado por la alteración del orden, no debe ser difícil confundir a un pollito, vaya uno a saber con qué…
Debemos decir que hay quienes protestan porque han visto pollitos guachos nacidos en gallineros normales y “eso, dicen en tono crítico, no debería ocurrir”… Claro que no. Seguramente no, pero aún sin quererlo, están señalando que la ley natural existe y reafirmando que no se puede pasar por alto, sin consecuencias y sin dolor.
¡Vaya novedad! Se dieron cuenta que los hombres nos equivocamos fuerte. Pero no está escrito en ninguna parte que, a fin de legitimar la conducta aberrante de alguno de nosotros —ni de nadie— haya que crear una ley, tratando de aniquilar el sentido común, ni mucho menos el orden que el Creador imprimió en la naturaleza.
No es posible ignorar que en el matrimonio, cada uno toma su responsabilidad frente al otro y frente a los hijos y a su futuro, pues bien, esa es la estructura básica de la sociedad y como tal en este aspecto, el matrimonio no puede ser una cuestión del ámbito exclusivamente privado, porque de él dependerá también, la salud de la sociedad.
Tampoco es primicia la presencia de homosexuales en la sociedad, por lo pronto la Biblia se refiere a ellos en diferentes ocasiones y de manera suficientemente clara. La novedad nos llega ahora cuando el activismo homosexual, impulsado por su par, la degradación K, insiste en destruir el único matrimonio posible, haciéndolo intercambiable con el homomonio.
Un derecho natural y por tanto común, inviolable, inalterable, no puede fundarse en la negación del mismo orden natural al que invoca. Pero antes que nada deberá ser verdadero.
A tal punto que Pío XII dice muy claro: “lo que no responde a la verdad y a la norma moral no tiene objetivamente derecho alguno, ni a la existencia, ni a la propaganda ni a la acción”.
Cita que, vista desde el aquí y ahora del país, nos daría la impresión de estar leyéndola al revés.
Respecto a otra destrucción cercana, el divorcio, preguntaba Castellani sobre la unión indisoluble entre un hombre y una mujer: “Si es una cosa mala, reaccionaria y «medieval», ¿por qué lo contraen? Y si se han equivocado y lo han contraído por irreflexión ¿por qué se quedan intranquilos deseando que un juez, un escribano y si fuera posible un cura, autorice otra vez, solemnemente, la misma equivocación?”
A lo largo del tiempo, hubo unos cuantos escritores que disfrutaron de la fama a través del lascivo relato, de las obscenidades más indignas. El mundo que los leía, veía en ellos a los precursores de cierta forma de felicidad que consistía en bucear en el lado más sombrío del jardín. De entre esa secta, pocos como Andre Gide, y es el mismo que escribe: “el ardor sensual en el que me he complacido toda mi vida no es más que una falsificación grotesca”.
Ahora resulta que el activista de todas las degeneraciones, confiesa, al final de la vida que su parloteo sobre la felicidad y su “derecho a todo”, por los que tantos suspiraban, era solo vana podredumbre.
Si como dice Chesterton: el mundo nunca se repone de un acto, entonces debemos hacer lo necesario para evitar ese daño. Si ahora pasan, si calladamente los dejamos pasar, al final de esta ley nos esperaría no ya la literatura, sino la mugre gideana que es la del homomonio, entreverada —por si eso fuera poco— con la innumerable mugre K.
Por una rara vez deseamos que el Castellani de inicio se equivoque fiero. Y el pueblo amodorrado se transfigure en un desvelado fervor vigilante. Porque es cierto, hay mucha podredumbre a la vista como para hacerse el dormido.
Miguel De Lorenzo
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