DEL CULTO EUCARÍSTICO
El servicio de Nuestro Señor en Santísimo Sacramento debe ser litúrgico en su espíritu y en su forma.
No hay servicio que no tenga una ley que determine sus deberes, una regla que prescriba las cosas más menudas y el orden necesario. Así, por ejemplo, el ceremonial de la corte de un Rey obliga de un modo absoluto a todos sus súbditos y servidores.
Dios mismo, después de haber promulgado en el Sinaí su gran ley para todos los hombres, quiso también determinar la práctica de su culto; reguló hasta los deberes más sencillos e impuso el deber de las reglas al sacerdocio y al pueblo, bajo severísimas penas. La razón de todo ello es que todo es grande y divino en el servicio de Dios.
Y como Dios ha creado el ceremonial de su culto, no quiere más obsequios que los que prescribe, ni hechos de otra manera que como los prescribe. El hombre no tiene otra cosa que añadir sino el homenaje de su amor respetuoso y de su leal obediencia.
Jesucristo no nos dio leyes ceremoniales para su culto: se contentó con darnos la Eucaristía como fin y objeto de nuestra religión y el precepto del amor para regular nuestros homenajes interiores.
A los Apóstoles y a la Iglesia romana confió el encargo de fijar el orden de su culto exterior y público.
Es, por tanto, soberanamente augusta y auténtica la santa liturgia romana. Nos viene de Pedro, jefe de los Apóstoles y piedra fundamental de la fe y de toda la religión. Cada Papa la ha trasmitido con respeto a los siglos futuros, añadiendo según las necesidades de la fe, de la piedad y de la gratitud, con la plenitud de su autoridad apostólica, nuevas fórmulas, oficios, oraciones y ritos sagrados.
Es santa la liturgia romana por el honor que rinde a Dios por las virtudes que pone en ejercicio, por las gracias que de ella manan.
Es católica por ser una en su ley, en su autoridad y en su culto. Esta uniformidad de rito causa identidad de vida en la Iglesia; por ella se ve en el mundo entero una misma fiesta y una misma oración. Cuando rezo con la liturgia, rezo con toda la Iglesia de Dios.
La santa liturgia romana es, pues, la regla universal e inflexible del culto eucarístico. Hay que guardarla con religiosa piedad, estudiar sus reglas y meditar su espíritu ya que en la ciencia y acertada práctica de su deber consiste la perfección del que sirve al altar.
Esta ley litúrgica es el único culto legítimo y agradable a la majestad de Dios, la única expresión pura y perfecta de la fe y de la piedad de su Iglesia.
Todo lo que sea contrario a este culto se debe, por tanto, condenar y cercenar. Todo lo que sea extraño debe considerarse como cosa sin valor, puesto que no tiene la gracia de la Iglesia y su sanción. Sólo lo que sea conforme a la letra y al espíritu o a la piedad del culto católico merece ser estimado y practicado. Siguiendo esta regla evitarán los fieles el error en la fe práctica, la ilusión y la superstición, que tan fácilmente se deslizan en la devoción dejada a sí misma.
La ciencia más propia para alimentar la fe y la piedad de los fieles es indudablemente la ciencia litúrgica, que mira al espíritu de las ceremonias, las cuales honran los misterios de Jesucristo, sus gracias y sus virtudes. El cristiano que así los honra con el culto sagrado continúa las virtudes y el amor de los que fueron sus primeros adoradores, en los días mortales del Salvador. El culto es toda la religión en acto.
Propiedad inherente al culto eucarístico es ser siempre festivo. La sagrada Eucaristía es la alegría incesante de la tierra. Mas este culto debe ser regio cuando el Santísimo Sacramento está expuesto, porque entonces es como una fiesta del Corpus que se renueva: el divino Rey se presenta en su trono de gracia, en todo el esplendor de su amor y rodeado de los piadosos obsequios de sus vasallos.
La Santa Iglesia ha regulado la naturaleza y la cantidad de las luces que deben arder ante el Santísimo. Quiere que todas las velas del altar de la exposición sean de cera pura y blanca, símbolo de la pureza del alma y fruto de la abeja virgen. Y como la esencia de todas las flores olorosas con que el Creador ha hermoseado la naturaleza, flores que a su vez son imagen perfecta de las virtudes, hermosísimas flores del amor divino.
Doce velas deben arder siempre delante del Santísimo Sacramento solemnemente expuesto. Doce es el número apostólico. Estas luces arden y se consumen ante el trono del Cordero. Así debe lucir arder y consumirse la vida de un adorador, que es otro Juan Bautista de quien dijo Jesús que era la luz brillante y ardiente. Y el humilde precursor no tenía más que un deseo: Es preciso que Jesús crezca y reine y que yo mengüe y desaparezca ante el sol divino.
La Iglesia ha elegido el color blanco como propio del culto del Santísimo Sacramento. Los ornamentos de los ministros sagrados en las fiestas eucarísticas, los lienzos del altar, las cortinas del sagrario, el dosel que cubre el trono de la exposición, todo es blanco como el Dios de luz y pureza para cuya honra sirven.
Los manteles del altar deben ser de lino o de cáñamo, por respeto al Santo Sacrificio, y por lo menos uno de ellos debe pender hasta el suelo. Son como el sudario sagrado del sepulcro del Salvador.
Es regla que en la exposición solemne de las Cuarenta Horas las reliquias, cuadros y estatuas que no sean de ángeles adoradores desaparezcan del altar y del santuario. Porque delante de Jesucristo presente todo culto secundario debe suspenderse. Los ojos del adorador, como también su corazón, deben fijarse sólo en la Sagrada Hostia.
La Iglesia prescribe el mayor respeto delante del Santísimo Sacramento, sobre todo cuando está expuesto, pues entonces el silencio debe ser aún más absoluto y más respetuosa la compostura. Quisiera que no se sentara nadie ante el Santísimo expuesto, y aunque tolera esto no debe hacerse sin verdadera necesidad.
Durante la exposición lo que la santa liturgia exige no es genuflexión sencilla, sino doble o de ambas rodillas, a semejanza de los veinticuatro ancianos delante del Cordero celestial.
Por manera que en los actos del culto todo debe ordenarse a la significación del homenaje íntimo del alma, su respetuosa y profunda adoración, decía Santa Teresa, que daría su vida por la menor ceremonia de la Iglesia, porque bien conocía su valor. Que las almas le den por lo menos respeto, devoción y amor.
La Santísima Eucaristía tiene en la tierra como los demás misterios del Salvador, sus fiestas y triunfos. Todos deben contribuir a embellecerlas y santificarlas, como fiestas que son de su Padre que está en los cielos, de su Rey y Dios vivo entre los hombres. Cada cual debe ofrecer su don y su obsequio; con ello se honra a Jesucristo al mismo tiempo que se honra uno a sí mismo.
Los días de las Cuarenta Horas de la parroquia deben ser para los fieles como días de cielo que deben celebrarse con traje de fiesta y de honor, con la recepción de la adorable Eucaristía y adoraciones fervorosas. La corte del cielo y de la tierra debe aquí juntarse en fraternales homenajes a la gloria del divino Rey. Como los israelitas en el desierto, cada cual debe prestar para la decoración del altar cuanto de más hermoso y precioso tenga, para así adornar la verdadera arca de la alianza, el trono de Jesucristo. Será para la familia una bendición y religioso recuerdo.
La fiesta del Corpus Christi es la fiesta regia de la Iglesia y triunfo público de la adorable Eucaristía. En ella viene el divino Rey a visitar a sus hijos, a santificar las calles de sus ciudades, a bendecir sus casas y sus trabajos. Quienquiera tenga un poco de fe debe prestar su concurso para hermosear el paso de Jesucristo, para erigirle arcos de triunfo y monumentos magníficos. ¿No los merece por ventura mucho más que los reyes de la tierra por quienes se hacen tantos gastos y se imponen tantos trabajos? Este paso triunfal de Jesucristo será un homenaje solemne de nuestros corazones un desagravio por la apostasía de los herejes, por la ingratitud de los malos cristianos que no tienen para su Salvador y su Dios otra cosa que una necia mirada de indiferencia o la vergüenza del reo ante el juez.
San Pedro Julián Eymard
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