sábado, 10 de julio de 2010

Mundialistas

FÚTBOL MUNDIAL Y MENTIRA UNIVERSAL (*)

En estricta observancia a lo que piden las modas educativas de convertir las dificultades en situaciones de aprendizaje, nos vamos a preguntar: ¿qué nos dejó el mundial de fútbol?

Es probable que nos haya dejado muchas cosas —más de las que nos enteramos, seguro— pero hay dos que merecen una especial consideración.

Primero: que ha sido una clase magistral, didáctica y vivencial sobre la perfecta distinción entre bien común y voluntad popular. Es decir, entre la genuina tarea política y la paródica demagogia. Y la certeza de que la democracia endiosa la voluntad popular, que es un concepto ideológico abstracto y amorfo, que apunta a la masa indiferenciada, proclive a perderse entre las pasiones más bajas.

Es claro que a veces existe algo así como un “sentir popular” nacido del más arraigado sentido común o de una aplomada y bien nacida tradición popular. Que muchas veces, en condiciones normales, al juzgar ciertos hechos y personas, “lo que todos sentimos” puede resultar un indicador atendible y valorable. Como ese hombre de campo que apenas finalizado el discurso presidencial y ante un legítimo exabrupto fue coreado por la multitud que lo rodeaba como si hubiese sido el fruto final de un repetido ensayo. Pero ¿qué esperar de una “voluntad popular” en Babilonia?, ¿qué pretender de un pueblo carcomido por el liberalismo, víctima del pensamiento único, prisionero del ideal subversivo marxista?, ¿qué garantía ofrece un querer popular que ha caído en la idiotez y en el hedonismo?

La voluntad popular tiene debilidad por el anonimato, sacraliza la diversión, venera a los deportistas, promete sacrificios a cambio de la victoria en extrañas supersticiones y exige como derecho natural que en la escuela no haya estudio sino televisión. Hoy como siempre, es la voluntad popular la que sirve de pantalla a las ideologías.

Muy distinto es el bien común, objeto de la acción política. Y entonces nos preguntamos, ¿qué es lo que la Patria necesita aunque no coincida con la ´voluntad popular´?

Que no sea la televisión sino Dios Quien vuelva a las escuelas.
Que no resulte héroe el que le pega bien a la pelota sino quien sea capaz de sacrificarlo todo en aras del bien común.
Que el coraje no se vea sólo en la cancha sino en la defensa nacional.
Que no cantemos sólo antes de jugar sino ante todo en la liturgia y en el combate.
Que imploremos a María, pero no para evitar los penales sino la apostasía.
Que no haya cábala sino fe y sentido sobrenatural de la vida.
Que la soberanía no sea un espacio en la tribuna sino la nota esencial de cada palmo de nuestra tierra.
Que sea ante el Corpus y no ante el micro de la selección que se corten las calles y se enciendan las sirenas.
Que cuando hablamos de defensa fuerte pensemos en las milicias armadas y cuando hablamos de ataque, en la justa reacción ante el honor ofendido.

Pero claro, todo esto cabe al bien común y no a la voluntad popular. La voluntad popular tiene precio y condición, el bien común es innegociable.
¿Tendremos que conformarnos con un gol gritado en la cara al país rival por no poder ver nunca el escarmiento público a los traidores a la Patria?
¿Es necesario aclarar que el sentido épico con el cual por estos días nos identificamos y que todos amagamos hacer estallar queda truncada en una caricatura de lo excelso?

¿Qué nos dejó el mundial, partido más, partido menos? Pan y circo. Y a la voluntad popular contenta.


Segundo: gracias a tamaño campeonato hemos visto con claridad las dos caras del juego (incluyendo en primer lugar a los espectadores), la eutrapelia y la ludopatía. Porque una cosa es el éxtasis del bien jugar y otra el vértigo del juego compulsivo. El símbolo —como bien sería un partido de fútbol— puede convertirse en idolatría si en lugar de ser sacramento de la realidad —es decir expresión de las cuestiones de fondo— se convierte en simple fetiche y eventual evasión.
Si por el juego se conservaran las añoradas realidades del campo de combate, de las banderas enfrentadas, del valor y la contienda, esto no sería poca cosa. Mucho y bien se ha hablado del puñado de sentido común y orden natural que hay en el juego, y en el fútbol en particular.

Pero la comparación puede ser muy romántica y elevada o bien puede resultar la perversión de lo mejor.
Lamentablemente el campeonato del mundo es un testimonio claro, pero no tanto de lo sano que aún queda latente, sino de lo mal que estamos, porque hemos confundido el orden del juego con el orden de la política.

Bienvenido sea que un buen jugador integre el seleccionado nacional, lo peligroso es que por ser buen jugador termine gobernador.
No es problema que un técnico de fútbol opine sobre el peso y la calidad de la pelota. Pero, ¿qué pelota hay que darle si dictamina por igual en materia social, política y moral? Lo que hay que darle es la dosis necesaria de sentido común y la doctrina social de la Iglesia, para empezar.
El escapismo es una forma de traicionar la vocación con la complicidad de la imaginación enloquecida.
Es hermoso jugar a los soldaditos con un hijo y mantener vivo el carácter agónico entre el bien y el mal. Lo peligroso es apelar a esos soldaditos para defender nuestra soberanía y la seguridad nacional.

El problema no es que los chicos no crean en hadas, el problema es que los grandes no creen en los reyes. El problema no es que los chicos jueguen al fútbol como si fuera la vida, el problema es que los grandes crean que la vida es sólo el fútbol. El problema no es que un técnico dé la vida por sus jugadores, el problema es que ningún gobernante lo haga por su gente. Y que todo esto nos parezca normal.

Puede ser que aún tengamos en el alma el afán por constituir una nación fuerte y respetada. Lo preocupante es que creemos serlo por ganar un partido de fútbol.

Jordán Abud

(*) Independientemente de los resultados.

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