miércoles, 11 de junio de 2008

No nos rendimos el 14 de junio


LOS GRANDES HOMBRES
DE LA GUERRA

Este 28 de mayo no lo voy a olvidar nunca. Están atacando Darwin. A nosotros nos bombardean con artillería naval. Es un auténtico infierno. Varias fragatas tiran ininterrumpidamente andanadas de veinte o treinta cañonazos que baten todo el tiempo las posiciones de las compañías.

Como jefe de la Sección Comunicaciones estoy al tanto de todos los partes que envían las compañías al jefe del regimiento. En determinado momento, el capitán Stella, a cargo de la compañía “A”, avisa que tiene un herido muy grave. Pobre tipo, pienso. Porque durante los bombardeos no se puede hacer nada por los heridos. Hay que esperar que cese el fuego para ocuparse de ellos. Tienen que quedarse en el pozo, perdiendo sangre, soportando el dolor y aferrándose como puedan a la vida.

Termina el ataque. Me pongo a buscar dadores de sangre. Se presentan varios voluntarios. La generosidad del ser humano es inabarcable. Porque donar medio litro de la propia sangre en plena debilidad física equivale a realizar un sacrificio importante, dar un pedazo de la vida que nos resta para tratar de salvar a un camarada. El que lo hace no sabe si esas fuerzas no le harán falta al minuto siguiente para salvarse.

Llego al hospital y me entero quién es el herido grave. Se acerca un médico y me dice con cuidado, sabe que somos muy amigos: “Es Miñones”.

Sí, se trata del subteniente José Alberto Miñones, jefe de la Sección de Morteros 81. Durante el bombardeo había salido de su refugio para pedirle órdenes a su jefe de compañía. Cuando estaba llegando, esa posición comenzó a ser intensamente batida por el fuego enemigo. Se tiró a tierra en una zanja que comunicaba con un pozo donde estaba su jefe, a unos dos metros de distancia. Tuvo la mala fortuna de que lo alcanzara un proyectil con espoleta de tiempo —explotan cuando están a dos o tres metros del suelo— que le produjo heridas tremendas.

Estoy junto a él. Tiene una pierna completamente destrozada, esquirlas en la otra, en el resto del cuerpo, en los brazos. Mi impresión es que está moribundo. Sólo atino a decirle:

— Tené fe, que vas a vivir.

Su rostro está desfigurado por el dolor, pero saca fuerzas de no sé dónde para responderme con algo que pretende ser una sonrisa y no pasa de una mueca:

— Pero por supuesto.

Enseguida pierde el conocimiento. Salgo y lloro desesperadamente. Los médicos piensan que no va a pasar la noche. Ni siquiera pueden limpiarle la herida, pues podrían matarlo.

Han pasado unas horas. Camino por las cercanías del hospital esperando novedades sobre mi amigo. Se me acerca un soldado de Miñones y me pregunta con cara de asustado:

— ¿Cómo está el subteniente?

¿Para qué transmitirle mi desesperación? Prefiero decirle:

— Bien, no te preocupes.

El soldado no parece convencido.

— Sin embargo, a mí me dijeron que le falta todo el cuarto.

Ellos le llaman “cuarto” al muslo de la pata trasera de los animales. Lo cierto es que el muchacho se larga a llorar desconsoladamente. Lo abrazo y, aunque sé que exagero algo, le digo:

— No es para tanto… ¿querés verlo?

Acepta enseguida.

Lo convenzo al médico para que me deje entrar con el soldado. Estamos frente a él, Miñones sigue en coma. Creo que es la mano de Dios la que hace que Miñones abra los ojos que se elevan directamente a los de su soldado, como si lo hubiera estado esperando. Son dos segundos, luego vuelve a cerrarlos.

— ¿Viste que está bien? Te miró y todo… —le digo al soldadito que suspira con alivio.

— Sí, mi subteniente, ahora me voy más tranquilo.

Pasan varios días antes de que Miñones recobre del todo el conocimiento. Pero entonces su lucha todavía es peor. Porque se da cuenta de su verdadero estado. Me dice:

— ¡Qué mal que huelo! Creo que se me está pudriendo la pierna (…)


PRISIONEROS

Ahora sí, todo ha terminado. Cesaron las acciones. Nos tomaron prisioneros el 15 de junio. Un grupo de ocho oficiales somos trasladados a San Carlos, donde nos reunimos con nuestros camaradas que actuaron en Puerto Argentino. Allí permanecemos unos días, en condiciones bastante primitivas. Sin abrigo, con casi absoluta carencia de alimentos; cada uno come lo que puede. Durante este mes en ningún momento se pierde la fe. El rosario es el puntal de nuestra moral y de nuestra esperanza cada noche. Pienso en las tropas del ejército de Belgrano que, después de la derrota de Ayohuma, hacían lo mismo que nosotros: rezar. Nos derrotaron, pero no estamos vencidos.


EJEMPLO

El subteniente Miñones es la mejor prueba viviente de lo que acabo de afirmar. Todavía lo sigo viendo. Porque logró sobrevivir. Ese “por supuesto”, que me dijo en el hospital de campaña cuando yo lo creía agonizante, fue un acto de fe que después le sirvió para salir del trance. Este muchacho se salvó por su fortaleza espiritual y por la lucha que libró los días siguientes. No perdió su tiempo en quejarse ni en vacilar.

Ya en el continente, su pierna le fue amputada a la altura de la cadera. No le importó. Ahora juega al vóley, maneja una moto y su automóvil, estudia en la Facultad de Ingeniería.

Ahora ascendió al grado de teniente y presta servicios en el comando del Cuerpo de Ejército I. Su ambición es la de seguir siendo un hombre útil. Es un veterano de guerra, luchó por la Patria, y su testimonio —su medalla— es un bastón que lleva con orgullo. El orgullo de quien sabe que cumplió con su deber.

Subteniente Eduardo Luis Gassino

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Colofón

No la salva un comicio ni un recuento,
ni la urna o el sobre, el cuarto oscuro,
tampoco las boletas del perjuro
que lo llevan a hozar el Parlamento.

No la salva el numérico momento
del escrutinio fétido e impuro;
no se salva con fórmulas de apuro
y promesas llevadas por el viento.

No se salva con politiquería,
con votantes, fiscales, elecciones,
candidatos que hablan a porfía,

presidentes de mesas y padrones:
si Argentina ha de salvarse un día
ha de ser por un kilo de Miñones.

1 comentario:

ErmitañoUrbano dijo...

Felicitaciones por la pagina. Malvinas...Volveremos..yo espero estar como capellán...Dios y Patria o muerte¡¡¡¡¡