DE CHESTERTON
A 72 AÑOS DE SU MUERTE
Para muchos el 14 de junio es una fecha memorable. Habrá sin duda quien celebre apátridamente la rendición de Puerto Argentino, por la que tanto trabajaron y tejieron en la sombra, con el placer canallesco del mal nacido. Nosotros recordaremos ese dolor, ese nefasto momento del que se siguieron tantos males. Y también recordaremos que un 14 de junio, en 1936, moría alguien que fuera, sin forzar para nada los términos y en la hermandad profunda del espíritu, nuestro camarada.
Porque, entre otras cosas, eso también fue Gilbert K. Chesterton. Él hubiera aceptado alegremente el humilde título, con todas sus connotaciones de luchas, de vigilias, de cantos y de amistad. Porque nuestras banderas fueron las suyas. Porque si Inglaterra hubiera sido tal como él la entendía, no sería nuestra enemiga. Porque él sentía por Inglaterra el mismo dolor de patria que sentimos nosotros por la Argentina. Y porque quienes enlodan a una y otra son los mismos. Tuvimos los mismos enemigos, porque tuvimos los mismos amores.
Como católicos, nos enorgullece Chesterton, uno de los más grandes escritores del siglo XX, sin lugar a dudas, que dejó una obra monumental y profundísima, cuya lectura llena el alma de paz y de un profundo gozo. Sus libros llevan a Dios. Leyéndolos, se tiene la sensación persistente de que fueron escritos, cada página de ellos, en estado de gracia. Tal vez su gusto por Chesterton le haya valido al pobre Borges para que en el último momento afloje algo su ceguera; no de la de los ojos del cuerpo, por cierto.
Pero aunque la maquinaria titánica del mundo moderno no pudo, a pesar de todo, cubrir completamente la figura del gigante, hay zonas de su vida y de su obra que van quedando en la oscuridad. Y así se nos presenta un ingenioso escritor, un gordo simpático y ocurrente, buen pergeñador de paradojas y de cuentos policiales. Que lo era. Pero se soslaya su faceta de patriota, de hombre entregado ardientemente a la política. Chesterton encarnó el cristianismo en la realidad concreta de su país y de su gente. Algún dejo de tristeza o amargura que trasuntan algunos escritos se relacionan con el ámbito de la política. Era su tarea cotidiana, acompañando a sus amigos y a su hermano Cecil, cuya misión se impusiera continuar luego que éste muriera peleando voluntariamente en la Primera Guerra Mundial.
Y tanto significaba esto para Chesterton, que estaba convencido de que la historia reciente inglesa podría dividirse, más bien que entre la preguerra y la posguerra, entre antes y después del llamado “asunto Marconi”. Fue éste un negociado —o “ilícito”, diríamos hoy— que salpicó a la camarilla gobernante inglesa y contra el que los hermanos Chesterton y sus amigos arremetieron decididamente, con una esperanza que hoy nos parece ingenua. Por cierto que todo se tapó. La compañía Marconi se ocupaba de estaciones de radio. Hubo una considerable estafa en la que danzaron los hermanos Isaacs y el propio Lloyd George. Godfrey Isaacs era gerente de la compañía. Rufus Isaacs, su hermano, era fiscal de la corona. Puede verse un relato de los hechos en la “Autobiografía” de Chesterton y en el libro de Maisie Ward “Gilbert Keith Chesterton”, Buenos Aires, Poseidón, 1947. El combate judicial fue durísimo, con el resultado que sabemos. Rufus Isaacs fue elevado a la nobleza con el título de Lord Reading, posteriormente. Y Godfrey, paradójicamente, murió convertido al catolicismo. En 1918, concluida la guerra, Lord Reading (Rufus Isaacs) viaja a París en compañía de Lloyd George para asistir a la Conferencia de Paz. Chesterton publica en el “New Witness” del 13 de diciembre de ese año una carta abierta a Lord Reading que vale la pena rescatar. Tal será, a 72 años de su muerte, el recordatorio que le brindamos los nacionalistas argentinos. Decía Chesterton entonces:
Milord: Le dirijo una carta pública, pues se trata de una cuestión pública. Es improbable que le moleste a usted con una carta particular sobre una cuestión privada; especialmente sobre la cuestión privada que ahora ocupa mi espíritu. Sería imposible desconocer la ironía que, en estos últimos días, ha puesto término al gran duelo del asunto Marconi en que usted y yo, hasta cierto punto, representamos los papeles de segundos; esta parte personal del asunto terminó al hallar Cecil Chesterton la muerte en las trincheras, a las que había ido por su voluntad; y al ser rechazada la apelación de Godfrey Isaacs por los mismos tribunales a los que en otro tiempo apeló con éxito. Pero, créame, no escribo sobre ningún asunto personal; ni escribo, aunque parezca extraño, con ninguna acrimonia personal. Por el contrario, hay algo en estas tragedias que, casi contra lo natural, aclara y ensancha el espíritu; y creo que, en parte, escribo porque quizá nunca me sienta otra vez tan magnánimo. Sería irracional pedir su simpatía; pero me siento sinceramente impulsado a ofrecer la mía. Usted es mucho más desgraciado; pues se hermano todavía vive.
Al volver la vista hacia usted y su tipo de política, no lo hago entera y únicamente mediante la abstracción que, en momentos de pena, lleva a un hombre a mirar fijamente una mancha de los manteles o un insecto en el suelo. Me doy cuenta, por supuesto, con esa clase de insulsa claridad, de que es usted en la práctica una mancha en el paisaje inglés y de que los políticos que le ensalzaron figuran entre las cosas de la tierra que se arrastran. Pero siento ahora, con toda sinceridad, menos el humor de burlarme de las falsas virtudes que exhiben, que el de probar de imaginar las virtudes más reales que ocultan con éxito. En su caso de usted hay menos dificultad, por lo menos en una cuestión. Estoy dispuesto a creer que fue la dependencia mutua de los miembros de su familia lo que ha requerido el sacrificio de la diginidad e independencia de mi país; y que si está decretado que la nación inglesa ha de perder su honor, será en parte porque ciertos hombres de la tribu de Isaacs mantuvieron su propia extraña lealtad privada. Estoy dispuesto a contárselo como una virtud; según su propio código quizá interprete las virtudes; pero este hecho sólo sería bastante para hacerme protestar contra cualquier hombre que profese su código e interprete nuestra ley. Y sobre este punto de su posición pública, y no con motivo de sentimientos personales, me dirijo hoy a usted.
No se trata de antipatía hacia ninguna raza, ni siquiera de antipatía hacia ninguna persona. No promueve la cuestión de detestarle a usted; más bien promovería, de algún extraño modo, la cuestión de amarle a usted. ¿Se le ha ocurrido alguna vez cuánto tendría que amarle a usted un buen conciudadano para tolerarle? ¿Ha considerado cuán caluroso, y aun loco, ha de ser nuestro afecto para el determinado corredor de bolsa que, de algún modo, se ha convertido en Presidente del Tribunal Supremo, para ser lo bastante fuerte para hacérnosle aceptar como tal Presidente? No se trata de cuánto nos desagrada usted, sino de cuánto nos agrada; de si le amamos a usted más que a Inglaterra, más que a Europa, más que a Polonia, columna de Europa, más que el honor, más que la libertad, más que los hechos. No se trata, en resumen de cuánto nos desagrada, sino de hasta qué punto se puede esperar que le adoremos, muramos por usted, decaigamos y degeneremos por usted; que por su causa seamos despreciados, que por su causa seamos despreciables.
¿Consideró usted alguna vez, en un momento de meditación, cuán curiosamente valioso tendría que ser usted realmente para que los ingleses se desentendiesen de todas las cosas que usted ha corrompido y se mostrasen indiferentes a todas las cosas que puede usted destruir todavía? ¿Hemos de perder la guerra que ya ganamos? Esto, y no otra cosa, significa el perder la plena satisfacción de la demanda nacional de Polonia. ¿Existe algún hombre que dude de que la Internacional judía es adversa a esa plena demanda nacional? ¿Existe algún hombre que dude de que usted será favorable a la Internacional judía? Nadie que sepa algo de los hechos internos de la Europa moderna tiene la menor duda sobre cualquiera de estos puntos. Nadie duda si lo sabe, impórtele o no. ¿Imagina usted seriamente que los que saben, los que se interesan, son tan idólatras de Rufus Daniel Isaacs que toleran tal riesgo, que se expongan a tal ruina? ¿Tenemos que exaltar como representantes de Inglaterra a un hombre que es una burla contra Inglaterra? Esto, y no otra cosa, significa el hacer del ministro de los Marconis nuestro principal ministro en el extranjero. Es precisamente en esos países extranjeros con los que tal ministro tendría que tratar, donde su nombre sería, y ha sido, una especie de proverbio de pantomima como Panamá o la Estafa de Mar del Sur. Los extranjeros no fueron amenazados con multa y prisión por llamar pan al pan y especulación a la especulación; los extranjeros no fueron castigados por una ley sobre calumnias, completamente sin ley, por decir acerca de unos hombres públicos lo que estos hombres mismos tuvieron después que confesar públicamente. Los extranjeros fueron especuladores que realmente pudieron ver la mayor parte del juego, mientras nuestro público no veía nada; y no se divirtieron poco con él. ¿Habrá que dejar que en adelante se diviertan con todo lo que se diga o haga en nombre de Inglaterra en todos los asuntos de Europa? ¿Tiene usted la grave insolencia de llamarnos antisemitas porque no sentimos por un judío determinado un cariño lo bastante exagerado para hacernos soportar esto por él solo? No, milord; las bellezas de su carácter no nos cegarán hasta el punto de no ver todos los elemntos de razón y defensa propia; aun podemos dominar nuestros afectos; nuestro cariño por usted no llega a tal extremo. Aunque lo seamos todo menos antisemitas, no somos prosemitas de este modo peculiar y personal; aunque seamos amantes, no vamos a suicidarnos por amor. Después de pesar y evaluar todas sus virtudes, las cualidades de nuestro propio país toman su parte debida y proporcional en nuestra estima. No morirá por su causa.
No sabemos de qué manera siente usted mismo su extraña posición, ni hasta qué punto sabe que es una posición falsa. A veces he creído ver, en los rostros de hombres tales como usted, que sufren toda esta experiencia como irreal, siempre mascarada; con la misma sensación que yo tendría si por una suerte fantástica, en la antigua y fantástica civilización de la China, me viera elevado del Botón Amarillo al Botón de Coral, o del Botón de Coral a la Pluma de Pavo Real. Precisamente por lo grotesco de tales cosas quizá apenas las sintiera como incongruas. Precisamente por no significar nada para mí, acaso disfrutaría de ellas sin avergonzarme de mi insolencia como extraño advenedizo. Probablemente por no poder sentir su dignidad, no sabría qué había degradado. Mi idea puede ser equivocada; es sólo una de muchas tentativas que he hecho para imaginar y tener en cuenta una psicología extraña en este asunto; y si usted, y otros judíos mucho más dignos que usted, son prudentes, no descartarán como antisemitismo lo que quizá resulte el último intento serio por simpatizar con el semitismo. Tengo en cuenta su posición más que la mayoría de los hombres, más, sin duda alguna, de lo que la tendrán en cuenta la mayoría de los hombres en los días más sombríos que han de venir. Es absolutamente falso sugerir que yo, o un hombre mejor que yo cuya tarea heredo, deseamos este desastre para usted y los suyos; no les deseo tan horrible castigo. Daniel, hijo de Isaac, vaya en paz; pero váyase.
Suyo,
G. K. Chesterton
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