EL CAMPO
DE BATALLA
Por Antonio Caponnetto
Ante los gravísimos hechos que se están desencadenando, y que han destruido toda concordia social, tornando imposible la más elemental vigencia del bien común; y ante la penosa confusión generalizada, signo trágico de la hora que nos toca protagonizar, parece pertinente emitir un par de aclaraciones elementales:
1) El gobierno del aparato kirchnerista es el primer responsable de conducir el país al caos, por su insensata política de expoliación y latrocinio contra los genuinos intereses del campo argentino. En vano se invoca la custodia de los pobres, la inclusión social o la redistribución de las riquezas. Las mentadas retenciones no integran el circuito del bienestar de los pueblos, sino el Programa de Agronomía Mundial de la Fundación Rockefeller, al servicio del Nuevo Orden Mundial.
Este Programa —que dócilmente acata el kirchnerismo, inserto como está en la estructura del Imperialismo Internacional del Dinero— exige la extinción de las autarquías comarcales sostenidas en una economía agraria; como exige la quiebra de los pequeños y medianos productores, para que, asfixiados por los altísimos tributos fiscales, acaben sometidos a los grandes trusts agrícolas. Fundaciones como la Brookings Institution se ocupan expresamente en los Estados Unidos de monitorear esta estrategia, explícitamente contraria a la independencia agropecuaria de los países dominados. Por eso, las exacciones arrancadas violentamente a los productores no se ordenan al bienestar de las provincias sino, por un lado, al mantenimiento de la nutrida banda de parásitos obsecuentes que le garantizan la permanencia en el poder; y por otro, a los grandes lobbies internacionales de los que la yunta presidencial es su sirviente nativa.
No es casual que Cristina haya tomado prolijo y servil contacto con esos lobbies antes de presentarse a elecciones, y como garantía externa del éxito en las mismas. No son casuales las cercanas presencias y tutelas de Eduardo Elzstain, Julio Werthein o Marcelo Mindlin. Lo que motivó que, ya en marzo del 2007, la denunciáramos públicamente como Elizabeth Wilhelm, la idische mame del Régimen.
Que alguien les avise a los estultos sicarios del Gobierno —quienes declaman batirse contra oligarcas y agentes del Imperio— que están enrolados exactamente en el bando contrario al que creen pertenecer. Que alguien les avise a los usufuctuarios de la Financiera Madres de Plaza de Mayo S.A —dedicada al negocio vil de la sangre desaparecida y la memoria oficialmente fraguada— que una vez más, están en el costado sucio y ruin de la batalla. Que alguien, al fin, traslade a los mercenarios delíacos y pérsicos, a los primates moyánicos y al ganado bonafinense, hasta el corazón de los pueblos sublevados, hasta las acampadas ruteras y las misas de campaña, hasta el olor a pasto, ubre o mate amargo. Para que tomen abrupta y vergonzosa conciencia de que no hallarán allí a la oligarquía usurera, sino en el palco oficial del que rentadamente participan y medran. Acaso la náusea sea el adjetivo más suave para principiar la calificación de tanta bastardía.
2) Si por la lógica liberal y plutocrática que lo informa, propicia el Gobierno la desarticulación del campo, por el resentimiento marxista que moviliza y agita a sus personeros, está visceralmente en contra del contenido espiritual y religioso de la civilización rural. Ese mundo de significados tradicionales, de ritos aldeanos y ciclos litúrgicos; ese modo de medir las distancias por los vergeles, y el tiempo por las puestas de sol; ese cristianismo empírico y rubicundo de fervores marianos e impetraciones celestes; ese horizonte campesino bordado de cruces y de pendones patrios, le resulta incurablemente hostil a la cosmovisión materialista y dialéctica de los gobernantes. En todos los tiempos, el Magisterio de la Iglesia supo iluminar esta cuestión con abundancia de documentos alusivos.
Como en la Rusia aniquilada por el bolchevismo, el enemigo es el kulak, el señor de la tierra, el campesino libre con su familia y su aldea. Contra tan vivificadora presencia se alzó la máquina destructora de Lenin y de Stalin, cuyo último objetivo —como lo señalara Solzhenitsyn— era “destruir una forma de vida nacional y extirpar la religión de los campos”. Allí están los versos desgarradores de Sergio Esénin, para testimoniar que el daño inmenso causado al ruralismo por la revolución comunista, fue desterrar a ese Cristo campesino, ante cuya majestad se inclinaban los abetos, los pinos y los sauces para entonarle el ¡Hosanna!, ese Cristo divino labriego, frente al cual, hasta la niebla del pantano se hacía incienso en tributo de alabanza.
Por eso —y lo hemos escuchado y visto personalmente, amén de los registros televisivos— en las concentraciones rurales tan intensas y viriles de estos días, no han faltado espontáneas pero fundadas voces y pancartas que desenmascaran el carácter montonero del gobierno que los castiga y persigue. Es el modo local inequívoco de protestar el marxismo dominante. Es el guiño y la seña, suficiente entre nosotros, para avisar y advertir que son los rojos los responsables de esta embestida antinacional. Es la señal de que nadie se engaña sobre la trágica existencia de una tiranía, ejercida por antiguos terroristas devenidos en sátrapas.
Como todos los marxistas, los que conforman el kirchnerato no se inclinan ante los pobres que mentan para resolverles realmente su angustiosa situación. No se interesan por ellos caritativamente sino, como lo prescribía ladinamente Henri Lefebvre, en tanto les sirven de fuerza propagandística, de rehenes manipulables, de ocasión y excusa para ejercitar la demagogia populista, y el utopismo insensato de prometer que se acabará con la pobreza como quien promete que llegará inexorablemente el verano tras los rigurosos fríos. Los pobres de la retórica presidencial no son los del Evangelio, cuyas llagas pudieron cubrir los monarcas santos. No son siquiera los desharrapados a los que llega el asistencialismo filantrópico. Los pobres de las soflamas cristínicas —mientras exhibe impúdicamente sus derroches de cosméticos, ropajes y frivolidades exasperantes— son los mismos de los que hablaba hipócritamente Liu Chao Tchi en 1950: una clase a la que no hay que aliviar su miseria sino utilizar como pretexto político y fuerza de choque.
Entiéndase claramente. Ésta no es la gestión de Robin Hood —sacando retenciones a los poderosos para dar cobija a los débiles— sino la de profesionales de la usura, de la mafia, del delito y del homicidio, al servicio de la plutocracia internacional. No es la gestión del Caballero de Sherwood sino la de la damisela de los tugurios sionistas y los arrabales montoneros. Con ella como símbolo de la tragedia que padecemos, se constata una vez más lo que dijera el inolvidable Alberto Falcionelli: el capitalismo y el marxismo son ruptura en la historia. Ruptura de la Tradición, de la Fe, de la Nacionalidad y de la Decencia.
3) No es veraz ni es justo el criterio oficialista de poner en práctica una supuesta redistribución social a partir de las retenciones capturadas al campo, legitimando así el incremento desmedido de las mismas. No porque no deba regir el principio de subsidiariedad y el más elemental sentido de la amistad social. No tampoco porque no sea el primer deber de los ricos el ayudar a los más necesitados. Sino porque se trata sencillamente de un robo estatal, bajo el juramento —siempre lejano, siempre incumplido— de destinar el monto de lo robado a presuntas obras de bien público. Una cosa es la hipoteca o función social de toda propiedad, a la que solía referirse Juan Pablo II, y otra cosa es el bandolerismo del Estado cercenando las genuinas posesiones privadas. No pierde el ladrón su condición de tal, si le promete a la víctima del despojo que construirá un hospital en su barrio con el fruto del saqueo al que lo ha sometido violentamente. No abandona el pirata su indignidad si anticipa que el botín sangrientamente tomado se aplicará a una escuela edificada en el sitio donde se consumó la tropelía. Además, y aún aceptando esta modalidad de desvestir a los que tienen para vestir a los desnudos, los sectores de mayor rentabilidad y menos riesgos hoy, en la Argentina, no son los productores agropecuarios sino los de la recua de coimeros, timberos, financistas y profesionales de la usura, que conforman el cuadro partidocrático, ideológico y paramilitar de la tiranía kirchnerista.
Tampoco existe una soberanía alimenticia que el Gobierno haya decidido custodiar, ni una comida convertida en el supremo e intangible bien ante el que debería cesar toda joda, según el lenguage procaz y raído de uno de los golfos menores de la política estatal. Nada prueba mejor el materialismo en el que están sumidos estos autócratas que esta perspectiva naturalista e inmanentista, según la cual se pueden derramar sobre el lodo todos los bienes sacros y honestos, el Orden Natural y el Orden Sobrenatural entero, pero quien se meta con los lácteos y las reses, sea anatema. Bien está que los hombres de una tierra cuiden el pan, lo compartan y lo bendigan, por aquello que decía Saint-Exupéry: “haz que los hombres compartan el pan y los harás compañeros”. Pero la soberanía consiste precisamente en que esos hombres prefieran señorialmente la Verdad y la Justicia, antes que “la opulencia de sedentarios saciados como el ganado en el establo”. La soberanía de una patria no se mide por el aumento del consumo, ni por el incremento del parque automotor, ni por la cantidad de restaurantes o de plasmas visitados o comprados en el centro de Buenos Aires. Tampoco se dan por superadas las crisis y por alcanzadas las grandezas nacionales, fraguando índices de progresos económicos en los laboratorios estadísticos del Régimen.
Lo que está en juego —sépanlo de una vez, actores y espectadores de esta justísima reacción del campo argentino, sépanlo vigorosos chacareros o responsables de las entidades agrarias, sépanlo quienes embanderan los tractores o los que recopilan firmas en las ciudades, sépanlo al fin los pastores cobardes o los pocos curas decididos que se hacen presentes por su cuenta en las resistencias provincianas—; lo que está en juego no es un dígito móvil, ni un producto o insumo, ni un ingreso fiscal, una ruta cortada o un artículo de la Constitución. Mucho menos la defensa de la perversión democrática. Es la existencia misma de la Argentina. Para que ella recupere su existencia es necesario combatir a la maldita, enloquecida y furiosa tiranía que la tiene atenazada y cautiva. Tiranía de incendiarios y mentirosos, de hipócritas e ignorantes, de facinerosos y malvivientes, de segadores y atropelladores de las libertades concretas. Tiranía del número y del garrote vil, de los criminales de guerra otrora —guerra subversiva y revolucionaria— devenidos ahora en funcionarios. Tiranía de amorales, ateos y apátridas, unidos todos bajo el común y repugnante sello del resentimiento. El resentimiento: esa “ira ulcerada”, como la definiera Castellani, “mezclada de envidia, de soberbia y encima a veces de pereza. Veneno que es como una herida enconada y después gangrenosa”. No es antojadizo saber, agrega Castellani, que Cristo fue crucificado bajo el mandato de Tiberio, “el resentido del año 33”.
El campo libra su batalla, y es legítima y justa, ejemplar y honorable. Pero hay un campo de batalla, en el que se dirime un dilema más hondo y más trascendente. En ese campo debemos encolumnarnos los argentinos bien nacidos, los habitantes de la ciudad y campaña, como dijera Rosas. En ese campo de batalla queremos permanecer y persistir, sin que nos amedrenten las bravuconadas disfónicas de los palurdos regiminosos. Por Dios y por la Patria. Hasta que la tierra yerma reconozca como propia el florecer del lirio y de la espiga, el galope sonoro y el espejo angelado de la perenne Cruz del Sur.
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