LA SANTIDAD NO ES OFICIALISTA
La paradoja de la Historia, dice Gilbert K. Chesterton en su “Santo Tomás de Aquino”, es que cada generación es convertida por el santo que más la contradice. Si viviese Chesterton en nuestros días, amén de alegrarse con la beatificación de Ceferino, podría mostrarnos con claridad cómo la figura del “santo de la toldería” nos llega justo ahora, después de tantos años de espera, como especialísimo signo para la conversión de nuestra pobre Patria.
Intentaremos, de la mano del amigo Gilbert, seguir esa idea para entender lo providencial de esta beatificación y qué es lo que nos dice a nosotros hoy.
“El santo es una medicina, porque es un antídoto —dice en el mismo libro—. Y en verdad, ésa es la razón por la cual el santo es de ordinario mártir; se lo toma por veneno porque es un antídoto. Sucede de ordinario que él vuelve al mundo a sus cabales, exagerando lo que el mundo olvida… Sin embargo cada generación busca su santo por instinto y éste no es el que la gente quiere, sino lo que necesita”.
La indiferencia oficial ante la beatificación (uno de los grandes hechos en la historia de la Iglesia en Argentina) parecería contradecir esto último, pero por otro lado, ¿desde cuándo la santidad es oficialista?
La primera pregunta que al enterarse de la buena nueva se hicieron muchos fue: ¿qué hizo Ceferino? Y la respuesta, podría sorprender, porque en su corta vida no encontramos nada especialmente prodigioso. Vivió poco, tuvo un sueño que nunca llegó a cumplir, sufrió mucho y murió lejos de sus mayores afectos. Quizás podríamos nombrarlo el patrono de los fracasados… humanamente hablando, porque en lo sobrenatural, las cosas son distintas. No es hombre el que construye su santidad, sino es el Señor, quien con el asentimiento de ese hombre, el que hace las maravillas. Maravillas que se dan en primer lugar en la interioridad, y que a veces, sólo a veces, se reflejan exteriormente. Éste es el caso de Ceferino.
CRISTOCENTRISMO, NO INDIGENISMO
Podríamos decir que la primera nota de su santidad es su “cristocentrismo”. Constantemente reconoce las maravillas que obró en él Nuestro Señor, y como es justo y agradecido, su obsesión será transmitirles a los demás, especialmente a sus paisanos, cuál es la fuente de sus alegrías y consuelos.
“Quiero ser útil a mi gente”, le dijo a su padre, el temible Cacique Manuel Namuncurá, y rápidamente se dará cuenta de que la mejor forma de ayudar al prójimo es enseñarle la Verdad, “la mayor obra de caridad”, como dice Santo Tomás.
En el año 1900 escribió: “Algún día, cuando sea grande, también le ayudaré a Monseñor Cagliero a convertir a los indios. Los pobres que están allí no saben que hay Dios, no saben que Jesucristo derramó su sangre para salvarnos. Yo tampoco lo sabía…”
Es un enamorado de la Verdad y, por lo tanto, un verdadero misionero. Y aquí está nuestra primera paradoja: un santo que nos remarca lo que muchos cristianos argentinos nos olvidamos: que sólo Cristo salva y que sólo en Él encontraremos la salida para nuestra crisis. Beato Ceferino, haznos creyentes de verdad.
“Debo aprender mejor que todos el Catecismo, porque tengo que enseñárselo después a mi gente. Éstos no saben estas lindas cosas; por eso son malos y se pierden”, dijo alguna vez, y ¡que no lo escuche “el buen salvaje” de Rousseau! Si nos viera ahora, pobre Ceferino, lo diría con mayor dolor y no sólo a los de su tribu.
De la primera “contradicción”, saltamos a esta otra. Hoy está de moda un indigenismo que poco favor les hace a nuestros hermanos. Desde ya que ese indigenismo es hijo de ideologías de “huincas” que por sabidas ni vale la pena mencionar. Lo malo es que —como tantas otras tergiversaciones— el mal indigenismo parece que se impone como un nuevo dogma sostenido por la mentira histórica y, lo que es más grave, entre nosotros por el error teológico. En vez de enorgullecernos por llevar la cruz, nos preocupamos por ocultarla.
¡Y ahí está Ceferino para recordarnos que eso es una verdadera maldad! En su vida podemos ver los males que sufrieron él y su gente por culpa del liberalismo y los bienes sin número que recibieron de Jesucristo; constantemente se va a preocupar por dejarlo en claro en sus escritos.
Podría haber dicho como San Gregorio: “si no fuese tuyo, oh Cristo mío, esta vida sería un abuso”. Beato Ceferino: haznos agradecidos y estudiosos. Sí, porque en ese “debo estudiar” también vemos otra de nuestras llagas: la ignorancia presuntuosa del que cree saber, pero que nunca se preocupó por saber.
NO NOS DEJES CAER EN LA CIVILIZACIÓN
Nada más contrastante, entonces, que su figura, frente al estereotipo argentino. La puerta de entrada a la santidad de Ceferino podríamos decir que fue su humildad y simplicidad; puerta por la que él entró y por la que deberíamos entrar los argentinos como ese antídoto necesario. La humildad es realismo frente a nuestra realidad y es la única forma de mejorar. Beato Ceferino: haznos humildes, porque no lo somos y ahí está una de las raíces de nuestra decadencia.
Su humildad estaba de la mano de una profunda alegría y amabilidad. Ceferino hubiera podido escribir como lema entre sus versos esta estrofa del poema de Belloc: “La cortesía es mucho menos / que la intrepidez del corazón o la santidad /pero, bien meditado, yo diría / que la gracia de Dios está en la cortesía” (aunque esto debo aclarar que también lo robó y ya lo dijo G. K. Chesterton sobre San Francisco).
Y es curioso pensar, siguiendo nuestra línea, si los argentinos somos o no corteses. Si nos dividimos sarmientinamente entre bárbaros y civilizados, deberíamos señalar la cortesía como una cualidad bien gaucha, bien “bárbara” y la prepotencia más bien algo propio del porteño civilizado (aunque la globalización nos uniforme para peor). Beato Ceferino: no nos dejes caer en la “civilización”.
La cortesía ceferiniana, también fruto de una profunda alegría del corazón. De hecho, los primeros testimonios en el proceso de Ceferino hacia los altares remarcan siempre esta cara, también paradójica frente al mundo. “El príncipe de las Pampas”, tal como lo llamaron los diarios italianos al señalar su llegada a la península, era más que pobre, se sabía en camino a una muerte próxima e inexorable, sus sueños nunca se iban a poder cumplir y, sin embargo, siempre se lo veía con una sonrisa, fruto de la Esperanza.
También eso nos está marcando un camino hoy en esta Argentina hundida en los fracasos. Si leemos los diarios nos damos cuenta que peor no podemos estar; si nos ponemos a hacer cuentas humanas, parece que todo está perdido, ¿nos obliga eso a una triste mueca melancólica?
El “celo amargo” es una tentación fuerte en estos días, pero si es “amargo”, es signo de que es un error. Ceferino nos responde con una sonrisa de corazón, porque de última, como diría el cura Castellani, “por nosotros, Dios trampea”. “Jugaba en buena lid / luchó su lucha limpia como un Cid / escondida en la manga la gran carta / de la resurrección. Muertos, reíd. / Reíd de la Natura. Dios descarta… / De su ley inflexible de pelea / burlaos. Por nosotros, Dios trampea”.
El Papa acaba de decir en su última encíclica que la actual “crisis de la Fe” es ante todo crisis de esperanza. Y Ceferino —también en esto— es nuestro remedio y nuestro antídoto.
Toda la Argentina bien nacida debería haber festejado de corazón esta beatificación. Lo cierto es que no lo hizo. No digo que había que irse hasta Chimpay, porque para muchos era algo imposible, pero sí hubiese sido justo que en cada diócesis, en cada parroquia, en cada escuela católica se hubiese vivido con alegría y esperanza. La indiferencia es una maldad indigna de nuestra sangre, pero también es una triste realidad.
En fin, alguna vez escribimos sobre la Argentina como esperanza del mundo, pues bien hoy podíamos pensar en el Beato Ceferino Namuncurá como esperanza de nuestra Patria: marca una huella y promete un milagro.
Ora pro nobis.
Franco Ricoveri
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