TERCER DOMINGO DE
PASCUA
En aquel tiempo dijo Jesús a sus
discípulos: «Dentro de poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis
a ver, porque voy al Padre». Entonces algunos de sus discípulos comentaron
entre sí: «¿Qué es eso que nos dice: "Dentro de poco ya no me veréis y
dentro de otro poco me volveréis a ver" y "Me voy al Padre"?» Y
decían: «¿Qué es ese "poco"? No sabemos lo que quiere decir.» Se dio
cuenta Jesús de que querían preguntarle y les dijo: «¿Andáis preguntándoos
acerca de lo que he dicho: "Dentro de poco no me veréis y dentro de otro
poco me volveréis a ver?" En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os
lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se
convertirá en gozo. La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha
llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del
aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo. También vosotros
estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra
alegría nadie os la podrá quitar.»
Desde el día de hoy la Iglesia dirige nuestra mirada a los misterios de
la Ascensión de Cristo y de Pentecostés.
Con el dramatismo que le es tan propio, nos considera en este tiempo
pascual disfrutando con los Apóstoles de la compañía de Jesús; pero previendo
la separación impuesta por la Providencia, procura prepararnos poco a poco a
ese penoso trance, a fin de que, al quedar solos y faltos de la asistencia del
adorado Maestro, no echemos de menos su consejo y aliento.
Con mucho acierto nos da a rumiar la Iglesia, en las semanas que
preceden a la Ascensión, el sentidísimo discurso de despedida del Salvador.
Este discurso fue pronunciado, es verdad, con miras a la separación de
Jesús y sus discípulos por la tragedia del Calvario; pero, puesto en boca del
Divino Maestro en estos Domingos, mira a la despedida que realizará
místicamente el día de su subida a los cielos.
Oigámosle atentos.
Jesús mira el futuro envuelto en negros nubarrones para los suyos. No quisiera
amargarnos la dulzura del momento presente; pero cree necesario prevenirnos, y
lo hace, aunque a su pesar.
Sin embargo, al entreabrirnos el cuadro de tristezas que nos esperan,
deja también caer una gota de bálsamo en nuestro pecho asustadizo, gota que suavizará
las asperezas de nuestra triste situación.
En verdad, en verdad os digo, que vosotros lloraréis y plañiréis; os contristaréis,
pero... no temáis, vuestra tristeza se convertirá en alegría. Padeceréis
tristeza; pero... Yo volveré a visitaros, y vuestro corazón se bañará en gozo. Modicum; Un poquito nada más...;
luego me volveréis a ver...
¡Gloria sea dada a Cristo, que así cuida de los suyos!
Modicum. Un poquito. He aquí el consuelo que nos brinda el Señor este Domingo.
Fuertes serán las luchas de la vida del cristiano; duras las pruebas;
amargo el vivir... Pero no importa; no se trata más que de un corto intervalo
de separación. Modicum... Luego vendrá a visitarnos Jesús, para triunfar,
instalar su Reino y llevarnos a gozar eternamente consigo.
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Pero..., seamos sinceros...; ¿no nos avergonzamos al escuchar la palabra
de consuelo que hoy nos dirige el Señor? ¿No es verdad que preferiríamos que
Jesús hubiese substituido ese modicum por un larguísimo plazo...? ¿Que en vez del poquito
de tiempo
en el destierro nos hubiese prometido un largo período en este mundo, aunque
fuese de llanto, y tanto mejor si fuese de gozo?
Sabemos y confesamos que este mundo es un valle de lágrimas; y, no
obstante, cometemos la locura de aclimatarnos a él; y tanto, que nos resultan
dulces y agradables esas lágrimas.
No se nos oculta que la vida mortal es un destierro, que nuestra Patria
está más arriba de este velo inmenso que cubre la tierra; y sin embargo, amamos
tanto el destierro, que nos asustamos de pensar en el momento de trasladarnos a
la Patria.
Estamos convencidos de que el alma se halla aquí como encerrada en una
cárcel; y, a pesar de ello, pretendemos que se retarde la hora en que se rompan
las prisiones y las ligaduras que la esclavizan, y pueda volar libre a las
alturas...
¡Pobres de nosotros! ¡Qué inconsecuentes somos!
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Cuán de otra manera pensaban los primitivos cristianos. La vida de
persecución continua les obligaba a mirar con ansias al Cielo, les hacía
repetir continuamente el Maranatha, Veni, Domine Jesu, ¡Ven, Señor Jesús!
Lo peor es que ni siquiera basta la crisis más espantosa de toda la
historia de la sociedad y de la Iglesia...; no son suficientes las
persecuciones morales más crueles...; no alcanza el estado servil al que nos ha
reducido la revolución para desapegarnos del amor de la tierra e inspirarnos
ansias del Cielo.
Por ventura, ¿no vivimos el preludio de lo que será el dominio de las
dos bestias del Apocalipsis? ¿Era acaso más tranquila la vida de los primitivos
cristianos de lo que es la nuestra? ¿Y qué? ¿Produce la tribulación en nosotros
lo que obraba en los fieles de las catacumbas? ¿Nos hallamos ahora más
desasidos de las cosas de este mundo, de esta inconstante vida, que los
mártires que iban cantando al circo romano para ser destrozados por las fieras?
Lo que sucedía es que aquellos católicos practicaban la virtud de
Esperanza.
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La Esperanza es la virtud que encuadra al cristiano en su verdadero
marco, que le da el sentido propio de su profesión de Fe.
Esa virtud es la que nos presenta hoy la Liturgia. La Iglesia quiere
que nos sintamos en la tierra como extranjeros y peregrinos, fijando nuestras
ansias en la otra vida, y no en deseos mundanos y carnales.
Recordemos aquellas frases tan consoladoras como apremiantes del
Apocalipsis y que se refieren a las grandes promesas hechas a los que
guardan la Palabra de Dios en medio del olvido general de ella:
El vencedor será así revestido de blancas vestiduras
y no borraré su nombre del libro de la vida, sino que confesaré su nombre
delante de mi Padre y de sus Ángeles...
Pronto vengo; guarda firmemente lo
que tienes para que nadie te arrebate la corona...
Vengo pronto, la palabra
que abre y cierra el Apocalipsis.
Guarda firmemente lo que tienes, otra vez la
consigna del Tradicionalismo. No es tiempo ya de progreso, cambio o evolución.
Y cuando el mundo pretenda oprimir nuestro corazón, el Ángel del
consuelo, enviado del Cielo, nos recordará la palabra del Señor: Modicum... ¡Sólo un poquito de tiempo!
Así vive el verdadero cristiano. Por eso los santos podían decir: ¡Oh,
qué larga es esta vida! ¡Qué duro este destierro! (Santa Teresa).
Trabajemos para que sean tales nuestros sentimientos, y conformes a
ellos nuestras obras.
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La Santa Liturgia nos recuerda en el Aleluya que Convenía que Cristo
padeciese y resucitase de entre los muertos, y así entrase en su gloria.
La Iglesia nos presenta el ejemplo de Jesucristo. También Él lloró y
gimió, mientras el mundo gozaba; sufrió hambre y sed, mientras el mundo se
hartaba; murió pobre y desnudo, mientras los grandes de este mundo se mofaban
de Él.
Pero a las lágrimas siguió el gozo inefable. Al levantarse victorioso
del sepulcro, hiriendo de terror a los guardias, los días de luto se
convirtieron en una eternidad de dicha.
A sus enemigos, en cambio, quedaba el eco de aquellos anatemas: Ay
de vosotros los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo en el mundo. Ay de
vosotros, los que andáis hartos, porque sufriréis hambre. Ay de vosotros los
que reís, día vendrá en que os lamentaréis y plañiréis.
Líbrenos Dios de pertenecer al número de estos desgraciados. Queremos
correr la suerte de Cristo..., que su ejemplo sea luz que nos guíe por las
sendas de esta vida.
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Contemplemos de nuevo a Jesús pronunciando su discurso de despedida. Con
una frase gráfica descubre el porvenir amargo que se reserva para el que le sigue,
al mismo tiempo que no oculta el camino de rosas que espera a los mundanos: Vosotros
lloraréis y plañiréis, mientras el mundo se regocijará.
Pero añade: Yo volveré a visitaros, y vuestro corazón se llenará de gozo.
Quedan bien descriptas dos concepciones muy distintas de la vida: la
del cristiano, para quien la existencia terrena es lucha severa; y la del
mundano, que concibe los cortos años de su paso por este mundo como una orgía
continua.
Así se han formado esas dos entidades morales que llamamos:
Cristianismo y mundo.
El mundo goza; el hijo de Dios lucha con valor y gime.
Esa lucha se aumenta, además, por la guerra que el mundo, animado por
el averno, ha declarado a los portavoces del nombre de Cristo, como queriendo
contribuir por su parte a dar realidad al anuncio del Salvador: Vosotros
lloraréis y plañiréis.
Sin embargo, las lágrimas de los cristianos encubren el gozo verdadero,
y las destempladas risas de los mundanos abrigan la tristeza más profunda.
Acerquémonos, si no, al interior de los mundanos, y examinemos lo que
les queda de positivo de todas sus festicholas, y no hallaremos otra cosa que tristeza
y aflicción de espíritu.
Es condición del apetito el no saciarse, el desear siempre más. Por eso
sucede al mundano que aunque se zambulla en un mar de goces, sale cada vez más
sediento.
El avaro, no llega nunca a adquirir su última moneda. El que busca honores,
ansía siempre subir más alto. El lujurioso, ni siquiera en lo más abyecto de su
postración dice basta. La mujer que alimenta pensamientos de vanidad, no
descansa en su afán de pasar por ídolo y dejarse adorar.
Todos se mueven en el torbellino del desasosiego, al propio tiempo que
oyen allá en lo íntimo de su corazón la voz fatídica que les avisa de cuan
efímero es aquello que ambicionan; voz que les sumerge en la desazón más inquietante.
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Eso son los goces del mundo. Cambiemos la hoja; dirijamos nuestra
mirada a los que viven en medio de cruces, y la estampa se transformará por
completo.
Los encontramos rebosando de paz y tranquilidad; participando ya del
gozo indecible del Espíritu Santo.
Preguntémosles, no si quieren cambiar su vida por la del mundano que prospera,
ya que tal pensamiento les horrorizará, sino simplemente si desean mitigar sus
penas, y oiremos cómo contestan a coro: ¡Lejos de mí gloriarme en otra cosa que
en la Cruz de Cristo!
Y es que en la Cruz del cristiano hay infinitamente más goce que en el
febril regocijo del mundano, aunque parezca paradoja.
El justo posee la paz que engendra la virtud; el malvado se deshace en
la inquietud que traen consigo su agitada vida, sus locas pretensiones, sus
ansias nunca cumplidas.
Por último, conviene que reflexionemos en una verdad contenida en las
palabras de Nuestro Señor.
Las alegrías de los mundanos incuban una tristeza mortal, que saldrá a
luz el día de su muerte, para durar por toda una eternidad.
Las lágrimas de los justos, en cambio, encierran en germen un goce sempiterno,
que amanecerá, asimismo, el día en que termine la farsa de este mundo.
Muy plásticamente nos lo ha enseñado el Salvador al comparar a los
suyos con la mujer que da a luz en medio de dolores de parto; dolores que
olvida con la vista del infante recién nacido.
Si pensáramos de este modo, no se escaparía de nuestros labios aquella queja
que repiten con tanta frecuencia los cristianos tibios, cuando envidian la
prosperidad de los mundanos, parangonándola con los sucesos adversos que suelen
ser el pan cotidiano de los justos.
Desengañémonos. Hasta el fin de los tiempos ha de ser una realidad
aquel anuncio del Salvador: Vosotros lloraréis... el mundo reirá.
Tratemos de robustecer nuestra fe y nuestra esperanza; de convencernos de
que en este mundo no nos esperan dichas, sino penas; pero que en esas cruces se
halla la verdadera alegría; y que ellas engendrarán un goce sempiterno.
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Mientras nos acercamos hoy a comulgar, volvamos a recrear nuestros
oídos con el armonioso son del Modicum. Un poquito y me veréis.
La visita que nos hace hoy el Señor es como un anticipo de la que nos hará
después del poquito de tiempo de nuestra vida; y el gozo que con la presente
visita percibimos, es como un preludio del gozo eterno que recibiremos en la
gloria.
Pidamos a Jesús Sacramentado que nos aficione a aquellos goces y nos
infunda la dulce nostalgia de la Patria.
Haz, Señor, que estos misterios mitiguen en nosotros los deseos
terrenos, y nos enseñen a amar los celestiales (Secreta).
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