SENTIMIENTOS DE
MARÍA SANTÍSIMA EN
LOS AÑOS DE VIDA OCULTA
De la Santísima
Virgen es de quien principalmente alcanzaremos la participación en las gracias
que Jesucristo nos mereció con su vida oculta en Nazareth. Nadie conoce tan
bien como la humildísima Virgen cuántas y cuáles fueron esas gracias, porque nadie
recibió tantas como Ella. Esos años debieron ser para la Madre de Jesús una
fuente inagotable de gracias de inestimable valor. Al pensar en esto, uno se ve
como deslumbrado y sin palabras para traducir las intuiciones que se agolpan en
los umbrales del alma.
Reflexionemos algunos
momentos en lo que debieron ser para María Santísima aquellos treinta
años. Tantos gestos y palabras,
tantas acciones de Jesús, tuvieron que ser para Ella verdaderas revelaciones.
Sin duda que había en
todo eso algo incomprensible, aún para la Santísima Virgen; no se puede vivir
en contacto continuo con el infinito, como Ella lo hacía, sin sentir y a veces
como palpar el misterio. Mas, ¡qué luz tan abundante y tan clara bañaba su
alma! ¡Qué acrecentamiento ininterrumpido de amor debió de obrar en su corazón
inmaculado aquel trato inefable
con Dios que trabaja y la obedece en todo!
María vivía allí con
Jesús en tal unión que excede a cuanto se puede decir. Los dos forman un todo;
el espíritu, el corazón, el alma, todo el vivir de la Virgen estaba en perfecta
armonía con el espíritu, con el corazón, con el alma y con la vida de su Hijo. Su
existencia era, por decirlo así, una vibración pura y perfecta, serena y muy
amorosa, de la vida misma de Jesús.
Pues bien, ¿de dónde
venía a María esta unión, este amor? De su fe. La fe de la Virgen es una de sus
virtudes más características.
¡Qué fe tan admirable
y de confianza plena en la palabra del Ángel! El mensajero divino, San Gabriel
Arcángel, le ha venido a anunciar un misterio inaudito que sobrepasa y
desconcierta a la naturaleza: la concepción de todo un Dios en el seno de una
Virgen. Y ante eso, ¿qué es lo que responde María? “He aquí a la sierva del
Señor; hágase en mí según tu palabra” (San Lucas I, 38). Si María mereció ser la Madre del
Verbo Encarnado, fue precisamente por haberle dado el asentimiento total a la
palabra del Arcángel: “Concibió antes en la mente que en el cuerpo” (San Agustín).
Jamás vaciló la fe de
María en la divinidad; en su Hijo Jesús verá siempre al Dios Infinito.
Y, sin embargo y a
pesar de todo esto, ¡a qué pruebas no fue sometida su fe! Su Hijo es Dios, y el
Ángel le tiene dicho que ha de ocupar el trono de David y que Jesús ha de ser
un signo de contradicción y motivo de ruina y también de salvación; María
tendrá que huir a Egipto para librar al Niño de las furias del tirano Herodes;
durante treinta años, su Hijo, que es Dios y que viene a redimir el género
humano, vive en un pobre taller, en una vida de trabajo, de sujeción, de oscuridad.
Más tarde verá que a su Hijo lo odian a muerte los fariseos, lo verá abandonado
por sus mismos discípulos, en manos de sus enemigos, colgado en una cruz,
colmado de sarcasmos, hecho un abismo de sufrimientos. Le oirá gritar su
abandono por el Padre, pero su fe seguirá inquebrantable. Hasta el pie de la
cruz su fe brilla en todo su esplendor. María reconocerá siempre a su Hijo como
a su Dios, y por eso la Iglesia la aclama la “Virgen fiel” por excelencia: Virgo fidelis.
Esta fe es la fuente
de todo el amor de María para con su Hijo, y la que la hace estar siempre unida
con Él, aun en los dolores de su pasión y de su muerte.
Pidamos a la Virgen
que nos consiga esta fe firme y práctica que remata en el amor y en el
cumplimiento de la voluntad divina: “He aquí a la sierva del Señor; hágase
en mí según tu palabra”;
estas palabras resumen toda la existencia de María; ¡que ellas también
gobiernen las nuestras!
Esta fe ardorosa que
era para la Madre de Dios una fuente de amor, era también causa de gozo. Nos lo
enseña el Espíritu Santo, que sirviéndose de Isabel la proclama “bienaventurada
la que creyó” (San Lucas
I, 45).
Lo mismo será con
respecto a nosotros. San Lucas nos cuenta que a continuación de un discurso del
Señor a las turbas, una mujer, levantando la voz, exclamó: “Dichoso el
vientre que te llevó y los pechos que te alimentaron”. Y Jesús dijo: “Más bien, dichosos los que
oyen la palabra de Dios y la practican” (San Lucas XI, 27). Jesús no contradijo en manera alguna
la exclamación de la mujer judía; pues qué, ¿no fue Él quien inundó de alegrías
incomparables el corazón de su Madre?
Únicamente quiere
enseñarnos dónde se encuentra el principio de la alegría, lo mismo para
nosotros que para Ella. El privilegio de la maternidad divina es algo único;
María es la criatura insigne que Dios escogió, desde toda la eternidad, para la
asombrosa misión de ser la Madre de su Hijo: ahí está la raíz de todas las
grandezas de María.
Pero Jesucristo
quiere enseñarnos que así como mereció la Virgen las alegrías de la maternidad
por su fe y por su amor, podemos participar también nosotros, no ciertamente en
la gloria de haberle dado a luz, pero sí de la alegría de concebirlo en
nuestras almas. ¿Cómo alcanzaremos esta alegría? “Escuchando y practicando
la palabra de Dios”. La
escuchamos por la fe, la practicamos, cumpliendo con amor lo que ella nos
manda.
Tal es para nosotros,
como para la Virgen, la fuente de la verdadera alegría del alma; tal el camino
de la verdadera felicidad. Si después de haber inclinado nuestro corazón a las
enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo, obedecemos a sus órdenes y permanecemos
unidos con Él, nos amará tanto —y es Jesucristo quien lo afirma—
como si fuésemos “su madre, su hermano y su hermana” (San Mateo XII, 50).
¿Qué unión más estrecha
y más fecunda podíamos desear?
Dom
Columba Marmión
(Tomado de su libro “Jesucristo en sus misterios”)
2 comentarios:
De los sermones mas profundos que he leído en mi vida. ¡ Gloria a Dios !
CD
¡Que bellas son las reflexiones de este santo varon, orgullo de la Iglesia Catolica y de la Verde Eire!
Pehuen Cura
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