LA
CICATRIZ
Suele hablarse
corrientemente de malos y buenos enfermos, entendiéndose por estos últimos a
aquellos que cooperan con sus médicos, que ponen tesón para salir del trance, y
que —sin demasiadas quejas— son dóciles a las indicaciones requeridas, aunque
resulten exigentes y dolorosas. No es una caracterización completa, pero resulta
adecuada.
Cristianamente
hablando, sin embargo, el buen enfermo posee otras cualidades, principalmente si
el daño que lo aqueja puede poner en riesgo su vida. Por lo pronto se pondrá en
paz con Dios, pedirá sacramentos y plegarias que lo encomienden y, sobre todo,
aceptará con humilde resignación su condición de creatura transitoria,
vulnerable y frágil, como somos todos los mortales. Quien estudie —como lo ha
hecho, por ejemplo Emilio Mitré Fernández en su La muerte vencida— la actitud que solía
tener el hombre medieval frente a la infirmitas y al desenlace fatal de la
misma, se hallará con la prevalencia de un talante piadoso, que todo lo
contemplaba sobrenaturalmente.
Es que para un
católico serio, que aplique el principio de la analogía, el primer grado de
salud lo ocupa la sobrenatural; el
segundo, la espiritual o mental, y
recién el tercero la salud corporal.
Si la enfermedad de la primera es el pecado y el de la segunda el error, el de
la tercera lo es cualquier morbo que ande causando daño al organismo. Pero como
bien ha notado el Padre Basso, de la mano de Santo Tomás, el desorden y la
desproporción consisten en preferir esta última salud a las anteriores. Así como
en desaprovechar la enfermedad del cuerpo para no meditar en las otras que tanto
más necesitan de nuestra cura. Es el eterno tema tratado en el episodio del
paralítico, y resuelto, claro, por la palabra veraz de Jesucristo. Lo más
importante es salvarse, no abandonar la camilla y regresar caminando a la
casa.
Como era
previsible, tratándose de una mujer vulgar e irreligiosa, ninguna de estas
consideraciones se hizo presente en Cristina de Kirchner desde el instante en
que anunció su dolencia. Y si no ha titubeado en capitalizar ideológicamente la
muerte de su propio esposo, tampoco dudó en hacerlo con su afección. Aquel
campamento brutal y simiesco,instalado ante las puertas del Hospital Austral
durante los días de su internación,y los comunicados del vocero oficial —quien
con tono de relator futbolístico iba narrando la goleada contra el
cáncer,celebrada por los barras— quedará grabada a fuego en las crónicas de la
abyección y del grotesco.
En rigor,la actitud personal y politica
de la presidenta ante el achaque
fue tan degradante como la que suele ostentar de ordinario. Para ella y ellos —exhibicionistas de éxitos
mundanos y de vanaglorias terrenas— no existe nada parecido a la contemplación
de las postrimerías, al ofrecimiento del dolor, a la situación límite del alma
contrita y suplicante. La democracia es el carnaval, con mascaritas obligadas a
fingir esplendor aunque estén carcomidas por dentro. Y Cristina, claro, en el
núcleo más infamante del corso, debe conservar esa burlona risa de acróbata, de
la que habla Bergson, para hacerle creer a la plebe que tras mil acrobacias nada
puede pasarle. Sea la suya un alma sin Cuaresma, sin atrición, sin
anonadamiento, sin genuflexión ante el Autor de la Vida y de la Muerte, y que sepa Él donde
alojarla cuando traspase los lindes de la tierra.
Pero faltaba lo
peor y sucedió. En su primera aparición pública —tras el rescate de la tiroides
del tumor maligno que la amenazaba— Cristina Kirchner habló de un “milagro”, le
agradeció a Dios y a la gente, y sostuvo que el amor puede más que el odio.
Porque necesitada de quien gritara “¡viva el cáncer!”, y no hallándolo, era
menester inventar, no una gesta, como suponen algunos, sino una nueva variante
de la lucha de clases: la del pueblo que quería su saneamiento contra los
monopolios destituyentes que clamaban metástasis. La ficción no cesa nunca, ni
siquiera ante lo que merecería mayor compostura.
Ahora bien; se
puede llamar milagro a un mal
diagnóstico, que no habrá ninguna voz eclesial que pida respetar la integridad
de los términos. Al contrario, no faltará prete que sostenga que ella merece hasta la suspensión de las
leyes naturales, o que, al fin,la mediación de Néstor ha entrado en franca
competencia con la del Gauchito Gil. Se puede invocar al amor,con rostro
atrabiliario y voz furente, en una sala atestada de odiadores profesionales, de
rencorosos de oficios, de artesanos del resentimiento y de la venganza, que
nadie osará tampoco marcar la contradicción flagrante. Pero nos perturba e
indigna el agradecimiento a Dios, y no queremos guardar silencio cómplice frente
a tamaño desafuero.
¿A qué Dios
agradece Cristina? ¿Al que ultraja aprobando el matrimonio contra natura,
violando el Decálogo, promoviendo ideas y personajes enrolados en el ateísmo
militante, befando a la
Iglesia, dejando impunes a los incendiarios de pesebres,
retirando imágenes marianas o crucifijos de los lugares públicos? ¿A qué Dios
agradece? ¿Al que ignora y pisotea en cada acto de su tiranía, en cada gesto
altanero, en cada palabra petulante y frívola? ¿Al que ataca con sus programas y
textos de estudio plagados de materialismo, al que despoja de su cetro a cada
paso de su modelo “nacional y popular”, para sumarse a los intereses de los
deicidas, al manifiesto regocijo de los masones, y al acompañamiento de legiones
de crápulas sin Fe? ¿A qué Dios agradece esta mujer,en cuyo pecho los pecados
capitales nadan a sus anchas? Es simple y trágica la respuesta: al que
profanó públicamente, con horrible
sacrilegio,el día que asumió su segunda presidencia, y decidió jurar por una
divinidad potencialmente demandante
en paridad de condiciones con Kirchner. Su agradecimiento, en suma, tiene un
sólo nombre y es blasfemia.
Cuando
Shakespeare trazó el perfil glorioso de Coriolano, en su obra homónima, recordó
que el honroso guerrero se había negado a mostrar a la plebe sus cicatrices
recibidas en combate, tal como le exigían los demócratas para ganar los votos
del gentío. “Preferiría que mis heridas estuvieran por curar, antes que oír
decir cómo las recibí. No puedo ponerme la toga de candidato para desnudarme y
rogarles que, en obsequio a mis cicatrices, me den el voto. Os suplico: ¡dejadme
prescindir de esta costumbre!”. Después Beethoven le regalaría una obertura en
su homenaje, que todavía hoy escuchamos
estremecidos.
Cristina hizo
exactamente lo contrario. Con un lenguaje tilingo —que recuerda al que Landrú
sabía poner en boca de dos señoritas banales y futiles— blandió impúdicamente su
cicatriz para victimizarse, como lo hace con su viudez o con su luto y su duelo.
Porque en personajes de su catadura cualquier recurso es válido para captar
sufragios o alimentar los espejismos de la masa. La virtud de la gravitas le es ajena. Otrosí la de la
circunspección y el recato. La noción romana de decus no podría aplicársele jamás. Si no
Beethoven, de seguro Boudou le pondrá música mañana a esta nueva barrabasada de
su mandante.
Era Anzoátegui el
que decía que las únicas condecoraciones válidas para un soldado debían ser sus
cicatrices; y que la tragedia moderna consistía en que ahora no quedan más cicatrices que
las de alguna apendicitis de urgencia. He aquí toda la gloria que puede exhibir
esta mujer que vive imaginando confrontaciones contra supuestos enemigos: el
tajo horizontal del que extrajeron su tiroides.
Marechal supo
cantar algo superior al respecto. “El dolor de la patria me atravesó el costado.
La cicatriz me dura”.
Permita el Señor
de la Salud que
esta cicatriz nuestra, y de todos los patriotas cabales, cauterice algún día.Que
nos sea suturada con el agua, con la sangre o con el fuego. Con el rocío de
algún ceibo o el fulgor de alguna estrella argentina. Con el aire sanante de una
patria nueva, surgido del soplo mancomunado y altivo de quienes todavía no se
rinden.
Antonio Caponnetto
4 comentarios:
Un placer leerlo como siempre.
Es verdad, como dice el sr. Caponnetto, que todo el trance derivó, como era lógico, a una payasada siniestra. Un espectáculo vil, acorde a sus actores.
En el fondo es una pobre mujer que está viviendo la pesadilla que ella misma creó.Trasit gloria mundi.
CD
Alguien que tampoco se rinde lo felicita por sus palabras que reúnen maravillosamente, el fondo y la forma de una bella y necesaria obra de arte.
¿Es la que mostró una cicatriz normal para ese tipo de cirugía? Se veía extraña, un pedazo de "carne" agregado...Claro que, de todos modos, la Editorial sigue aplicándose.
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