LA GUERRA HA TERMINADO
Al fondo, los picos blancos de Sierra Nevada brillan al sol tibio del invierno. La vega extiende su verdor hasta las mismas murallas de la ciudad; en el campamento puede escucharse el rumor dulce de las aguas del Genil. Granada, por fin vencida, aparece frente a los ojos de los soldados. Los soldados, en impecable formación, lucen sus galas mejores: los penachos multicolores; las bruñidas armaduras, relucientes, aunque algunas guarden, en sus abolladuras, el recuerdo de las feroces batallas; limpios los jubones; los sombreros y los cascos, rectamente colocados. La caballería se alinea y es de ver el colorido de las gualdrapas y la variedad de los arneses; sus jinetes apoyan en el suelo las lanzas y las picas; que semejan un bosque poblado por metálicos pinos.
La reina Isabel, el rey Fernando, el príncipe Juan, el cardenal Mendoza, fray Hernando de Talavera, los más preclaros capitanes del ejército, visten también galas. Dada la grandiosidad del día, se ha dispensado el luto que guardaban por la muerte del muy breve esposo de la infanta Isabel, el príncipe don Alfonso de Portugal, e incluso algunos van ataviados a la morisca, con marlucas y allobas de brocado y seda. Todos miran con expectación hacia las torres de la Alhambra, que desde lo alto se muestran, impresionantes y majestuosas, en su árabe y sensual arquitectura. De pronto, un clamor unánime se alza entre los millares de soldados y disparan al unísono lombardas y morteros y suena el redoblar de los atambores y los reyes y su ilustre cortejo caen de hinojos: en lo más alto de la más alta torre del palacio moro, la de la Vela, se alza por tres veces la cruz de Jesucristo. E inmediatamente, también por tres veces, el pendón de Santiago y el estandarte real. Un heraldo de armas, puesto en pie sobre la torre, grita:
— ¡Santiago, Santiago, Santiago! ¡Castilla, Castilla, Castilla! ¡Granada, Granada, Granada, por los muy altos y poderosos reyes de España, don Fernando y doña Isabel…!
No pudo evitar la reina que el llanto la dominase; don Fernando, también vivamente emocionado, la atrajo hacia sí y dedicóle una dulce sonrisa. Entonces, todos aún de rodillas, cantaron el Te Deum Laudamus. Al terminar, se reprodujeron los vítores y las demostraciones de júbilo entre los nobles, capitanes y soldados, los disparos de la artillería y el sonar de las trompetas. En duro contraste con tanta alegría, junto a una de las tiendas de campaña, un grupo de hombres de oscura tez y ricos trajes había seguido el acto con gesto de infinita tristeza; y sus lágrimas, que muchas derramaron, no fueron de gozo, sino de dolor. Eran Boabdil el Chico y su séquito, que poco antes habían rendido a los Reyes Católicos la ciudad.
Se cumplían así las capitulaciones firmadas el 25 de noviembre de 1491 entre el monarca moro y los Reyes Católicos, en virtud de las cuales, Granada sería rendida en un plazo de sesenta días, después acortado hasta el 5 de enero. El día primero de año, Boabdil envió al campamento cristiano de Santa Fe los rehenes granadinos que se había obligado a entregar; sus negociadores interesaron que aquella misma noche se adelantase un destacamento para ocupar ya la Alhambra y los puestos clave de la ciudad. Así se hizo en seguida, mandando la fuerza el comendador Gutierre de Cárdenas.
Boabdil recibió a la expedición en la torre de Comares y entregó al comendador las llaves de la Alhambra; la abandonó a renglón seguido y don Gutierre, tras recorrer el recinto y dejar guardias en sus lugares estratégicos, asistió a una misa celebrada en uno de los aposentos. Después envió aviso a los reyes de que todo se desarrollaba con normalidad. Al salir el sol se dispararon en la Alhambra tres cañonazos, señal acordada para que el ejército que acampaba en Santa Fe se pusiera en marcha hacia Granada, adonde llegó antes del mediodía; quedando en formación de parada y con la gala y brillantez que hemos descrito.
El rey don Fernando estaba con su séquito en el arenal del Genil, donde hoy se levanta la ermita de San Sebastián el Viejo; algo retirados, sobre un suave cerro, la reina, con el príncipe y la infanta y el cardenal Mendoza y las damas de su corte. Boabdil, tras vadear el río —sin consentir en esta ocasión, tan triste para él, que los caballeros le cubrieran los pies con los suyos, según costumbre mora— llegó hasta don Fernando e hizo ademán de besarle la mano, lo que aquél no consintió. Detalle sobre el que no coinciden los cronistas presentes, pues algunos así lo describen, mientras otros dicen que el moro, sacando un pie del estribo, quitóse con una mano el sombrero y puso la otra sobre el arzón del caballo del monarca cristiano. Versión que parece más fiable, pues en las conversaciones previas a la rendición, mucho insistió Boabdil en no humillarse al besamanos del rey católico y éste y su esposa y el mismo cardenal decidieron no dar importancia a lo que era simple ceremonia.
Cruzaron breves palabras los dos soberanos, por mediación de intérprete, y el moro, tras besar las llaves de Granada, se las entregó a don Fernando, quien las pasó en seguida a doña Isabel —que se había aproximado al grupo, con su séquito—, la cual las dio al príncipe Juan y éste al conde de Tendilla, que había sido nombrado alcaide de la Alhambra. Entró el conde en el palacio y fue hacia la torre de la Vela, para llevar a efecto el izado de banderas y la proclamación de la toma de la ciudad. Eran las tres de la tarde del día 2 de enero de 1492; desde entonces, las campanas de las iglesias granadinas hacen sonar tres toques a esa exacta hora.
Había terminado la Reconquista. El rey firmó un a modo de último parte de guerra, remitido a las autoridades de Sevilla, en el que les comunicaba haber dado bienaventurado fin a la guerra que he tenido con el rey moro de la ciudad de Granada, la cual, tenida y ocupada por ellos por más de setecientos ochenta años, hoy, dos días de enero de este año de noventa y dos, es venida a nuestro poder y señorío… La unidad de España estaba conseguida: hazaña indudable, logro fundamental para su subsiguiente prosperidad y esplendor, que ciertos necios pretenden discutir en nuestros tiempos.
Fernando Vizcaíno Casas
(tomado de su libro “Isabel, camisa vieja”)
(tomado de su libro “Isabel, camisa vieja”)
2 comentarios:
Es verdad que los españoles "nos trajeron" pero, y lo pregunto con mucho respeto y sin hipocresía ¿ el nacionalismo católico argentino no abusa de lo español ?
Yo soy argentino,católico, nacionalista y si bien comprendo que inicialmente lo hispano era fundacional, luego, América es América. En mis andanzas camperas (y fueron muchas)no conocí gaucho "mas rudo" que mi amigo Gregorio Murphy, centauro si los hubo y no creo que tuviera sangre hispana. Pero pa´quemar tientos cuando la escarcha blanqueaba los campos nadie le pisaba el poncho. Mi esposa es de ascendencia francesa y un hijo mio esta casado con una austríaca, ya nacionalizada. Todos son argentinos, que como yo, respetan España, pero no la veneran. Y para no hablar de los turcos, los rusos, los tanos, etc. Hay que sumar y no restar, porque si no, estamos sonados.
CD
Sr. CD, tiene Ud. bastante razon:
Argentina es hija de España, en su Fe, su Lengua, su Tradicion y su sentimiento ante la vida.
Sin perjuicio de ello, muchos extranjeros son mejores criollos que muchos descendientes de españoles, entre ellos los irlandeses como su amigo.
Se demuestra el patriotismo en los hechos, no en las palabras.
Pehuen Cura.
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