viernes, 8 de agosto de 2008

Santo súbito


LA FECUNDIDAD ESPIRITUAL
DE LA IGLESIA
EN EL MUNDO


Hemos hablado suficientemente de las oposiciones y las tristezas. Evoquemos recuerdos más alegres, no estemos atentos sólo a las tristezas, y no presentemos una imagen falsa de la Iglesia actual: una, católica y apostólica, sin duda, pero también santa, y madre fecundísima de santidad, que engendra perpetuamente una muy noble prosperidad de santos.

Durante este Año Santo, no solamente notemos esas espléndidas luces que han sido propuestas al mundo entero como ejemplo y protección, sino también esa santidad difundida por todo el género humano, atributo de todos los estados de vida y de todas las edades, que guarda la prudente vejez y la edad madura, la infancia inocente y la joven edad, que —cosa casi milagrosa— defiende de las llamas de la concupiscencia a la juventud arrojada a una verdadera hoguera babilónica, y nos arranca esta exclamación: “¡Oh!, qué hermosa es la casta raza con su brillo!” (Sabiduría, IV, 1).

Esa juventud, la mejor muralla de la Acción Católica, remarcable por su piedad y por sus obras, está colocada bajo el patronazgo de la Virgen, la cual, como se dijo, es bella como la luna y brillante como el sol, pero también es terrible como un ejército ordenado para la batalla.

¿No vemos (…) renovarse los ejemplos de santidad que, en tiempos de la primitiva Iglesia, han brillado en las cárceles, en los anfiteatros y en la sombra de las catacumbas? Recientemente, ¿no han elevado, por medio del testimonio de su sangre, un monumento a Cristo Rey más durable que el bronce? Son verdaderamente imperecederos y están por encima de toda alabanza estos mártires que, por la defensa de los derechos del Cristo eterno, han caído gloriosamente al grito repetido de “¡Viva Cristo Rey!”

Recuerden esto sobre todo los hombres dedicados a Dios, que son discípulos de Cristo y de Cristo crucificado, que han seguido el camino de los consejos evangélicos y que, espirituales en su vida y en sus modos, han quebrado su cuerpo, con sus vicios y concupiscencias por unas mortificaciones voluntarias.

¡Quién podrá enumerar a esas vírgenes puras que, esperando la venida del Esposo celestial, han llevado en la carne una vida comparable a la de los ángeles!

Quién sabrá el número, mejor conocido por Dios que por los hombres, de aquellos que, aún entre los laicos, tienen sed de justicia, y van transcurriendo con celo el camino de los mandamientos divinos hasta alcanzar las cimas de la perfección.

Por eso, todo bien pesado: por un lado, la gran multitud de hombres ajenos a Cristo, y por el otro, la fecundidad magnífica de la Iglesia, que regada con la Sangre del Salvador produce frutos muy abundantes de santidad, debemos sentirnos apremiados por cultivar generosamente, al precio de nuestros sudores, el campo del Señor, y también apremiados —porque nuestro esfuerzo por recoger una mies tan grande no bastaría— por rezar con instancia al Señor de la mies, a fin de que envíe obreros a su campo.

Cardenal Eugenio Pacelli

Nota: Este bello texto ha sido tomado de su “Hora Santa sacerdotal”, del 26 de abril de 1935.

No hay comentarios.: