EL PADRE JULIO MEINVIELLE:
SACERDOTE PARA SIEMPRE
Si algo marca dolorosamente la desacralización del mundo moderno es la pérdida de la identidad sacerdotal. Del pastor, cenobita, sabio o padre protector, se ha pasado al funcionario de carrera u obrero manual, al agitador social, partisano o ideólogo, al activista o componedor de vacuas temporalidades, por mencionar las formas más frecuentes —aunque no las únicas— que toma este dramático desdibujamiento.
El olvido de la majestad y de la misión del Orden Sagrado y el descuido o postergación de lo esencial del ministerio, han suscitado —sobre todo en los últimos tiempos— esa imagen contrahecha y confusa del presbítero, cuya expresión y consecuencia más patética es el “cura guerrillero”; lejos, terriblemente lejos de la vida cultual y contemplativa, del rito y del misterio y quizás, de la misma Fe.
Ya el Concilio en su Decreto Presbyterorum Ordinis, reiteraba claramente el verdadero sentido de la vocación y de la entrega sacerdotal. Fue Paulo VI —a quien se debe la Sacerdotalis Cælibatus— el que aludió gravemente a “la traición del clero” (Al. 28-1-76); y su sucesor, Juan Pablo II, no ha dejado de reprobar las distintas infidelidades y distorsiones de la tarea apostólica. Bastaría recordar, su discurso inaugural de Puebla y la olvidada Carta a todos los sacerdotes de la Iglesia con ocasión del Jueves Santo de 1979, en la que les imparte esta regla de oro: “la única manera de estar al día, es siendo santos” (p. 6).
El sacerdote entonces, ha de ser un alma de oración y de vigilia; de desafío y combate frente al mal, de fidelidad renovada y firme a la Iglesia, a su Tradición y a su Cátedra de la Unidad. Estará solicitado principalmente por las cosas de Dios y por el modo de conducir hacia Él, al prójimo y a la propia Patria. La salvación será su urgencia y su cuidado. Por eso, se convertirá en testigo de la Verdad y la Grandeza, y en pregonero —oportuna e inoportunamente— de la Realeza de Cristo y de María.
Jerárquico y servicial, con amor de Caridad y la extrema caridad de la Justicia, su personalidad se hará nítida y distintiva en el ejercicio de la vida sacramental y en la capacidad de librar el Buen Combate. Pieper, sintetizando el tema con su habitual maestría, dice que tres son las esferas en que se desenvuelve la actividad sacerdotal. La primera y primordial es la celebración de la Eucaristía “in persona Christi”. La segunda, la guía y cura de almas; y la tercera, la reflexión y el estudio, la investigación serena (cfr. J. Pieper: “La Fe ante el reto de la cultura contemporánea”, ed. Rialp, Madrid, 1980, pág. 86).
Por ello, recordar al Padre Meinvielle como sacerdote en este nuevo aniversario de su muerte, no es evocarlo parcialmente, destacando un aspecto de su obrar. Es definirlo; y reivindicar a la vez la clerecía, mostrándola en quien fuera un apóstol ejemplar. Es calificarlo íntegramente con la denominación que más lo enaltece y mejor lo explica, pues por ser cabal e inequívocamente sacerdote, consagró su vida y entregó su muerte para que todo llevase el signo de la Cruz.
“Fue por sobre todo y ante todo, sacerdote. Incluso, su importante obra escrita, que para muchos, es la dimensión central de su vida, debe verse tan sólo, como un capítulo de su alma sacerdotal, centrado absolutamente en las cosas del Orden Sobrenatural y Divino” (“Mikael”: “In Memoriam”, nº 3, 1973, pág. 116).
Con razón, el Padre Carlos Buela habló “de su admirable fidelidad a la gracia del Orden Sagrado… Meinvielle era un hombre vertical, un hombre de Dios, un hombre movido por Dios y por sus dones… No iba a lo político por lo político mismo, ni a lo económico o a lo social por lo económico o lo social… Iba allí para llevar a Cristo, para llevar la Verdad de Cristo y la Santidad de Cristo también a lo temporal, porque sabía que «no hay otro nombre dado a los hombres por el que seamos salvos» (Hechos, 4, 12)” (C. A. Buela: “Perfiles sacerdotales, Julio Meinvielle”. En “Mikael” nº 9, 1975, págs. 86-87).
Sacerdote virtuoso, eucarístico y mariano, hizo del Sacrificio de la Misa el centro de sus afanes y de sus días, y porque entendió con León XIII que el destino del Estado guarda una estrecha vinculación con el culto que se le da a Dios, no pospuso nunca la celebración eucarística —su preeminencia, dignidad y unción— a las tortuosas y a veces discutibles circunstancias cívicas que le tocó vivir. Su amor de Patria y de Dios, fueron —como quería Castellani— un solo, verdadero y crucificado amor.
Pero cumplió también con su deber de conductor y médico de almas. La tarea pastoral que realizó como párroco, las iniciativas y los proyectos que emprendió y ejecutó, la protección moral y física dispensada a los feligreses y a los más necesitados, el apoyo a los jóvenes y a los grupos familiares no son solamente la prueba de su fecundidad y magnanimidad, sino un rotundo mentís a tanto activismo estéril, a tanta demagogia populista. Fue capaz de hacer porque amaba el Ser, y pudo obrar con eficiencia porque cultivaba la contemplación como un hábito señorial. Con Meinvielle quedó demostrado una vez más aquello de San Pío X de que los mejores amigos del pueblo no son los novadores o revolucionarios, sino los tradicionalistas.
Dentro de este ámbito debe ubicarse igualmente su dedicación a la enseñanza y a la formación de discípulos. “Entre sus obras de caridad, la principal fue la formación de la juventud, el tiempo dedicado a quienes venían a preguntarle todo y de todo, a querer saber la verdad que libera y unifica… Fue tan maestro como amigo y con su realismo que abarcaba tanto lo filosófico como lo político y lo cotidiano, enseñaba que la inteligencia está para servir a la Verdad” (G. D. Corbi: “Tres maestros: Billot, Jugnet, Meinvielle”, ed. Iction, Bs. As., 1980, pág. 222). Eso sí, “él nunca quiso ni tuvo —escribió Sacheri— discípulos meinviellianos, de espíritu sectario y puramente imitativo. Sólo quiso discípulos de la Iglesia y de Santo Tomás, signo éste del auténtico maestro” (cfr. “Verbo”, agosto de 1973, pág. 17).
El magisterio del Padre Julio, ofrecido como una auténtica obra de misericordia, no se agota, pues, en quienes estuvieron próximos a él. Pertenece a la Cristiandad, y por ello, es un patrimonio universal —católico, “stricto sensu”— aunque haya estado motivado muchas veces por acuciantes problemas nacionales.
Y por último, hay que hacer notar su desempeño en la esfera del estudio y de la investigación. Si por los frutos los conoceréis, no hay aquí mejor conocimiento de su valía que adentrarse en las páginas de sus libros, en los textos de sus conferencias, en los editoriales de sus publicaciones, en sus innumerables colaboraciones escritas. Su apostolado intelectual no dio ni pidió tregua. Apologista eximio, teólogo y filósofo, historiador, pensador social e investigador sistemático, fue un pertinaz “martillo de herejes” y un defensor inclaudicable de la Civilización Cristiana.
Hace poco, en ocasión de reseñar o de introducir a alguna de sus obras, hemos repasado sus escritos capitales, quedando nuevamente sorprendidos por la precisión, la hondura y sobre todo, por la penetrante visión que tenía del transcurrir de los tiempos. “Concepción católica de la Política”, “de la Economía”, “De Lamennais a Maritain”, “Crítica de la concepción de Maritain sobre la persona humana”, “El Comunismo en la Revolución Anticristiana”, “El Poder destructivo de la dialéctica comunista”… son trabajos para frecuentar y rumiar. Asimismo, vemos en “De la Cábala al Progresismo”, en “El judío en el misterio de la historia” y en sus ensayos metahistóricos como “Hacia la Cristiandad” o “Los tres pueblos bíblicos”, una guía perenne y segura para todo pensar cristiano.
Pero el autor académico y erudito, el intelectual destacado y brillante, era el mismo que organizaba y disfrutaba un campamento, que no temía en echar del templo a los protestantes comedidos e insolentes, que rezaba completo su rosario y compartía —literalmente— su pan y su bocado con los más indigentes. El mismo que fundó revistas como “Diálogo”, “Balcón”, “Presencia” y “Nuestro Tiempo”, que levantó un templo como el de Nuestra Señora de la Salud, y un Ateneo como el de Versailles. Y lo hizo todo, como dice el Padre Buela, sin confundir los campos, porque respetaba las esencias y las jerarquías naturales. “Sabio es aquél —predicaba Bernardo de Claraval— a quien todas las cosas saben como realmente son”.
Por lo dicho incompleta e imperfectamente, por lo que deberíamos decir con más espacio y tiempo, por lo que ya han afirmado quienes mejor lo conocieron, hoy, a treinta y cinco años de su muerte, cuando la Iglesia en la Argentina, la Argentina y la Iglesia, viven momentos de apenante crisis, no podemos sino evocarlo con admiración y gratitud.
Antonio Caponnetto
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