martes, 22 de enero de 2008

In memoriam


JORGE MASTROIANNI


El 22 de enero de 2003 se nos murió Jorge Mastroianni. Durmiendo, en su cama, amorosamente asistido por su esposa y sus hijos. Estaba enfermo de gravedad y lo sabía. El visible deterioro de su cuerpo anunciaba un final, que no podía ni quería disimular. La medicina llegó a los límites de lo posible con su dolencia. Él ya había desatado las amarras y se alistaba para el duc in altum, que nos pide el Señor. Su preparación sacramental para la muerte resultó paradigmática y conmovedora a la par.

Jorge fue un patriota de la tierra. Nacionalista genuino, apasionado y temperamental, fogoso en la polémica, severo en las admoniciones, implacable en el brío militante, testigo siempre de esa mayor caridad que es la Verdad, al buen decir de San Agustín. Fue asimismo un poeta, que enarboló sus versos en homenaje a los Santos y a las fiestas litúrgicas, a las realidades sacras y celestes, y a María Santísima, a quien amaba con expresiones filiales de gozo y de esperanza. Sufrió en la sensibilidad y en el espíritu los ataques impiadosos y sacrílegos. Cantó desagravios, enhebró ofrendas laudantes con sus palabras, rimó loores en homenaje a la Reina del Cielo.

Pero fue nuestro amigo, un patriota del cielo. Su religiosidad era aquella virtud que hace a los hombres justos. Rezador, penitente, devoto, ejercitante; la vida entera la gastó y desgastó por la Iglesia, en una ininterrumpida noche heroica, de guardia y de rodillas frente al Santísimo. Entre 1991 y 1995 editó una revista a la que llamó Eucaristía. Con Santo Tomás repetía ante la Sagrada Forma: “adórote mi Dios, devotamente / oculto en este cándido accidente / a Ti mi corazón está rendido / y de contemplar tu amor, desfallecido”. Aquellas páginas lo pintan de alma entero.

Lo visité dos veces durante su agonía. Difícil olvidar esas postreras tertulias. Se puso en paz con todos, y a todos los amigos nos sugería que arreglásemos nuestros humanos pleitos. Me pedía compartir el Rosario de la tarde y las lecturas de siempre, Castellani por delante. Recordaba, reía, polemizaba, pero su grande y dominante tema de aquellos diálogos era el Cielo. Y hablaba de él con una inefable mezcla de anhelo y de familiaridad, de quien se sabe próximo e inquieto a la vez. Estaba escribiendo sobre Los cinco nacimientos de Jesucristo, inspirado en un texto de Fray Luis de León, que tenía a su vera. Como la mano ya no le respondía, me pidió que lo completara. Delicadezas de un moribundo, que en tan irrepetible trance, actúa como un católico cabal, desentendiéndose de terrenales preocupaciones para concentrarse exclusivamente en la contemplación de Dios Uno y Trino.

Y cuando andábamos reuniendo ideas para completar ese artículo, se acordó de un poema de Bernárdez que yo solía recitar, y me encareció que se lo trajera una vez más a la memoria. Sonaron entonces por última vez los versos:

“Y te pido que nunca me abandones, Dios mío;
que renuncies a todo por quedarte conmigo;
que te tenga en mis brazos como ahora, dormido,
y que no te despiertes hasta el fin de los siglos”.

Ya se ha quedado Dios contigo, camarada. Ya te tiene en sus brazos. Seguiremos recitando cuando la resurrección de la carne.
Antonio Caponnetto

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