¿CORRECCIÓN FILIAL
O COLAFIZACIÓN?
“Mas
vuestro hablar sea sí, sí; no, no; esto es, para lo que es, baste decir es, y
para lo que que no es, bastedecir no es”
Santo Tomás de Aquino, Catena Aurea, Mateo, V, 37
Desde las páginas de Civiltá
Cattolica, con fecha reciente, 28 de septiembre del corriente, se han dado
a conocer unas declaraciones de Francisco, objetando y criticando a quienes han
expresado sus cuestionamientos a Amoris
Laetitia. Tales declaraciones fueron realizadas durante un encuentro
privado de Bergoglio con sesenta y cinco jesuitas congregados en Cartagena de
Indias.
Lo que en sustancia contiene esa defensa pontificia de la
cuestionada Exhortación Apostólica, es que “para entenderla hay que leerla de
principio al fin”; esto es, no solamente el álgido y problemático capítulo
octavo; y que la moral en que se apoya “es tomista, la del gran Tomás”. La
consecuencia lógica a la que arriba Bergoglio, y está dicha en forma expresa,
es que quienes arguyen contra Amoris Laetitia
están “equivocados”. La referencia a los autores de los “Dubia” y últimamente a
los distnguidos firmantes de la “Correctio filialis”, es muy explícita. Más que
una referencia, en rigor, se trata de una descalificación. Y conociendo a
Francisco, nadie espere otra respuesta que no sea ésta.
Pues bien, cuando salió Amoris
laetitia, hacia comienzos de abril de 2016, escribimos y publicamos un
brevísimo ensayo titulado “La nueva luz de Bergoglio”. Consciente y alertado
por los más sabios, de que el problema central y más grave de este documento
estaba en el capítulo octavo, decidimos leerlo “desde el principio al fin,
capítulo por capítulo”, como lo pide y lo reprocha hoy Francisco; y encarar
entonces el análisis crítico desde otra perspectiva.
Lo que hallamos, más allá del proverbial capítulo octavo, no es
precisamente la moral tomista ni nada que pudiera tranquilizar la ortodoxia de
los cristianos fieles. Sino una serie de penosos desvaríos que incluyen ‒y es
casi anécdótico este ejemplo‒ la referencia positiva a un autor como Mario
Benedetti, terrorista tupamaro y blasfemo convicto y confeso.
Transcribimos a continuación, por juzgarlo pertinente (tal vez más
ahora que otrora) ese artículo que escribimos bajo el mencionado título de “La
nueva luz de Bergoglio”. Mientras brota con dolor la pregunta retórica acerca
de lo que en rigor corresponde hacer en tiempos tan aciagos. ¿Sigue siendo esta
hora trágica del Papado y de la
Iglesia, la circunstancia más propicia para hacer llegar
dudas y correcciones filiales, por importantísimas, fundadas y legítimas que
ellas sean? ¿O no habrá llegado el momento –como lo propusimos en nuestro
último libro “No lo conozco”, de exigir una colafización; esto es un justo y
merecido castigo?
Al fin de cuentas, y si a la invocada moral tomista nos acogemos,
le es lícito al súbdito desobedecer a un superior devenido en déspota ‒en
obstáculo para asegurar el bien común‒ como le es lícito incluso resistirle en
forma briosa y frontal. Le es lícito y exigible al súbdito obedecer a Dios
antes que a los hombres que de Dios nos aparten. Y en cuanto “al Príncipe, a
quien obedece la multitud, se debe tolerar su
pecado si no se le puede castigar sin escándalo del pueblo, a no ser que su pecado sea tal que cause más
daño espiritual o temporal a sus súbditos que el escándalo que se podría temer”
(Suma Teológica, II-II, q. 108, 1, 5).
Quedará para quienes estén en mejores condiciones
intelectuales que nosotros la dilucidación acerca de si este triste caso que
estamos presenciando con desgarramientos corporales y espirituales, es el caso
en el que se aplica el consejo de Santo Tomás. Si la hora no es ya tan avanzada
y descompuesta, que resulta mayor el escándalo de no castigar al superior que
el escándalo de la lenidad e impunidad con que lleva a las ovejas al abismo.
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La nueva luz de Bergoglio
El calambur
Aparecida la Exhortación
Apostólica Postsinodal Amoris
Laetitia, no pocos católicos formados en la Verdad de la Iglesia dieron la voz de
alarma, con legítimas razones y fundadas prevenciones. Es que ocurre que el
texto, por donde se lo lea, conduce inevitablemente hacia el puerto al que no
debería llevar nunca la docencia petrina, en cualquiera de sus posibilidades
expresivas. Conduce al error, a la ambigüedad, a la duda; a la confusión y al
doble sentido. Y hasta para llegar a algún eventual pasaje rescatable hay que
sortear un tronco empecinado de argucias e imprecisiones, cuando no de
dolorosas concesiones al siglo.
El diccionario de
nuestra lengua llama calambur a
aquella construcción idiomática o figura retórica que altera los significados
mediante juegos silábicos; y pone ‒entre otros‒ un ejemplo que pinta
perfectamente para la ocasión: “este es
conde y disimula”. He aquí, en principio, y con el ejemplo de marras, el
espíritu de la Amoris Laetitia: un
tragicómico calambur de Francisco.
Acaso un punto
particular probará lo que decimos.
La sociedad
abierta y sus enemigos
Al llegar al
capítulo V, Amor que se vuelve fecundo,
la exhortación discurre con delicadeza sobre el concepto de “fecundidad
ampliada”, que se da principalmente en aquellas críticas ocasiones en las
cuales el matrimonio no puede engendrar hijos. Entonces, la fecundidad se
amplía con el ejercicio de la maternidad y de la paternidad espiritual, con la
adopción generosa o con la práctica de variadas formas de servicio al prójimo.
Porque “la familia no debe pensar (sic) a sí
misma como un recinto llamado a protegerse de la sociedad. No se queda a la
espera, sino que sale de sí en la búsqueda solidaria” (181).
Por
cierto que en situaciones ideales la sociedad no debería ser una amenaza para
los hogares, ni una asechanza ante la cual protegerse. Pero mucho han insistido
los pontífices ‒sin necesidad de remontarse a San Lino ni a Gregorio VII‒ en la
prudencia que deben tener hoy las familias, inmersas como están en una cultura
hostil al cristianismo, por decir lo menos. Prudencia vigilante, que si bien no
ha de propiciar el aislacionismo social, tampoco puede estimular el
desguarnecimiento frente a la sociedad presente, en gravísimo estado de
corrupción integral.
Es
evangélica la plástica imagen de la casa edificada sobre roca (San Mateo, 7, 25);
y son de Nuestro Señor las prevenciones sobre los ríos desbordados, las lluvias
desmadradas, los vientos destructivos. Clara señal para todos los tiempos; y
tanto más en éstos, de que existen motivos para abroquelarse y defenderse de la
sociedad. Hay una lejana e implícita matriz popperiana tras el planteo
bergogliano de la relación familia-sociedad.
Parecería que los enemigos de la primera ya no se encontrarían en los meandros
de la segunda, si la segunda es ‒como está a la vista‒ una inmensa democracia
liberal con la que se puede interactuar sin riesgos.
Más
bien los nuevos riesgos para un católico, a juzgar por el despliegue total de la Amoris Laetitia, consistirían en no ser lo
suficientemente acogedores con los frutos descarriados y anómalos de esta
comunidad moderna. Los enemigos de la sociedad serían ahora los católicos
negados a la apertura; aquellos que “prefieren una pastoral más rígida que no
dé lugar a confusión alguna” (308). Una pastoral no
divorciada del dogma sempiterno, hablemos claro. Pero en este neo-magisterio
dialéctico y pleno de heterodoxas disyuntivas, la confusión es preferible a la
rigidez, que en otros tiempos se llamó sencillamente ortodoxia.
La
mimetización familia cristiana-sociedad
presente se propone casi como un axioma vinculado a la historia sagrada. “Ninguna familia puede ser fecunda si se concibe
como demasiado diferente o «separada». Para evitar este riesgo, recordemos que
la familia de Jesús […] no era vista como una familia «rara», como un hogar extraño
y alejado del pueblo […]; era una familia sencilla, cercana a todos, integrada
con normalidad en el pueblo. Jesús tampoco creció en una relación cerrada y
absorbente con María y con José […]. Eso explica que, cuando volvían de
Jerusalén, sus padres aceptaban que el niño de doce años se perdiera en la
caravana un día entero, escuchando las narraciones y compartiendo las
preocupaciones de todos: «Creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el
camino de un día» (San Lucas, 2, 44). Sin embargo a veces sucede que algunas
familias cristianas, por el lenguaje que usan, por el modo de decir las cosas,
por el estilo de su trato, por la repetición constante de dos o tres temas, son
vistas como lejanas, como separadas de la sociedad” (182).
El
populismo político en el que ha abrevado Francisco le juega una mala pasada. Va
de suyo que los hogares católicos no tienen que ser raros; ni mucho menos
ajenos ni lejanos a las peripecias del suelo natal en el que han sido plantados
por Dios. Son ‒y así deberían considerarlos todos‒ paradigmas de comportamiento
doméstico; modelos de normalidad;
esto es de norma y de canon. Pero los cristianos, tanto como sujetos
individuales como agrupados en familias, están llamados a ser “piedra de
escándalo” (Isaías, 8, 14) y “signo de contradicción” (San Lucas, 2, 34). Mala
señal en consecuencia si no se comportan
“demasiado diferente” respecto de los aborrecibles anti-modelos familiares que predominan hoy en
el deificado pueblo.
Desde
el momento en que un nuevo hogar católico se constituye a conciencia y
libremente, su diferenciación y antagonismo con el resto de los hogares es
inevitable y hasta obligatorio. Diferenciación y antagonismo que ha de
presentarse en los hechos, no como un desprecio al resto de los mortales, pero
sí como el mejor servicio apostólico y misionero que se le puede prestar al
cuerpo social, y aún como el ejemplo más edificante y regenerador. Para que los
paganos puedan volver a exclamar con admiración y deseo emulativo el proverbial
“¡Mirad cómo se aman!, que registran los Hechos
de los Apóstoles.
En
las cartas paulinas, San Pablo refiere varias veces el ejemplo de la casa de
Priscila y Áquila, modelos de esposos que “expusieron su cabeza para salvarme” (Romanos,
16, 3-5); y que no trepidaron en ser
diferentes y en tenerse por segregados del resto del pueblo, precisamente
por causa de su fidelidad a Cristo. De estos esposos ha hecho el bellísimo
elogio Benedicto XVI, en su catequésis del 7 de febrero de 2007, instando a
espejarse en ellos, porque prueban que, para los bautizados leales, “toda casa
puede transformarse en una pequeña iglesia […], toda la vida familiar, en
virtud de la fe, está llamada a girar en torno al único señorío de Jesucristo”.
Pero
además, o por lo mismo, si una familia católica reconoce en la casa de Nazaret
su paradigma y su norte, ya no puede conformarse con ver en la misma esa
especie de carpintería de barrio, como la pinta Bergoglio, “integrada con
normalidad en el pueblo”. Aquello ‒ha dicho Guardini en el capítulo tercero de La Madre del Señor‒ “no
era precisamente una familia, sino algo divinamente irrepetible, que no tiene
nombre. Una fecundidad que redime al mundo, inmediatamente a partir de Dios. Un
amor que era mayor, por ser diferente,
que todo lo que ha unido jamás a las
personas. Puede ser entonces que se use el nombre de ‘familia’ para indicar
ese carácter de velamiento de lo propio y peculiar, tal como es característico
de María”.
Curiosa exégesis psicopedagógica
Así como no se quieren ya familias diferentes, que contrasten con
el resto por ser católicas, y hasta puedan ser perseguidas a causa de ello; ni
se quiere tampoco que los católicos consideren demasiado raras otras uniones
alternativas, los nuevos padres que necesitamos no han de estar preocupados por
saber dónde están sus hijos. A semejanza de María y José ‒¡progenitores modernos,
vaya!‒ que perdieron a su hijo casi adolescente en el camino de regreso de
Jerusalén, pero no se inmutaron demasiado, pues no tenían con él “una relación
cerrada y absorbente”. El muchacho podía hacer lío a discreción, sin tanto
control represivo de la figura paterna ni coacciones emocionales de parte de la
madre.
Es un problema que el Evangelio de San Lucas diga algo distinto.
Santo Tomás nos lo explica así en su Catena
Aurea: que Jesús se quedó en Jerusalén “sin que nadie lo notara”, “sin que
sus padres lo advirtiesen”; que se queda de este modo “para no ser
desobediente”. Que sus padres lo buscaron con preocupación primero y sobresalto
después, cuando se dieron cuenta de que no estaba “en la caravana, entre los
parientes y conocidos” (San Lucas, 2, 43); que regresaron sobre sus propios
pasos para localizarlo de una buena vez; y que al verlo al fin, sano y salvo en
el templo, su madre, exclamó: “tu padre y yo te estábamos buscando con angustia” (San Lucas, 2, 48). “La
madre ‒acota Orígenes‒ afectada en sus
maternales entrañas, manifiesta con lamentos sus dolorosas pesquisas, y
expresa lo que siente con la confianza, la humildad y la ternura de una madre:
‘hijo, por qué te has portado así con nosotros’ (San Lucas, 2, 48). Tras el
significativo episodio, el mismo texto evangélico recuerda que Jesús “enseguida
se fue con sus padres, y vino a Nazaret y
les estaba sujeto” (San Lucas, 2, 51-52). Es decir, volvió a ser “absorbido”
por la autoridad de sus padres terrenos.
No está mal que Francisco quiera inculcar el principio de una
libertad gradual y responsable ofrecida paternalmente a la prole a medida que
crece. No está mal asimismo que quiera evitar los estragos de familias monopolizadoras
o enfermizamente endógenas. Pero para ello no es necesario tergiversar los
Santos Evangelios, ni incurrir tampoco en el gravísimo error del historicismo o
del evolucionismo dogmático. Dice, en efecto, la Amoris Laetitia, “Aquí
vale el principio de que «el tiempo es superior al espacio». Es decir, se trata
de generar procesos más que de dominar espacios. Si un padre está obsesionado
por saber dónde está su hijo y por controlar todos sus movimientos, sólo
buscará dominar su espacio […]. Entonces la gran cuestión no es dónde está el
hijo físicamente, con quién está en este momento, sino dónde está en un sentido
existencial, dónde está posicionado desde el punto de vista de sus
convicciones, de sus objetivos, de sus deseos, de su proyecto de vida” (261).
Una
vez más las disyuntivas dialécticas ‒que son otros tantos guiños al mundo
moderno y a su psicologismo aterrador‒ no permiten inteligir la plenitud de la
verdad. Si un padre está “obsesionado” por saber dónde está espacialmente su
hijo, lo irrecomendable a lo sumo será la obsesión, pero no el ordenado requerimiento. Porque los
espacios no son inocuos o neutros, ni somos sólo espíritus que habitamos
espacios existenciales; y porque aún suponiendo que cada padre llevara consigo
a un metafísico, antes inquieto por el ambiente del alma que por el paisaje
físico ‒aún un sábado a las cuatro de la mañana, con el hijo púber ausente del
hogar tras angustiantes horas de incierta espera‒ ese saber dónde está el alma
no puede jamás desvincularse de dónde está el cuerpo. A no ser que neguemos el
más elemental realismo antropológico.
Admitimos
que “la gran cuestión” pueda consistir en saber “dónde está posicionado [el
hijo] desde el punto de vista de sus convicciones, de sus objetivos, de sus
deseos, de su proyecto de vida”. Pero esto, no sólo no es independiente de
saber “con quién está en este momento”, sino que guarda estrecha dependencia.
Porque las compañías elegidas, tanto como los ámbitos espaciales predilectos,
marcan y en ocasiones condicionan o determinan las ubicaciones espirituales y
los posicionamientos existenciales. Es falaz la polarización bergogliana de la
preeminencia del tiempo sobre el espacio. Extravío fatal de raigambre semítica,
cuando el judío temporaliza las promesas divinas, se afianza a sí mismo como
siglo presente, sin ver el siglo venidero ni escudriñar las profecías (San Juan,
5, 39), y acaba matando al Justo, Señor del Tiempo y del Espacio.
La
poesía que destruye
Pero
volvamos al concepto de “fecundidad ampliada”, analizado en Amoris Laetitia. Tras referirse, como
vimos, a algunos de esos modos a los que siempre aludió la Iglesia, verbigracia la
adopción, la Exhortación
señala otro modo, al que considera no menos significativo, y es el de la
dedicación de los esposos al cumplimiento de sus “deberes sociales”. “Los
matrimonios necesitan adquirir una clara y convencida conciencia sobre sus
deberes sociales. Cuando esto sucede, el afecto que los une no disminuye, sino
que se llena de nueva luz, como lo
expresan los siguientes versos:
«Tus manos son mi caricia
mis acordes cotidianos
te quiero porque tus manos
trabajan por la justicia.
Si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos»(181).
Es
posible que el lector europeo ‒y aún el simple feligrés de a pie de estos pagos‒
ignore en profundidad quién es Mario Benedetti, autor de esta estrofa, como con
toda inverecundia lo aclara la misma Exhortación, especificando en su nota a
pie de página 204 la correspondiente referencia bibliográfica: “Mario Benedetti,
“Te quiero», en Poemas
de otros, Buenos Aires 1993, 316”.
Pues lo diremos en dos trazos; primero por respeto al sentido de
lo obvio de los lectores informados, a quienes abundar en detalles sería cómo
explicarles quién es el Che Guevara. Y segundo, porque lejos de nuestro ánimo
cambiar el tema central de estos comentarios, que no es ciertamente el retrato
de un vulgar escritor marxista, sino el dolor de saber que Francisco ha optado
por la poesía que destruye, según la
nunca olvidada distinción de José Antonio Primo de Rivera. Opción que de ningún
modo se reduce a una cuestión estética, ni es esa su gravedad mayor, sino a una
inequívoca predilección por un mensaje tan alejado del pulchrum como de los restantes trascendentales del ser.
Bergoglio prueba una vez más con esta intromisión escandalosa de
un artista degenerado en un texto teóricamente dirigido a celebrar la alegría
del amor, que el timor Domini no es
precisamente su rasgo más distintivo. Tampoco un don más modesto aunque
valioso, como el cultivo del gusto por la Belleza y el consiguiente desdén por las
cursilerías. Nada lo detiene ni lo turba en su vocación de maridaje con la
contracultura y aún con la contra iglesia. Nada se le presenta como dique a su
moral de situación, a su misericordia despreocupada de la justicia, a su
praxeología inclusiva, ausente de criterios rectos que separan la cizaña del
trigo. Las cosas digámosla como son. Porque ya todo está a la vista, excepto
para los ciegos que guían a otros ciegos (San Mateo, 15, 14).
Mario Benedetti, en efecto, fue un hombre de letras de
nacionalidad uruguaya (1920-2009), dedicado en forma activa y perseverante a la
militancia comunista, a la propaganda revolucionaria sistemática y, lo que es
más grave, a participar de las acciones de la agrupación terrorista Tupamaros, cuyos guerrilleros,
principalmente en la larga década de 1970, cometieron un sinfín de asesinatos a
mansalva. Todo; absolutamente todo en el perfil ideológico de Benedetti, delata
al enemigo declarado de la civilización cristiana. Y todo en su perfil humano y
creativo hace patente a un alma visceralmente odiadora de la Iglesia y de su Magisterio
Tradicional. Su poema “Si Dios fuera una mujer” constata incluso, que los
terrenos de la blasfemia y del sacrilegio tampoco le estuvieron vedados. Es
más; él mismo llamó a tamaña toma de posición una “venturosa, espléndida, imposible, prodigiosa blasfemia”.
El poema elegido por Francisco para ilustrar la fecundidad ampliada a la que puede y
debe llegar un matrimonio cristiano para llenarse de una nueva luz es, redondamente, un himno marxista, musicalizado y
cantado por todas las voces de las izquierdas americanas y españolas. Un himno
emblemático, repetido por todos los multimedios, machacado, reiterado,
difundido hasta el hartazgo y la náusea; sin que faltaran incluso las
apropiaciones lésbicas de la letra y del contenido; ya que, completo, el
engendro sostiene: “y porque amor no
es aureola/ ni cándida moraleja/ y porque somos pareja/ que sabe que no está sola”. ¿Esta es la
nueva luz de la fecundidad ampliada propuesta como programa e ideario para los
matrimonios católicos? ¿Esta es la nueva luz que encenderán y portarán como
antorcha cuando se aboquen al cumplimiento de sus deberes sociales? ¿Esta es la
nueva luz que surgirá entre ellos y de ellos, cuando vuelquen su potencial
germinativo y fundante en los quehaceres cívicos de la patria y del orbe?
Los matrimonios católicos ‒y sobre todo aquellos que no hemos
permanecido indiferentes a los compromisos con las legítimas y justicieras
luchas patrióticas‒ nos sentimos ofendidos con esta ruin poesía que destruye,
vulgar panfleto libertario y socialista, que solicita una justicia, una
rebelión y un pueblo absolutamente identificados con el programa del enemigo. Nos
sentimos ofendidos, y el vejamen duele hondo, sabiendo que quien debería darnos
“la leche pura de la palabra espiritual”, nos entrega la “leche adulterada” (I
Pedro, 2, 2).
Francisco no puede ignorar el modelo de fecundidad ampliada que
les está propiciando a los cristianos con estas rimas insidiosas. Tampoco puede
ignorar, pero lo hace, que el catolicismo es pródigo en cánticos de amor
conyugal, dadivoso y fértil en altos romanceros y cancioneros de hombres y de
mujeres entrelazados nupcialmente en el campo del honor, espléndido en
poemarios que exaltan la unión de los esposos que marchan juntos al combate,
radiante e inmenso en su antología de versos que laudan la verdadera luz de
Cristo, por la que caballeros y damas asaltaron murallas en defensa de la
Cruz. No puede ignorar incluso que aquí, en
el Rio de la Plata,
familias enteras fueron diezmadas por el odio castrista de los seguidores de
Benedetti; y que en muchos de esos casos, las esposas de nuestros soldados se
hicieron acreedoras del encomio quevediano:
“Hilaba la mujer para su esposo
la mortaja primero que el vestido;
menos le vio galán que peligroso.
Acompañaba el lado del
marido
más veces en la hueste que
en la cama;
sano le aventuró, vengóle
herido”.
No; la nueva luz de la fecundidad ampliada, para quienes se aman
sacramentalmente y se abocan al compromiso social y político, no se enciende en
la hoguera roja de la rebelión marxista, sino en el cirio vivo del Madero
Reverberante y Transfigurador. Entonces el esposo no le dice a la amada que es
su cómplice, sino “hueso de mis huesos”
(Génesis, 2, 23). No elogia sus manos porque trabajan por una justicia homicida
y rencorosa, sino porque corren por ellas “las gotas de mirra”, vestigios del
Amado (Cantares, 5, 5). Ni cree que juntos sean mucho más que dos, sino “una sola carne” (Génesis, 2, 24).
Envío
“La ausencia de memoria histórica ‒dice
la Amoris
Laetitia‒ es un serio defecto de
nuestra sociedad. Es la mentalidad inmadura del «ya fue». Conocer y poder tomar
posición frente a los acontecimientos pasados es la única posibilidad de
construir un futuro con sentido. No se puede educar sin memoria” (193).
Pues
bien; no era ni es la poesía que destruye la que nos habilita o alecciona a
poner en práctica esta fecundidad ampliada, tan necesaria y tan legítima para
los matrimonios católicos, hayan podido o no traer hijos al mundo. Es la
memoria veraz y fiel de los hechos y de los personajes paradigmáticos. Es el
recuerdo vivo, real y vigente de esas casas fundadas sobre piedra, con el padre
por cabeza, la madre por sostén y los hijos como linaje. A ellos el homenaje
austero de estas líneas finales.
A
las familias vandeanas, perseguidas como bandidos y sostenidas sólo por el amor
irrefragable al Corazón de Jesús. A las familias cristeras, derramando su
sangre por los altos de Jalisco, con el Viva
Cristo Rey en cada labio. A las familias hispánicas, alistadas en la
reconquista, contra moros, judíos y rojos, según pasaron los siglos. A las
familias argentinas, a las que les tocó prolongar en suelo americano la
resistencia y la cruzada contra los enemigos de Dios. A las familias de todos
los tiempos y de todos los espacios –benditas coordenadas en el plan del
Creador- sin olvidarnos del más remoto de los años ni del más pequeño de los
paisajes terrenos. Cuándo hayan sido y dónde hayan sido sus testimonios, no los
olvidemos y les demos gracia, con el brazo alzado y la mirada limpia.
A
ninguno de estos personajes ejemplares, de carne y hueso, que recorren la historia toda de la Cristiandad, se les
cruzó por la cabeza lo que sostiene esta desdichada Exhortación, según la cual,
“hemos presentado un ideal teológico del matrimonio
demasiado abstracto, casi artificiosamente construido, lejano de la situación
concreta y de las posibilidades efectivas de las familias reales” (36).
Precisamente amaban al sacramento del matrimonio por lo que tenía de ideal
teológico; y precisamente pudieron sus integrantes ser fecundos, en hijos y en
servicios, en descendencia y en obligaciones sociales y políticas, porque
encarnaron ese ideal teológico y le fueron fieles.
Coplas existen, y no son de poetastros menores, en las que se
narran aquellos heráldicos casos de esposos dados por muertos en las lides
medievales, y que vuelven un día, inesperada y milagrosamente, después de
añares infinitos, para encontrarse con la fidelidad intacta de la esposa; tan
intacta como su esperanza y su presentimiento del regreso, razones por las
cuales no había vuelto ella a casarse, ni él a conocer tálamo alguno.
En la iglesia franciscana de Nancy, una lámina mortuoria ha
inmortalizado este gesto de recíproca observancia marital. Es la que recuerda a
Hugo I de Vaudemont y a su esposa Ana, íntimamente abrazados, después de
diecisiete años sin verse. Él retorna de las Cruzadas. Ella lo aguardaba firme
y devota como si hubiera partido anoche. Él y ella son dos creaturas católicas,
con un ideal teológico, que no les pareció en absoluto demasiado abstracto. Por
el contrario; llevaba la gravitación de la carne, el impulso de la materia
consagrada, el dinamismo y la fuerza, el arrebato y el entusiasmo de todas las
fibras crispadas que laten al unísono entre dos bautizados que se aman. Fueron
concavidades y convexidades que se necesitaban la una a la otra, hasta que la
muerte los separe. Que lo diga mejor Gerardo Diego:
“Quisiera ser convexo
para
tu mano cóncava.
Y
como un tronco hueco
para
acogerte en mi regazo
y
darte sombra y sueño.
Suave
y horizontal e interminable
para
la huella alterna y presurosa
de
tu pie izquierdo
y
de tu pie derecho.
Ser
de todas las formas
como
agua siempre a gusto en cualquier vaso
siempre
abrazándote por dentro.
Y
también como vaso
para
abrazar por fuera al mismo tiempo.
Como
el agua hecha vaso
tu
confín ‒dentro y fuera‒ siempre exacto”.
Antonio Caponnetto
1 comentario:
¿Hombre de letras o de "letrinas"?
Antonio Pestalardo
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