DOMINGO INFRAOCTAVA
DE LA ASCENSIÓN
Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre,
el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí. Y
también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio.
Os he dicho esto para que no os escandalicéis. Os expulsarán de las sinagogas.
E incluso llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a
Dios. Y esto lo harán porque no han conocido ni al Padre ni a mí. Os he dicho
esto para que, cuando llegue la hora, os acordéis de que ya os lo había dicho.
Jesucristo ha entrado glorioso
en el Cielo. La Iglesia que Él ha dejado en el mundo clava su mirada en las
alturas, nostálgica, anhelante, esperando el momento de volver a verlo y
poseerlo.
A Él pertenecen su corazón y su
amor. Sin Él se siente como desamparada, y una dulce melancolía invade su
corazón. En esta disposición de ánimo clama hoy, con el Introito, al Esposo
lejano: Busco tu rostro, Señor; no apartes
tus ojos de mí. Aleluya. El Señor es mi luz y mi salvación.
Busco tu rostro; esto mismo es lo
que buscamos, y nuestra vida no debe ser otra cosa que la expresión de nuestra
entrega a Dios y de nuestro deseo de ir a Él con toda pureza de corazón,
desprendidos de todo lazo y apego terrenos que a Él le desagraden.
Busco tu rostro, en una fervorosa
oración, en una sufrida y generosa caridad, en una entrega desinteresada,
abnegada, por amor de Dios.
El alma que esté llena de estos
sentimientos no buscará en vano el rostro de Cristo: No os dejaré huérfanos. Volveré a vosotros.
Respondamos a esta promesa con
un alegre y agradecido Credo, y nos
convertiremos en un vivo e irrefutable testimonio
en favor de Cristo, en una personificada confesión
de Cristo: Vosotros daréis testimonio
de mí. Seréis expulsados de las
sinagogas. Y llegara una hora en que, todo el que os mate, pensará prestar un
servicio a Dios.
+ + +
El Señor ha subido a los Cielos...
La Iglesia llena, de nostalgia, dirige sus miradas hacia arriba y busca su rostro... Antiguamente, la Misa
de hoy se celebraba en la iglesia de Santa
María ad Martyres, en el antiguo Panteón de Roma.
En esta Iglesia se conservaba
entonces la imagen del rostro del Señor, el Santo Sudario de la Verónica, que
hoy se venera en San Pedro.
La Iglesia busca el rostro del
Señor, pero no olvida la misión que le encomendó: Vosotros daréis testimonio de mí.
La Iglesia da este testimonio de
Cristo padeciendo.
La Iglesia padece: Vosotros daréis testimonio de mí. Os he
dicho esto para que no os escandalicéis. Seréis, expulsados de las sinagogas. Y
llegará el momento en que, los que os mataren, creerán hacer un servicio a
Dios. Y harán esto con vosotros porque no han conocido al Padre ni a mí. Os lo
digo ahora para que cuando llegue el momento, os acordéis de que ya os lo había
predicho.
La Iglesia padece. Participa de
la suerte de su Esposo: Me han perseguido
a mí, y también os perseguirán a vosotros. San Pedro es crucificado, San Pablo
decapitado; un ejército innumerable de héroes de la fe y de las virtudes cristianas:
obispos, sacerdotes, seglares, hombres, jóvenes, vírgenes, incluso niños y
doncellas, como Pancracio e Inés, entregan alegremente su vida en testimonio de
Jesús.
Sólo en el período de los tres
primeros siglos la Iglesia sufre diez terribles persecuciones. Y ello, para dar
testimonio de Jesús.
Vienen después las grandes
herejías de los siglos siguientes. Nuevos enemigos, nuevos sufrimientos, nuevas
persecuciones, nuevos mártires.
Llegan más tarde los reyes y las
potestades de la tierra, y exigen de la Iglesia que declare caducada la Ley del
Señor sobre la santidad del matrimonio y pacte con las pasiones del corazón
corrompido del hombre. Pero ella no lo hace; da valientemente testimonio de
Cristo y de su Ley, al precio incluso de la apostasía de vastos países.
Aparecen nuevas ideas, nuevas
corrientes espirituales, que aspiran a destruir el dogma y la moral cristiana.
Pero la Iglesia permanece siempre inconmovible al lado de Cristo.
Padece como testigo de Cristo,
de su infalible verdad y de su divina autoridad. ¡Oh Iglesia Santa! Tú has
cumplido siempre la misión que tu Esposo te encomendó: Vosotros daréis testimonio de mí.
¡Tú eres verdaderamente la
Iglesia de Cristo! Yo me uno a ti y quiero dar contigo, siendo fiel a ti,
testimonio de Cristo. Aunque para ello tenga que perder mi crédito ante el
mundo, aunque tenga que perder mi vida.
Vendrá un momento en que los que os mataren creerán hacer con ello
un servicio a Dios. No debemos esperar otra cosa,
ni hemos de querer tampoco otra cosa.
Os lo digo desde ahora para que, cuando llegue la hora, os acordéis
de que ya os lo había yo predicho. ¡Y nosotros
no queremos convencernos de que esa hora ha de llegar! ¡Todo menos padecer! ¡Qué
poco poseemos aún de la luz y del espíritu de Cristo!
+ + +
Nosotros creemos fielmente que tu Unigénito subió a los cielos.
Concédenos, pues, la gracia de que habitemos también allí con nuestro espíritu.
Esta es la gran súplica que
dirige hoy la Santa Iglesia a Dios. ¡Acuerdo entre la fe y la vida práctica!
Sursum corda... ¡Habitemos en el
Cielo con nuestro espíritu! ¡Estemos enraizados en el mundo del más allá, en el
mundo de lo supratemporal! Vivamos allí donde está Cristo glorioso, nuestra
Cabeza, nuestro camino y modelo, la Verdad.
Traigamos de allí nuestros
pensamientos, nuestros juicios, nuestras intenciones, nuestros motivos y
nuestros impulsos. Coloquemos allí nuestras esperanzas, nuestros anhelos.
Sursum corda... ¡Miremos y valoremos
los sucesos, los obstáculos, las eventualidades, los hombres, los trabajos, los
deberes y los dolores a la luz del más allá, de la eternidad, de Dios y del
Señor glorioso!
Habitar en el Cielo significa aceptar
con gusto aquí en la tierra, por amor de Dios y de Cristo, lo que se oponga a
nuestros designios. Más aún: significa convertirlo todo en nuestro mayor bien.
Significa recibir las calumnias e injusticias a imitación y con el espíritu de
Aquél que fue condenado a muerte injustamente y ejecutado del modo más
escandaloso y a quien el Padre exaltó por ello sobre todos los cielos.
Significa no querer ser
agradecidos y recompensados por los hombres en este mundo, sino ponerlo todo en
manos de Aquél que nos conoce a todos en el Cielo y ante el cual no se perderá
ni será olvidado ninguno de los bienes que hagamos aquí en estado de gracia y con
recta intención.
El que vive en el Cielo
considera su misión aquí en el mundo a la luz de una predestinación eterna. No
está ocioso, ni indiferente. Al contrario, mira la vida con más profundidad,
con más seriedad y más gravedad; pero vive en paz con Dios.
Está elevado por encima de la
vida. No se excita, como los demás. Ejecuta lo suyo con tranquilidad, con la
vista puesta en el mundo de arriba. Considera los obstáculos como la cruz que
Dios ha destinado para él, y marcha tras las huellas de Aquél a quien sabe
ahora en el Cielo, en el trono del Padre.
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Para todo esto nos es necesaria
la virtud de fortaleza. A ella pertenece confirmar al hombre en el bien de la
virtud contra los peligros, sobre todo contra los peligros de muerte, y
especialmente de la muerte en tiempo de persecución.
Es evidente que en el martirio
el hombre es confirmado sólidamente en el bien de la virtud, al no abandonar la
fe y la justicia por los peligros inminentes de muerte, los cuales también
amenazan en una especie de combate particular por parte de los perseguidores.
Por eso dice San Cipriano: La muchedumbre de los presentes vio admirada
el combate celestial y cómo en la batalla los siervos de Cristo se mantuvieron
con voz libre, alma inmaculada y fuerza divina.
Esto nos prueba que el martirio
es acto de la fortaleza. Y por eso dice la Iglesia, hablando de los mártires,
que se hicieron fuertes en la guerra.
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En el acto de fortaleza hay que
considerar dos aspectos:
Uno es el bien en el que el
fuerte se afianza, que es el fin de la
fortaleza.
Otro es la misma firmeza, que le
hace no ceder ante los enemigos que le apartan de ese bien, y en esto consiste la esencia de la fortaleza.
Ahora bien, la fortaleza infusa
afianza el ánimo del hombre en el bien de la justicia de Dios por la fe en
Jesucristo. Y en este sentido el martirio se relaciona con la fe como el fin en el que uno se afirma; y con la fortaleza como su hábito de
donde procede.
El acto principal de la
fortaleza es el soportar, y a él pertenece el martirio; no a su acto
secundario, que es el atacar.
Y como la paciencia ayuda a la
fortaleza en su acto principal, que es el soportar, se sigue que también en los
mártires se alabe la paciencia por concomitancia.
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Mártir significa testigo de la
fe cristiana, por la cual se nos propone el desprecio de las cosas visibles por
las invisibles. Por tanto, pertenece al martirio el que el hombre dé testimonio
de su fe, demostrando con sus obras que desprecia el mundo presente y visible a
cambio de los bienes futuros e invisibles.
Ahora bien: mientras vive en
este mundo, aún no puede demostrar con obras el desprecio de los bienes
temporales, pues los hombres siempre suelen despreciar a los familiares y a
todos los bienes que poseen con tal de conservar la vida. De donde se desprende
que para la razón perfecta de martirio
se exige sufrir la muerte por Cristo.
La fortaleza se ocupa
principalmente de los peligros de muerte, y de los demás como una consecuencia.
Por lo mismo, no se llama propiamente martirio el soportar la cárcel o el
destierro o el despojo de los bienes, a no ser que de ellos se siga la muerte.
El mérito del martirio no se da
después de la muerte, sino en soportarla voluntariamente, es decir, cuando uno
sufre libremente la inflicción de la muerte. Sucede a veces, sin embargo, que
después de haber recibido heridas mortales por Cristo, o cualesquiera otras
tribulaciones semejantes que se sufren por la fe en Cristo, provenientes de los
perseguidores, uno puede sobrevivir largo tiempo. En este estado, el acto del
martirio es meritorio, y también en el mismo momento de padecer estas penas.
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Mártires es lo mismo que Testigos, es decir, en cuanto que con
sus padecimientos corporales dan testimonio de la verdad hasta la muerte; no de
cualquier verdad, sino de la verdad que se ajusta a la piedad, que se nos
manifiesta por Cristo. De ahí que los mártires de Cristo son como testigos
de su verdad.
Pero se trata de la verdad de la
fe, que es, por tanto, la causa de todo martirio.
Pero a la verdad de la fe
pertenece, no sólo la creencia del corazón, sino también la confesión externa.
Ahora bien, la confesión externa se manifiesta, no sólo con palabras por las
que se confiesa la fe, sino también con obras por las que se demuestra la
posesión de esa fe.
Por lo tanto, las obras de todas
las virtudes, en cuanto referidas a Dios, son manifestaciones de la fe, por
medio de la cual nos es manifiesto que Dios nos exige esas obras y nos
recompensa por ellas.
Bajo este aspecto, pues, pueden
ser causa del martirio las obras de otras virtudes. Por eso, por ejemplo, se
celebra en la Iglesia el martirio de San Juan Bautista, que sufrió la muerte no
por defender la fe, sino por reprender un adulterio.
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El Espíritu Santo, Espíritu de fortaleza,
quiere venir a nosotros para enriquecernos con sus dones; pero quiere ser
deseado, pedido, solicitado con insistencia.
Excitemos, pues, esta semana en
nuestro corazón santos deseos, tanto más ardientes cuanto que el divino
Espíritu quiere colmarnos de sus gracias en proporción a nuestro entusiasmo y
nuestros deseos.
Intentemos durante esta semana
hacer mejor nuestros ejercicios espirituales, reservarnos algunos momentos en
el día para rogar y enviar al Cielo suspiros más ardientes.
Roguemos, en unión con María
Santísima, Reina del Cenáculo y de los Apóstoles; apoyándonos en Ella,
rogándole nos participe sus disposiciones interiores, sus virtudes, y nos
obtenga una infusión profunda de los Dones del Espíritu Santo.
1 comentario:
De mal en peor...
Francisco I nombrando heresiarcas modernistas.
Otro pseudoecumenista vernáculo en las "grandes ligas".
¡Rabinos, aprovechen esta oportunidad! Ayer eran doctorados, ahora obispados "honoris causa" para todos.
http://www.lanacion.com.ar/1581663-el-papa-francisco-nombro-arzobispo-al-rector-de-la-universidad-catolica-argentina
Agustín de La Plata.
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