UNDÉCIMO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
Del Evangelio del día: Y
presentáronle un hombre sordo y mudo, suplicándole que pusiese sobre él su mano
para curarle Y apartándole Jesús del bullicio de la gente, le metió los dedos
en las orejas, y con la saliva le tocó la lengua, y alzando los ojos al cielo
arrojó un suspiro y díjole: Éfeta,
que quiere decir: abríos. Y al momento se le abrieron los oídos y se le soltó
el impedimento de la lengua, y hablaba claramente.
De la Epístola del día: Os
recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el
cual permanecéis firmes, por el cual también sois salvados, si lo guardáis tal
como os lo prediqué... Si no, ¡habríais creído en vano! Porque os transmití, en
primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados,
según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las
Escrituras...
Las lecturas de este Domingo nos invitan a reflexionar, desde diversos
aspectos, sobre la Fe recibida en el Santo Bautismo. Para ello, seguiremos las
enseñanzas del Doctor Común, Santo Tomás de Aquino.
Al Bautismo se le llama Sacramento de la Fe en cuanto que en el Bautismo
se hace una profesión de fe y por él queda el hombre congregado a la comunidad
de los fieles.
Por eso es conveniente que la instrucción catequética
preceda al Bautismo. De ahí que el mismo Señor, al transmitir a los discípulos
el precepto de bautizar, puso la instrucción antes que el Bautismo al decir: Id
y enseñad a todas las gentes, bautizándolas…
Sin la Fe no se puede recibir la gracia, que es el
último efecto del Sacramento. Y en este sentido, se requiere para el Bautismo
indispensablemente la verdadera Fe.
El Señor habla así del Bautismo en cuanto que conduce
a los hombres a la salvación por la gracia justificante, la cual no se puede
obtener sin la verdadera Fe. Por eso puntualiza: el que creyere y se
bautizare, se salvará.
La Iglesia, en lo que depende de Ella, no quiere dar
el Bautismo más que a los que tienen la Fe verdadera, sin la cual no hay
remisión de los pecados. Este es el motivo de que pregunte a los bautizandos si
creen.
No debe darse el Sacramento del Bautismo a quien no
quiere abandonar la infidelidad.
Por eso, si alguien recibe el Bautismo sin la Fe
verdadera, no le aprovecharía para la salvación.
Quien responde creo por el niño bautizado, lo que hace
es profesar la Fe de la Iglesia en nombre del niño; al que se comunica la Fe, y
queda obligado a ella a través de otro.
El padrino que responde por el niño, promete que él
hará todo lo que pueda para que el niño crea. Esto, sin embargo, no sería
suficiente en el caso de los adultos que tienen uso de razón.
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Los actos externos de una virtud son propiamente los
que de manera específica corresponden a los fines de esa virtud.
Pues bien, la confesión de Fe se ordena específicamente
como a su fin a la misma Fe, según afirma el Apóstol: Creemos teniendo el
mismo espíritu de fe, con el que además hablamos. En efecto, la palabra externa está
destinada a significar lo que concibe la mente.
Por lo tanto, como el concepto interior de la Fe es
acto suyo propio, lo es también la confesión externa.
Sin embargo, la fortaleza también interviene, pero
como causa accidental.
En efecto, el hombre se retrae alguna vez de confesar
la Fe por temor o también por vergüenza. Por eso pide el Apóstol que rueguen
por él para que pueda dar a conocer con valentía el misterio del Evangelio.
Ahora bien, el hecho de no desistir de hacer el bien
por vergüenza o por temor incumbe a la fortaleza, que modera la audacia y el
pavor. Pero esta causa, que quita o remueve los impedimentos, no es causa
propia, sino accidental.
Por eso, la fortaleza que quita los obstáculos a la
confesión de Fe, es decir, el temor o la vergüenza, no constituye su causa
propia y directa, sino accidental.
Para salvarse no es necesario confesar la Fe ni
siempre ni en todo lugar, sino en lugares y tiempos determinados, es decir,
cuando por omisión de la Fe se sustrajera el honor debido a Dios o la utilidad
que se debe prestar al prójimo.
Esto sucedería, por ejemplo, si uno, interrogado
sobre su Fe, callase y de ello se dedujera o que no tiene Fe o que no es
verdadera; o que otros, por su silencio, se alejaran de ella. En casos como
éstos la confesión de Fe es necesaria para la salvación.
El fin de la Fe, como el de las demás virtudes, debe
ir orientado al de la caridad, que es amor a Dios y al prójimo. Por eso, cuando
lo pide el honor de Dios o la utilidad del prójimo, no debe contentarse el
hombre con unirse personalmente a la verdad divina con su Fe; debe confesarla
exteriormente.
En caso de necesidad, cuando corre peligro la Fe,
están todos obligados a predicarla, sea para información, sea para confirmación
de los fieles, sea para contener la audacia de los infieles.
De esto resulta que es absurdo pedir a la Roma
anticristo y modernista la “Libertad de guardar, transmitir y enseñar la sana
doctrina del magisterio constante de la Iglesia y de la verdad inmutable de la
Tradición divina”.
Es suficiente, entre otras, la amonestación de San Pablo:
Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os
prediqué, que habéis recibido y en el cual permanecéis firmes, por el cual
también sois salvados, si lo guardáis tal como os lo prediqué... Si no,
¡habríais creído en vano!
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El pecado de infidelidad consiste en la oposición a
la Fe: o porque se niega a prestarle atención, o porque la desprecia.
En cuanto pecado, la infidelidad tiene su origen en
la soberbia, que hace que el hombre no quiera someter su entendimiento a las
reglas de Fe y a las sanas enseñanzas de los Padres.
Todo pecado consiste en la aversión a Dios. De ahí
que tanto más grave es el pecado cuanto más aleja al hombre de Dios.
Ahora bien, la infidelidad es la que más aleja a los
hombres de Dios, ya que les priva hasta de su auténtico conocimiento, y ese
conocimiento falso de Dios no le acerca a Él, sino que le aleja.
Ni siquiera puede darse que conozca a Dios en cuanto
a algún aspecto quien tiene de Él una opinión falsa, ya que lo que piensa no es
Dios.
Es, pues, evidente que la infidelidad es el mayor
pecado de cuantos pervierten la vida normal, cosa distinta a lo que ocurre con
los pecados que se oponen a las otras virtudes teologales.
La infidelidad implica no sólo la ignorancia que
conlleva, sino también la resistencia a las verdades de Fe. En este sentido se
presenta su condición de ser el pecado más grave.
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Toda virtud consiste en la conformidad a una regla
del conocimiento o del obrar humanos.
Ahora bien, en una materia determinada hay solamente
una forma de alcanzar la regla, mientras que son muchas las formas de apartarse
de ella.
De ahí que a una sola virtud se opongan muchos
vicios.
En consecuencia, hay que
decir que, si se considera la infidelidad en relación con la Fe, las especies
de infidelidad son diversas y determinadas en número.
Pues, dado que el pecado de
infidelidad consiste en resistir a la Fe, esa resistencia se puede dar de dos
maneras, ya que, o se resiste a la Fe aún no recibida, en cuyo caso se da la
infidelidad de los paganos o de los gentiles, o se resiste a la Fe cristiana ya
recibida.
Esto, a su vez, puede
hacerse o en figura, y tenemos la infidelidad judía, o en la manifestación
misma de la verdad, y es la infidelidad de los herejes.
Así, pues, en general, se
pueden reseñar las tres especies de infidelidad indicadas.
Pero si distinguimos las
especies de infidelidad por razón de los errores en las diversas materias que
pertenecen a la Fe, en ese caso no hay posibilidad de establecer especies
distintas de infidelidad, pues los errores pueden multiplicarse de manera
infinita, como enseña San Agustín.
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En la infidelidad se pueden considerar dos cosas. Una
de ellas, su relación con la Fe.
Bajo este aspecto, peca más gravemente contra la Fe
quien hace frente a la Fe recibida que quien se opone a la Fe aún no recibida;
de la misma manera que quien no cumple lo que prometió peca más gravemente que
si no cumple lo que nunca prometió.
Según esto, en su infidelidad, los herejes, que
profesan la Fe del Evangelio y la rechazan corrompiéndola, pecan más gravemente
que los judíos que nunca la recibieron.
Mas porque éstos la recibieron en figura en la ley
antigua, y la corrompieron interpretándola mal, su infidelidad es por eso
pecado más grave que la de los gentiles que de ningún modo recibieron la ley
del Evangelio.
Otra de las cosas a considerar en la infidelidad es la
corrupción de lo que concierne a la Fe. En este sentido, dado que los
gentiles yerran en más cosas que los judíos, y éstos, a su vez, yerran en más
cosas que los herejes, es más grave la infidelidad de los gentiles que la de
los judíos, y la de éstos mayor aún que la de los herejes.
+++
En cuanto a la herejía, hay que saber que quien
profesa la Fe cristiana tiene voluntad de asentir a Cristo en lo que realmente
constituye su enseñanza.
Pues bien, de la rectitud de la Fe cristiana se puede
uno desviar de dos maneras.
La primera: porque no quiere prestar su
asentimiento a Cristo, en cuyo caso tiene mala voluntad respecto del fin mismo.
La segunda: porque tiene la intención de prestar su
asentimiento a Cristo, pero falla en la elección de los medios para
asentir,
porque no elige lo que en realidad enseñó Cristo, sino lo que le sugiere su
propio pensamiento.
Por eso San Pablo exhortó a permanecer firmes en el
Evangelio recibido, y a guardarlo tal como nos fue predicado. De otro modo se habría creído en vano…
De este modo la herejía es una especie de
infidelidad, propia de quienes profesan la Fe de Cristo, pero corrompiendo sus
dogmas.
Hablamos de la herejía en cuanto implica corrupción
de la Fe cristiana. Hay herejía cuando se tiene una opinión falsa sobre algo
que pertenece a la Fe.
Ahora bien, a la Fe pertenece una verdad de dos
maneras: una, directa y principal, como los artículos de la Fe; otra, indirecta
y secundaria, como las cosas que conllevan la corrupción de un artículo.
Pues bien, sobre ambos extremos puede versar la
herejía, lo mismo que la Fe.
Se dice que expone la Sagrada Escritura de manera
distinta a la que reclama el Espíritu Santo el que fuerza su exposición hasta
el extremo de contrariar lo que ha sido revelado por el Espíritu Santo.
Otro tanto ocurre en el caso de la Fe con las
palabras con que se hace profesión de ella. Efectivamente, la confesión es acto
de Fe. De ahí que, si hay una manera inadecuada de hablar, puede derivarse de
ello su corrupción.
Afirma San Agustín que si algunos defienden su
manera de pensar, aunque falsa y perversa, pero sin pertinaz animosidad, sino
enseñando con cauta solicitud la verdad y dispuestos a corregirse cuando la
encuentran, en modo alguno se les puede tener por herejes.
Efectivamente, no han hecho una elección en
contradicción con la enseñanza de la Iglesia.
En ese sentido parece que se han dado disensiones
entre algunos doctores, o sobre aspectos que de una manera u otra no afectan a
la Fe, o también sobre aspectos que concernían a la Fe, pero que aún no estaban
definidos por la Iglesia.
Pero, una vez que quedaran definidos por la autoridad
de la Iglesia universal, si alguien impugnara con pertinacia esa ordenación,
sería tenido por hereje.
Por eso escribe San Jerónimo: Esta es, beatísimo
Papa, la fe que aprendimos en la Iglesia. Y si en ella hemos sustentado algo
con menos pericia o menos cautela, deseamos que sea enmendado por ti, que
posees la sede y la fe de Pedro. Mas si esta nuestra confesión se ve aprobada
por el juicio de tu apostolado, quien pretenda culparme a mí, dará con ello
prueba de que es imperito o malvado, e incluso no católico, sino hereje.
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En cuanto a las penas que hay que aplicar a los
herejes
hay que considerar dos aspectos en estos: uno, por parte de ellos; otro, por
parte de la Iglesia.
Por parte de ellos hay en realidad pecado por el que
merecieron no solamente la separación de la Iglesia por la excomunión, sino
también la exclusión del mundo con la muerte.
Mas por parte de la Iglesia
está la misericordia en favor de la conversión de los que yerran, y por eso no
se les condena, sin más, sino después de una primera y segunda amonestación, como enseña el Apóstol.
Pero después de esto, si
sigue todavía pertinaz, la Iglesia, sin esperanza ya de su conversión, mira por
la salvación de los demás, y los separa de sí por sentencia de excomunión.
Y aún va más allá entregándolos
al juicio secular para su exterminio del mundo con la muerte. A este propósito
afirma San Jerónimo: Hay que remondar las carnes podridas, y a la oveja
sarnosa hay que separarla del aprisco, no sea que toda la casa arda, la masa se
corrompa, la carne se pudra y el ganado se pierda. Arrio, en Alejandría, fue
una chispa, pero, por no ser sofocada al instante, todo el orbe se vio arrasado
con su llama.
Hay quienes plantean una fuerte objeción: el Señor
mandó a sus siervos que dejasen crecer la cizaña hasta la siega, que es el fin
del mundo. Mas como por la cizaña están significados los herejes; por lo tanto,
se debe tolerar a los herejes.
A esto hay responder que una cosa es la excomunión
y otra la extirpación, pues se excomulga a uno, como dice el Apóstol, para que
su alma se salve en el día del Señor. Mas si, por otra parte, son extirpados por la muerte
los herejes, eso no va contra el mandamiento del Señor. Ese mandamiento se ha
de entender para el caso de que no se pueda extirpar la cizaña sin el trigo.
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La apostasía implica cierto retroceso de Dios. Y
ese retroceso se produce según los diferentes modos con que el hombre se une a
Él.
Efectivamente, el hombre se une a Dios, primero, por
la Fe; segundo, por la debida y rendida voluntad de obedecer sus mandamientos;
tercero, por obras especiales de supererogación, por ejemplo, las de religión,
el estado clerical o las órdenes sagradas.
Ahora bien, eliminando lo que está en segundo lugar,
permanece lo que está antes, pero no a la inversa.
Ocurre, pues, que hay quien apostata de Dios dejando
la religión que profesó o la orden sagrada que recibió, y a ésta se la llama
apostasía de la religión o del orden sagrado.
Pero sucede también que hay quien apostata de Dios
oponiéndose con la mente a los divinos mandatos.
Y dándose estas dos formas de apostasía, todavía
puede el hombre permanecer unido a Dios por la Fe.
Pero si abandona la Fe, entonces parece que se retira
o retrocede totalmente de Dios.
Por eso, la apostasía, en sentido absoluto y
principal, es la de quien abandona la Fe; es la apostasía llamada de perfidia.
Según eso, la apostasía propiamente dicha pertenece a
la infidelidad.
Pero como la apostasía se refiere a la infidelidad
como término final hacia el que se encamina el movimiento de quien se aleja de
la Fe, por eso la apostasía no implica una especie bien determinada de infidelidad,
sino una circunstancia agravante.
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En las disputas sobre la Fe hay que considerar dos
cosas: una, por parte del que disputa; otra, por parte de los que oyen.
Por parte del que disputa hay que considerar, en
realidad, la intención. Si disputa como quien duda de la Fe y no tiene por
cierta una verdad de ella, sino que intenta probarla con argumentos, peca
indudablemente como el que duda de la Fe o el infiel.
Es laudable, en cambio, si uno disputa sobre la Fe
para refutar errores o también como materia de ejercicio.
Por parte de los oyentes, hay que considerar si
quienes oyen la discusión son instruidos y están firmes en la Fe, o si son gente
sencilla y titubean en ella.
Ante personas instruidas en la Fe y firmes en ella no
hay, en realidad, peligro alguno en disputar sobre la Fe.
En cambio, por lo que afecta a los sencillos, hay que
hacer una distinción. Porque éstos, o están instigados y hasta trabajados
por los infieles, por ejemplo, judíos, herejes o paganos, que tienen empeño en
corromper la Fe, o no se hallan en absoluto en esa situación, como en las regiones donde
no existen infieles.
En el primer caso es necesaria la discusión pública
de la Fe, a condición de que haya personas preparadas para ello y sean, además,
idóneas para rebatir los errores. De este modo se verán confirmados en la Fe
los sencillos, y a los infieles se les quitará la posibilidad de engañar; y
hasta el mismo silencio de quienes deberían hacer frente a cuantos pervierten
la verdad de la Fe sería la confirmación del error.
En el segundo caso, en cambio, es peligrosa la
discusión pública sobre materia de Fe ante gente sencilla, dado que la Fe de
éstos se hace más firme al no oír nada opuesto a ella. No les es, por lo mismo,
conveniente oír las palabras contra la Fe.
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Respecto a la comunicación con los infieles, hay que tener en cuenta
que a los fieles se les prohíbe el trato con alguna persona por precaución. Y
hay que distinguir, de acuerdo con las diversas condiciones de personas,
ocupaciones y tiempos.
Si se trata, efectivamente, de cristianos firmes en
la Fe, hasta el punto de que de su comunicación con los infieles se pueda
esperar más bien la conversión de éstos que el alejamiento de aquéllos de la Fe,
no debe impedírseles el comunicar con los infieles que nunca recibieron la Fe,
es decir, con los paganos y judíos, sobre todo cuando la necesidad apremia.
Si, por el contrario, se trata de fieles sencillos y
débiles en la Fe, cuya perversión se pueda temer como probable, se les debe
prohibir el trato con los infieles; sobre todo se les debe prohibir que tengan
con ellos una familiaridad excesiva y una comunicación innecesaria.
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Todas estas lecciones de Santo
Tomás, que resumen la enseñanza tradicional de la Iglesia sobre la Fe, deben
ser meditadas y cuidadosamente puestas en práctica.
La situación en la que vivimos pone
en peligro nuestra Fe y, con ello, nuestra eterna salvación.
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