DÍA DEL PERIODISTA Y
CORTEDAD DEL
PERIODISMO
Hace pocos días se celebró, en virtud de
esas hilarantes conmemoraciones que el calendario civil se obstina en promulgar,
el “día del periodista”. Curiosamente, hay quienes todavía se sienten halagados
de llevar un tal título, no apercibidos de que hace tiempo que «periodista» pasó
de ser el enunciado de una profesión a un insulto, por más que frecuentes
campañas orbitales pretendan alcanzar no ya la legitimación del bajo oficio,
sino incluso —y con singular osadía— su enaltecimiento. Esta escenificación de
la presunta dignidad del periodismo puede tener lugar, es claro, porque son los
mismos periodistas, portadores del claxon, quienes se encargan de
promoverla.
Difícilmente pueda hallarse una actividad
más opuesta al suspenso admirativo: hace asiento en lo mudable y opta, de entre
los múltiples datos que la realidad ofrece a colación, por aquellos que mayor
índice de irrealidad aportan. Esto es: por lo deviniente sin más, por ese flujo
potencial propio del tránsito del hombre por el mundo, pero intencionadamente
desprovisto de toda orientación última. El periodista es, casi por definición,
alguien que ni siquiera sospecha que la referencia obligada para la comprensión
de lo cambiante está en la esfera de las realidades fijas, que hay leyes
inmutables a las que las cosas transeúntes prestan su obediencia como en virtud
de irresistible vocación.
No le pidamos al periodismo oficioso
(conste no decimos oficialista), es decir, a aquel que se revela de inmediato
como un mester de ganapán, de sofistas conchabados, ofrecernos una lección
lúcida de las cosas que suceden. Perdido el hábito de rastrear en las cadenas
causales, ajeno al menor atisbo finalista, en el mejor de los casos se le
escaparán raeduras de verdades mal comprendidas. Siempre parcializaciones
y, las más veces, superfluidades que entecan el epos y extenúan de
palabrería al ya menoscabado receptor. Como ocurrió —nimio ejemplo, uno entre
miles— con la nota publicada el domingo 17 de junio en La Nación bajo el
título de «Con amigos, de política mejor ni hablar», en que el autor cree
descubrir América (mérito éste que les cabe, como es de todos sabido, a los
jesuitas).
Constata, en efecto, el columnista, que
«aunque aquella regla tácita de no hablar de política ni de religión en
reuniones sociales es muy antigua (sic), lo cierto es que en los últimos
tiempos se ha roto sin que nadie se lo hubiera propuesto». Y hace el
sorprendente hallazgo de que el kirchnerismo desató pasiones a favor y en
contra, y que en mesas de amigos, y en asados de familia, y en ámbitos sociales
los más diversos, la opción o por o contra el gobierno ha terminado a menudo en
riñas, y aun en consecuentes y penosos distanciamientos. ¡Caramba con la
novedad! Cualquiera podría haber firmado pareja constatación hace ya varios
años, casi desde que el finado cuervo patagón –que no pingüino- inició la
aplicación vernácula, intestina, de aquella consigna de discutida atribución
cesárea destinada a las colonias: divide ut regnes.
El firmante ofrece un muestrario de
testimonios de la dilaceración social y entre otros transcribe, de uno que se
define como “ultrakirchnerista”, la más imbécil apología que podía hacerse de
nuestra tragedia, cuyo horrísono eco, por lo ordinario, lo hemos escuchado sin
duda todos: «pasamos del “no nos metamos” a hablar todos de política». Hablar
todos de política, se entiende, equivale a que unos nos desahoguemos conjurando
por la palabra las cloacales acciones del gobierno, y otros encomien con
indescifrable entusiasmo sus pestilentes detritus. Para hablar así, ¡ojalá no
tuviésemos de qué hablar! Si el periodista hubiese tenido la intención, más que
de descubrir el hecho archisabido de la ruptura social, de alertar sobre el
inminente paroxismo al que nos lleva este programa ya largamente aplicado, no se
le podría objetar nada. A no ser, claro, la obvia falta de encuadre
teológico-moral para unos hechos que caen bajo la categoría de lo demoníaco.
Pero tanto no se le puede pedir a un periodista. Ni siquiera en su
día.
Para muestra de cortedades basta un botón,
y no es ciertamente de los peores que pueden ofrecerse. Ni los paniaguados por
los Kirchner ni los cebados por sus rivales empresarios, siempre intercambiables
en el mercado laboral, pueden ofrecer un diagnóstico veraz de los hechos
sociales y políticos: dialéctica de enanos que, con el fuelle, atizan la fosca
niebla para todos sus compatriotas. Pensemos, si no, en la ridícula imputación
de “nacionalista” que el gobierno recibe de sus adversarios.
Chesterton, entre otros, conoció la
dignidad de ese otro periodismo, el no rentado. Supone éste esa disposición, por
definición humilde, a ejecutar el necesario acto saneador que alguien tiene que
afrontar, como el de quien rasca el hollín de la chimenea, barre el piso o
limpia el inodoro después de haberse ocupado en menesteres más elevados. Y al
que podría aplicársele, por tratarse de un gesto de natura munífica, esa
exquisita doctrina sobre la limosna que consta en la Escritura: «la limosna
libera de la muerte, y es ella la que purga los pecados, y atrae la misericordia
y la vida eterna».
Flavio Infante
2 comentarios:
Narciso Binayán Carmona, Jaime Potenze, Ulises Barrera, etc. fueron pocos, pero fueron periodistas y primero señores, mas allá de sus ideas, que no juzgo. Es tal la bajeza actual del periodismo argentino que Grondona y Neustad aparecen en el recuerdo como "serios" o por lo menos gente que sabía leer y escribir y expresarse y en el caso de Neustad, con cojones (equivocado o no)lo que es mas raro todavía. Nunca debe olvidarse que el periodismo, la prensa, la radio y la televisión forman parte del mundo del entretenimiento, no otra cosa y esto fue siempre así, sin excepciones. En el mundo de habla inglesa este concepto esta mas claro y muchos grandes artistas al ser preguntados no r4sponden como en el mundo latino "soy un artista" sino mas bien "pertenezco al mu8ndo del entrenimiento".Esta respuesta es mas bonesta y real.
CD
En la Argentina casi no hay periodismo y si mucho mierdiorismo.
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