LA ALEGRÍA ESPIRITUAL
La práctica de este santo tiempo pascual se resume en la alegría espiritual que debe producir en las almas resucitadas con Jesucristo, alegría que es un anticipo de la bienaventuranza eterna, y que el cristiano debe ya desde ahora mantener en sí, buscando cada vez con más ardor la Vida que alienta a nuestro divino Jefe, y huyendo constantemente de la muerte, hija del pecado. Durante el período que ha precedido, debimos afligirnos, llorar nuestras faltas, entregarnos a la expiación, seguir a Jesucristo hasta el Calvario. La Iglesia nos incita ahora a la alegría. Ella misma ha desechado todas sus tristezas; ya no gime como la paloma; canta como la Esposa que ha hallado de nuevo al Esposo.
A fin de hacer este sentimiento de alegría pascual más universal, ella se acomoda a la flaqueza de sus hijos. Después de haberles recordado la necesidad de la expiación, concentró toda la rigidez de la penitencia cristiana en los cuarenta días que acaban de transcurrir; y después, dando libertad a nuestros cuerpos al mismo tiempo que a los sentimientos de nuestras almas, nos ha hecho llegar a una región donde todo es alegría, luz y vida, donde todo es gozo, calma, dulzura y esperanza de la inmortalidad. De este modo ha producido en las almas, aun las menos elevadas, un sentimiento análogo al que experimentan las mas perfectas; de suerte, que en el concierto de las alabanzas que suben de la tierra a nuestro adorable triunfador, no hay disonancias, y, todos, fervorosos y tibios, unen sus voces con júbilo universal.
Ruperto, Abad de Deutz, el más profundo liturgista del siglo XII, expresa así esta feliz estratagema de la Santa Iglesia:
“Hay hombres carnales que no saben abrir sus ojos para contemplar los bienes espirituales, a no ser a impulso de ciertos incentivos corporales que los estimulan. La Iglesia supo encontrar un medio proporcionado a su flaqueza para moverlos. Con este fin estableció el ayuno cuaresmal, que es el diezmo del año ofrendado a Dios; este espacio de tiempo no termina sino con la solemnidad de la Pascua, a la que luego siguen cincuenta días consecutivos sin un solo ayuno. Así los hombres mortifican sus cuerpos, sostenidos por la esperanza de que la fiesta de Pascua vendrá a librarnos de este yugo de penitencia; por sus anhelos se anticipan a la solemnidad; cada uno de los días de Cuaresma es para ellos como la parada del caminante; los enumeran con cuidado, convencidos de que el numero decrece progresivamente, y por eso esta fiesta, deseada de todos, es amada por todos, como lo es la luz para los que caminan en las tinieblas, la fuente copiosa para los que tienen sed y la tienda levantada por el Señor mismo para el viajero fatigado”.
¡Dichosos tiempos en que todo el ejercito de los cristianos, como expone San Bernardo, nadie claudicaba en el deber, en que justos y pecadores caminaban unidos en la practica de las observancias cristianas!
Ahora la Pascua no produce la misma sensación en nuestra sociedad. Ciertamente la causa radica en la molicie y en la falsa conciencia, que arrastra a tantos hombres a preterir la ley de la Cuaresma, como si no existiese para ellos.
De aquí proviene que tantos fieles vean llegar la Pascua como una gran fiesta, es verdad, pero apenas, se dejan impresionar por el anhelo de alegría intensa que lleva impresa la Iglesia durante estos días en toda su actitud.
Pero todavía están mucho menos dispuestos para conservar y fomentar, durante un periodo de cincuenta días, la alegría de que participan en corta medida, el día tan deseado por los verdaderos cristianos. No ayunaron, no guardaron la abstinencia durante la santa Cuaresma; ni siquiera la misma condescendencia de la Iglesia para con su flaqueza fue suficiente; pidieron otras dispensas; y demos gracias si no se eximieron por si mismos y sin remordimientos de estos últimos restos del deber cristiano. ¿Qué sensación puede producir en ellos el retorno del Aleluya? No fueron purificadas sus almas por la penitencia; ¡como van a tener sus almas ágiles para seguir a Cristo resucitado, cuya vida es ya más del cielo que de la tierra!
Pero no desarmonicemos las intenciones de la Santa Madre Iglesia, entristeciéndonos con pensamientos descorazonadores; pidamos más bien al Divino Resucitado que con su bondad omnipotente ilumine esas almas con los fulgores de su victoria sobre el mundo y la carne y que las levante hasta Sí. Nada debe distraernos de nuestra felicidad en estos días. El mismo Rey de la gloria nos dice: “¿Acaso los hijos del Esposo pueden entristecerse mientras el Esposo está con ellos?” (San Mateo, 9, 15).
Jesús permanece aún durante cuarenta días con nosotros; ya no padecerá más, ya no morirá: estén, pues, nuestros sentimientos en armonía con su estado de gloria y de felicidad que debe perdurar siempre. Es cierto que nos dejará para ascender a la diestra de su Padre; pero desde allí nos enviará el Divino Consolador que permanecerá en nosotros, para que no quedemos huérfanos (San Juan, 14). Sean, pues, estas palabras nuestra comida y nuestra bebida durante estos días: “Los hijos del Esposo no deben entristecerse mientras el Esposo esté con ellos”.
Son la clave de toda la liturgia en esta estación; no las olvidemos ni un solo instante, y experimentaremos que, si la compunción y la penitencia de la Cuaresma nos fueron saludables, la alegría espiritual no lo será menos. Jesús en la cruz y Jesús resucitado es siempre el mismo Jesús, pero en este momento nos quiere en torno suyo, con su Santísima Madre, con sus discípulos, con Magdalena, todos deslumbrados y extasiados por su gloria, olvidando en esas horas demasiado fugaces, las angustias de la Pasión.
Que estas hermosísimas reflexiones, acrisoladas por la unción del gran abad benedictino Dom Guéranger extraídas de su obra titulada “El año litúrgico”, nos permitan encontrar un nuevo motivo sobrenatural para anclarnos en esta santa, pacificante y profunda alegría espiritual que el Divino Resucitado nos granjeó “al tercer día de su muerte”.
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