jueves, 10 de febrero de 2011

Literarias

EL PEQUEÑO MUNDO
DE DON CAMILO
   

El perro
         

La historia del perro fue un suceso que trastornó un poco todas las cabezas. Una noche se oyó venir de lejos, de la ribera del río, un lamento largo y profundo, y la gente, escalofriada, dijo: “¡Es él!”
     
Remontando el río contra la corriente, después del pueblo de Don Camilo se extendían a lo largo del dique tres pequeñas aldeas: la Roca, Casaquemada y los Rastrojos, y cuando muchos meses antes se oyó decir que en los Rastrojos todas las noches un perro imitaba al lobo sin que nadie consiguiera verlo, se creyó que eran patrañas de borrachos. Cuando luego la historia navegó río abajo y se dijo que el perro aullaba de noche sobre el dique de Casaquemada, la patraña empezó a fastidiar. Más tarde se supo que el perro ponía miedo a los de la Roca, y, entonces todos creyeron, de modo que cuando se oyeron llegar del lado del dique los aullidos, la gente se incorporó en la cama y muchos sufrieron frío.
         
La noche siguiente ocurrió lo mismo y muchos se santiguaron, porque aquello más que el aullido de una bestia era un lamento humano.
        
La gente se acostaba con el corazón en la boca y no lograba tomar el sueño, aguardando el aullido, y como esto continuaba se decidió efectuar una batida. Por consiguiente, una mañana, veinte hombres tomaron sus escopetas, rastrearon el dique y sus vecindades, dispararon sus armas contra todas las matas que se movían, pero no encontraron nada. Por la noche recomenzó la historia.
        
La segunda batida fue igualmente inútil. No hicieron una tercera porque la gente con todo aquel misterio tenía miedo aun de día.
        
Corrieron las mujeres a rogar a Don Camilo que fuera a bendecir el dique, pero Don Camilo se negó. Cuando se trata de perros se va al mataperros y no al cura.
        
— También el Vaticano sabe lo que es miedo, dijo una flor de muchacha llamada Carola, que era la novia del Flaco.
        
Entonces Don Camilo sacó una estaca del huerto y se puso en marcha seguido a distancia por las mujeres, que al llegar a cierto punto se detuvieron, mientras él seguía a lo largo del dique. Buscó a diestra y siniestra, sacudió garrotazos sobre todas las matas y al fin reapareció.
        
— No hay nada, dijo.
        
— Ya que estaba allí, pudo sacudirle también una bendición,
dijo Carola. ¡Le habría costado tan poco!
        
— Si no miras como hablas, te sacudo la bendición a ti y a toda la unión democrática femenina,
le previno Don Camilo. Si les molesta el perro métanse algodón en los oídos y dormirán como duermo yo. La broma es que para poder dormir de noche se necesita tener la conciencia tranquila, y muchas de ustedes no la tienen. Mejor será que se hagan ver en la iglesia más a menudo.
        
Carola se puso a cantar “Bandiera Rossa”, que tuvo un final muy rápido porque Don Camilo le arrojó el palo por detrás. Luego, durante la noche se oyó aullar el perro, y hasta Don Camilo, que tenía, sin embargo, la conciencia limpia, no consiguió dormir.
        
El día siguiente encontró a Pepón.
        
— Me han dicho que ayer anduvo buscando al perro, dijo Pepón. También he ido yo ahora y tampoco he visto nada.
        
— Si el perro aúlla de noche en el dique significa que el perro de noche está,
masculló Don Camilo.
        
— ¿Y entonces?
        
— Y entonces quien verdaderamente quiere encontrarlo debe ir al dique de noche, cuando el perro está allí, y no de día, cuando el perro no está.

        
Pepón se encogió de hombros.
        
— ¿Y quién va de noche?, preguntó. Aquí todos tienen miedo como si se tratase del diablo.
        
— ¿También tú?,
inquirió Don Camilo.
        
Pepón titubeó un poco.
        
— ¿Y usted?, preguntó.
        
Caminaron en silencio uno al lado del otro. De pronto Don Camilo se detuvo.
        
— Si encontrase a alguien dispuesto a acompañarme, yo iría, dijo.
        
— También yo, replicó Pepón. Yo también voy si encuentro un compañero, pero es difícil dar con él.
        
— ¡Ya!,
admitió Don Camilo, rehusándose descaradamente a advertir que si los dos buscaban un acompañante, el negocio quedaba arreglado automáticamente.
        
Hubo un momento de embarazo al cabo del cual Pepón abrió los brazos como resignado.
        
— Entonces nos veremos esta noche después de las nueve.        
                

En efecto, después de las nueve se encontraron y marcharon cautelosamente entre las vides; si hubiera habido un amplificador el latido de sus corazones habría dado la idea de una ametralladora funcionando a toda velocidad. Llegados a un matorral bajo el terraplén se apostaron y aguardaron en silencio con las escopetas empuñadas.
        
Pasaron las horas. Se hizo un silencio de cementerio; la luna asomó la nariz por entre las nubes e iluminó aquella soledad.
        
De pronto sonó el aullido largo y escalofriante, que paralizó el corazón de Don Camilo y de Pepón. Venía del río, y ambos, cautelosamente, salieron del matorral y se asomaron al dique como a una trinchera. El lamento se repitió; no había duda: procedía de un cañaveral que se extendía en el agua unos veinte metros. Don Camilo y Pepón clavaron los ojos en el cañaveral que aparecía a contraluz de la luna y de pronto vieron distintamente una sombra que se movía. Le apuntaron las escopetas. No bien lanzó el aullido, sonaron dos tiros y el aullido se transformó en un chillido de dolor.
        
Entonces el miedo desapareció y ambos saltaron afuera.
        
Don Camilo se arremangó la sotana y se metió en el agua, seguido por Pepón. Llegados al cañaveral encontraron un perro negro herido, al que Pepón alumbró con su linterna. No era una bestia salvaje y le lamió la mano: en el acto a Pepón se le pasó la gana de despacharlo de un tiro en la cabeza.
        
— Le he pegado en una pierna, dijo a Don Camilo.
        
— Por si acaso, le hemos pegado, especificó Don Camilo.
        
Pepón agarró el perro del collar y lo sacó del agua. Bajo el perro había un saco que flotaba enzarzado en las cañas. Don Camilo lo desenredó y se vio que era de factura militar, de tela impermeable que el agua había endurecido como el hierro. Pepón se agachó y con una podadera cortó el alambre que cerraba la boca del saco, pero súbitamente se alzó en pie y, pálido, miró a Don Camilo.
        
— Una historia como otras tantas, dijo Don Camilo. Alguno, quién sabe cuándo, despachó a un hombre, lo metió en un saco y lo arrojó al río. El muerto tenía un perro y el perro se echó al agua y ha seguido el saco, que la corriente llevaba río abajo. El saco se ha enzarzado una vez en algún cañaveral frente a los Rastrojos, después frente a Casaquemada. De día el perro se escondía o iba a buscar su alimento, y de noche volvía junto a su dueño. Quién sabe desde cuanto tiempo aúlla cada noche; pero sólo lo oían cuando el saco se detenía cerca de algún pueblo.
        
Pepón meneó la cabeza.
        
— Pero, ¿por qué aullaba?, preguntó. ¿Y por qué lo hacía solamente de noche?
        
— Quizás porque, para hacerse oír, la conciencia hasta puede tomar prestada la voz de un perro; y porque la voz de la conciencia se oye mejor de noche.

        
El perro había levantado la cabeza.
        
— ¡Conciencia!, dijo en voz alta Don Camilo. El perro contestó con un gañido.
        
Nunca se pudo saber quién era el desdichado encerrado en el saco, porque el tiempo y el agua habían destruido todo indicio. Después de haber navegado tanto, halló reposo en tierra sagrada. El perro también murió y Don Camilo y Pepón lo enterraron tras haber cavado un hoyo profundo como el infierno, donde descansara en paz.
        
Pero en el pueblo y en los caseríos desparramados sobre el curso del agua aún existen personas que se despiertan en el corazón de la noche y de un salto se sientan en la cama, con la frente helada, porque oyen aullar el perro y lo oirán aullar durante toda la vida.
        

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